Lili, la intrépida hija del duque (Un romance en Londres 4)

Nieves Hidalgo

Fragmento

Lili_la_intrepida_hija_del_duque-1

Capítulo 1

Hatfield Manor. Londres.1818

—¡Hasta aquí has llegado, Lili! —vociferó el duque de Hatfield, palmeando la mesa de su despacho.

La muchacha dio un brinco, lo miró con los ojos abiertos como platos y hasta retrocedió un paso. Nunca vio a su padre tan exaltado, ni siquiera cuando sus tíos Alan y Vincent perpetraron algún escándalo.

Reconocía que su última salida, que solo Dios sabía cómo había llegado a sus oídos, fue una locura. Pero no más que otras que llevó a cabo con anterioridad. Claro que, de esas, su padre no tenía noticias; solo su dama de compañía y su cochero estaban al tanto de sus idas y venidas, y morirían antes de revelarlo.

Bueno, ellos y el maldito Patrick, con el que había tenido la desgracia de darse de bruces en un par de ocasiones. Esperaba, al menos, que aquel borrico no se fuera de la lengua, o acabaría metida en un convento.

Fuera como fuese, no pensaba dejar de lado sus actividades: ayudar a la gente que malvivía en Whitechapel y redactar octavillas subversivas, que exigían mejoras al Gobierno. Firmar aquellos panfletos que empapelaban Londres de cuando en cuando con una única inicial, «P», había hecho suponer a todos que se trataba de un hombre. Le fastidiaba tener que utilizar la primera letra de su segundo nombre, Phillippa, pero no podía hacer otra cosa. Por dos razones: porque a nadie le interesaba lo que pudiera pensar una mujer, y porque hubiera supuesto no solo el convento, sino acabar entre rejas. Prefería luchar en la sombra.

—Vete a tu cuarto ahora mismo. —Oyó que decía su padre—. Desde este momento tienes prohibida la salida de Hatfield Manor.

—¿Me estás encerrando en casa? —Se indignó.

—Llámalo como quieras.

—No es justo.

—Lo que no es justo es que acabes matando a tu madre de un disgusto.

—No he hecho nada malo, yo solo…

—Tú solo has tenido la estúpida idea de marcharte de casa en plena noche para ir a uno de los barrios más peligrosos de Londres. ¡Whitechapel! ¡Por todos los infiernos! ¿En qué demonios estabas pensando?

—¿Me hubieras permitido ir por las buenas?

—¡Desde luego que no!

—Ahí lo tienes. De haberte pedido permiso, te habrías negado en redondo.

—Hay otros modos de ayudar.

—Los tíos y tú intentáis que el Parlamento redacte leyes para paliar la explotación infantil, lo sé. Pero te recuerdo, papá, que las mujeres ni pinchamos ni cortamos en esta sociedad; nuestra firma no sirve para nada, no se nos escucha, así que de poco serviría que lo gritara. Yo me valgo de otros medios.

—Colabora en obras de caridad con algún grupo de damas.

—¿Te refieres a pensar en cómo reunir ropas, alimentos o dinero, mientras tomo el té con pastas en un elegante salón, rodeada de lujos, soportando a mujeres que no tienen más que pájaros en la cabeza? —Soltó un bufido nada femenino.

Lord Hatfield entrecerró los ojos y clavó la mirada en su hija. ¿Qué había hecho mal para que Dios lo castigara con un heredero díscolo y una hija loca de remate? A Julian podía pasarle por alto ciertas cosas, al fin y al cabo, no era más que un muchacho que aún estaba en el colegio. Pero Liliana tenía ya edad para comportarse con prudencia, buscar un marido y darle nietos. Por el contrario, se interesaba lo justo por los eventos sociales, había desestimado todas y cada una de las ofertas matrimoniales desde su presentación y, por si fuera poco, visitaba los barrios bajos. Colarse en algún local de baja estofa para ser testigo de una partida de dados hasta le había resultado gracioso cuando se enteró de esas andanzas. Porque habían llegado a sus oídos, claro. Todos los Chambers fueron siempre propensos a hacer algún disparate de vez en cuando y él intentaba no menoscabar la libertad de Lili por el hecho de haber nacido mujer; además, en ocasiones anteriores, había tenido como carabina a Vincent o a Alan, sus tíos. No es que aquellos dos fueran unos santos, pero sabía que Lili estaba a salvo con cualquiera de ellos.

Ahora bien, escaparse por la noche para ir a Whitechapel era una chifladura que no iba a pasar por alto por mucho que Michael, el cochero, en quien confiaba plenamente, hubiera guardado sus espaldas.

Inspiró hondo para calmarse. Acababa de perder los estribos ante su hija y ese no era su modo de actuar. Había sido un niño revoltoso, como todos, pero no irreflexivo ni atolondrado. La muerte de su padre, obligándole a hacerse cargo de la herencia familiar y de dos hermanos menores, echó sobre sus hombros una responsabilidad que no esperaba tan pronto. Pocas veces, desde que asumiera el ducado, se permitió dejarse llevar por la cólera. Sin embargo, la insensatez de Lili lo había sacado de sus casillas, y lo lamentaba.

—A tu cuarto —repitió sentándose y dando un vistazo a los documentos que tenía sobre la mesa, finalizando así aquella conversación.

La muchacha irguió el mentón y apretó los labios. Hubiera querido seguir con la discusión, hacer ver a su padre que estaba equivocado, que nada tenía de malo ayudar a las pobres gentes que vivían en la miseria. Pero no era el momento, así que dio media vuelta y salió de allí con la sangre bulléndole en las venas.

Corrió escaleras arriba, empujó la puerta de su dormitorio y la cerró con ímpetu, echando luego el pestillo. Se sentó frente al espejo de la coqueta, sacó una cuartilla del cajón derecho y mojó la pluma en el tintero. P iba a redactar una nueva octavilla subversiva. Procurando, como siempre, realizar trazos más masculinos, comenzó a escribir.

Antes de acabar la primera frase, se quedó pensativa. ¿Quién demonios le habría ido a su padre con el cuento? Descartó de inmediato a su nueva amiga, la pupila de su tío Alan; no podía haber sido Barbara puesto que la acompañó en su visita y tenía que perder tanto como ella. Era posible que, al haber aparecido con la pequeña Betsy en brazos, su tío hubiera sacado sus propias conclusiones viéndola a ella como la instigadora de aquella aventura nocturna. Pero dudaba de que él le hubiera ido con el chisme a su padre, aunque sí le habría echado una buena bronca de haberla tenido enfrente. Claro que, por mucho escándalo que le hubiera montado, no podría quitarle la satisfacción de haber ayudado a salvar a Betsy. Dejar a la niña en casa de Samuel y Bertha, enferma como estaba, hubiera sido condenarla a morir; aunque eran dos personas maravillosas, que anteponían el bienestar de los niños que tenían a su cuidado al suyo propio, no podían hacer más de lo que ya hacían, que era mucho. Al menos, los pequeños a los que acogían no acababan vendidos a minas o fábricas, ni tenían que prostituirse.

Barbara Ross había sido muy valiente llevándose a Betsy con ella. Rezaba para que su tío Alan no le hiciera pagar su buena obra.[1]

Flora Pitt, su dama de compañía, ni siquiera se había enterado de su escapada en aquella ocasión. Y a Michael, su cochero y hombre de confianza, que hacía las veces de guardaespaldas en sus incursiones, ni se le pasaría por la cabeza delatarla.

Entonces, ¿quién había ido con el chivatazo a su padre?

Solo se le vino un nombre a la cabeza como posible soplón: Patrick Farraday. El condenado vizconde de Weymouth, fut

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