A un tiempo

Viktoria Yocarri

Fragmento

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Prólogo

Segundos, minutos, horas...

La más impresionante máquina de precisión nunca antes vista. Una maquinaria de colosal grandor para medir el tiempo.

Un inmenso muelle motor era impulsado por una extraordinaria cinta de acero templado, que generaba una descomunal fuerza de torsión al enroscarse para poner en funcionamiento el complejo y enorme mecanismo. Cinco engranajes disminuían la fuerza y aumentaban la velocidad con asombrosa exactitud para hacer que el sistema de escape girara e impulsara la manecilla que mostraba el horario. Un gigantesco eje sobresalía para conectarse a la aguja que indicaba los minutos y un pequeño tren de engranajes alterno giraba cada sesenta ciclos para establecer una puntual y precisa relación entre el minutero y el horario.

Los colosales rugidos solo podían traducirse en... un tictac grandilocuente nunca antes escuchado.

Un diminuto hombre vestido de frac observaba desde las alturas el esplendoroso mecanismo. Una canastilla grúa lo sostenía, entre sus manos llevaba una tableta electrónica. Números y más números desbordaban de aquellas anotaciones. De pronto, un inusual temblor provocó que la maquinaria se cimbrara como un movimiento telúrico de nueve grados en escala de Richter. El pequeño hombre apenas logró mantenerse en pie. Sofocó un suspiro y se alisó el frac. Con un ademán le indicó al operador que lo hiciera descender.

Una vez que estuvo en tierra firme, suspiró aliviado. Dobló el tablero hasta convertirlo en una práctica calculadora de bolsillo y lo guardó en el interior de su chaqueta. Luego se acicaló el cabello con las manos y se cercioró de que sus zapatos de charol estuvieran lo suficientemente brillosos, y enseguida su metro con treinta se desplazó ágilmente por un pasadizo de cristal hasta perderse de vista. Los fluorescentes del techo se iban encendiendo a su paso. Energía pura carente de masa flanqueaba el corredor. Una imponente puerta de cristal bruñido se alzó ante sus pies. Se aclaró la garganta y se acercó al mecanismo de la pared. Miró con su ojo derecho por una lente que sobresalía como un microscopio. Después, apretó un botón. Algo chasqueó en el interior del mecanismo. Un rayo de luz osciló de un lado a otro y exploró el ojo como un escáner. La puerta se abrió.

El silencio en el interior de la prístina habitación era sobrecogedor. Un escalofrío recorrió la piel del hombrecillo. Sus ojos se pasearon inquietos a su alrededor. Algo en su fuero interno le advirtió que debía anunciarse.

—¿Maestro? —musitó, mientras el espacio vacío que lo rodeaba lo hacía sentirse aún más empequeñecido. Respiró profundo y volvió a intentarlo—. ¿Maestro? —Esa vez, su voz resonó en toda la habitación. Se sintió contento y orgulloso de su aplomo, pero el efecto no duró mucho. Una voz masculina, suave y sonora, reverberó en la habitación.

—¿Qué sucede, Minut?

El hombrecillo se sintió estremecer.

—Disculpe la molestia, maestro... Tenemos una situación.

El dueño de la voz materializó su impresionante silueta de dos metros con treinta frente a él. Eso lo intimidó aún más.

—Tienes mi atención, habla.

Minut sintió que las palabras no le salían. Un solo error de cálculo y el maestro no se lo perdonaría. Tragó saliva y se encomendó a los dioses del tiempo.

—Universos bolsillo, maestro.

Dos ojos grandes y oscuros se posaron sobre él.

—¿Estás seguro?

—Desde luego, maestro. Las últimas sacudidas nos han provocado otros treinta segundos de retraso.

Con la ayuda de la leontina, el hombre sustrajo su reluciente reloj de faltriquera del chaleco del frac. Una auténtica joya bañada en oro de forma ovoidea. Lo abrió, consultó la hora y exhaló un profundo suspiro.

—¿Cálculos?

Con una eficiencia nunca antes vista, Minut consiguió su inseparable artilugio electrónico. Apretó una tecla y sonrió.

—Ochenta y seis mil cuatrocientos segundos, maestro. Aunque... dadas las últimas sacudidas...

El hombre lo interrumpió con un ademán.

—¿Tienes las coordenadas?

—Por supuesto que sí. Aunque debo advertirle que el objetivo se mueve. Eso nos daría una variación de...

—¡Minut! —lo cortó impaciente.

El rostro del hombrecillo se puso de mil colores. Apretó otra tecla y se apresuró a dar respuesta.

—Cincuenta y un grados, treinta y un minutos, veintiséis segundos al Norte. Cero grados, siete minutos, treinta y nueve segundos al Oeste.

El gigantesco hombre se acarició la ancha barbilla y no dijo nada durante mucho rato.

—¿Londres? —preguntó al fin.

—Es correcto, maestro.

—Bien, hazte cargo de los detalles Minut.

Sus diminutos ojos se abrieron de par en par.

—¿Quiere decir que...?

Una amplia sonrisa iluminó el rostro del hombre.

—Así es, mi pequeño genio, permitiremos que el tiempo se desdoble.

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¿Valió la pena?

Londres.

Julio 24, 2014.

9:30 a.m.

El Aston Martin cupé color gris que conducía Catherine Bellafonte se detuvo a las puertas del Corporativo Terranova, en un moderno edificio de doce pisos ubicado en la City, distrito financiero de la capital inglesa.

Un corpulento hombre con facha de pocos amigos se acercó para sostenerle la puerta y recibir el auto.

Cubierta con un vestido de tubo que moldeaba su cuerpo como una segunda piel, Catherine Bellafonte descendió con elegancia y feminidad mientras sus labios apenas se curvaban en señal de agradecimiento. El enérgico paso de sus tacones de aguja resonó contra el pavimento mientras caminaba hacia la entrada. Una delicada estela con aroma a bergamota y un tono suave rosado floral impreciso ondeaba a su paso.

En el vestíbulo, una mujer detrás del mostrador la saludó.

—Buenos días, señorita Bellafonte.

Sin detener su camino hacia el ascensor le correspondió con una media sonrisa. Entró con aire ausente y apretó el botón del piso once. «¿Si pudiera retroceder el tiempo y conservar las experiencias de lo que he vivido hasta ahora?», se preguntó; al mismo tiempo sonó su teléfono móvil.

—¿Pronto? —contestó.

La voz de Vicenzo sonó junto a su oído.

—Buongiorno, principessa!

Un mohín cruzó en sus labios, aunque se alegró de que él no estuviera presente para ver su expresión.

—¿Qué quieres? Estoy en el ascensor.

—Escucho que no estás de humor. Te vendrá bien salir esta noche.

—¿Cómo dices? ¿Creí que...?

—Cambié de opinión. Vendrás conmigo.

Tal actitud no obedecía a una casualidad, a juicio de Catherine, por lo que no intentó ocultar su opinión.

—¡Maldita sea, Vicenzo! Odio que me hagas esto.

—No tienes elección. Le diré a Aiden que se ponga en contacto contigo para darte los detalles. Chiao, principessa!

Catherine oyó que colgaba mientra

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