Atrapa a ese bombero (Un cuerpo muy especial 3)

Sandra Bree

Fragmento

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Soy Vega Ruiz y de pequeña soñaba con ser cantante, modelo y actriz. Mi sueño también incluía casarme con un hombre guapo, tener hijos de revista y dinero, mucho dinero. Sin embargo, mi madre se encargó de ponerme los pies en la tierra.

Ella me daba avisos sutiles. Por ejemplo cuando me escuchaba cantar, se ponía a susurrar cerca de mí: «Va a llover. Verás cómo al final va a llover y acabo de limpiar los cristales».

Una pena. Siempre he cantado con muchos sentimientos y ganas. A mí me la liaba que la canción se equivocase tantas veces porque entonces era cuando me oía rara. Con lo que a mí me gustaba cantar. Vamos, que era la más feliz del mundo con un micrófono en la mano. Aunque quién dice un micrófono dice cualquier cosa larga que yo pudiese envolver en mi palma. Un bolígrafo, una cuchara, el rodillo….

Lo de ser modelo también se quedó en el camino cuando no crecí lo suficiente. Unos centímetros más y hubiese sido una diosa. Una perfecta diosa. Pero con mi uno sesenta no daba la talla ni para ser guardia de tráfico —algo que también me gustaba—. Recuerdo que mi padre me decía que eso a mí se me podía dar muy bien ya que había sacado la misma mala leche de uno que él conocía. Su cuñado. Mi tío Alfredo, hermano de mi madre. También me decía que si me quitaban el mal genio, corría el peligro de perder mi encanto.

¡Bah! Soy del montón, como dice mi madre. Aunque no me queda claro si del montón de las guapas o de las feas. Eso es como el que ve el vaso medio lleno o medio vacío. Para ella siempre seré la más guapa, bonita y chiquirritina del mundo.

Soy delgada con muy buen tipo —a mí lo que me falla es la altura, ya lo he dicho antes—. Tengo pechos, dos y bien puestos, cintura estrecha y caderas con unas curvas muy atractivas. Un muchacho con el que salí un tiempo decía que era una muñequita. Pero ocurrió que esta muñequita tenía un cerebro y lo mandé a hacer una gira por el mundo cuando él me propuso hacer un trío. Cosas que pasan. Es que hay personas que ven mucho la televisión.

Con el tiempo me olvidé de ser modelo y actriz. Y también con lo de casarme con un hombre guapo. Me he dado cuenta de que me conformo tan solo con casarme.

No vayáis a pensar que soy una mujer fea o que estoy desesperada por formar una familia. De hecho creo que no me gustan los bebés. Ni los niños. Tal vez soporto a los adolescentes si vienen acompañados de una play o cualquier consola.

Tengo unos ojos muy bonitos y grandes, que luciría más y mejor si no llevase gafas, cosa que es imposible porque veo menos que un topo.

Mi pelo es largo y rubio. Siempre lo llevo recogido sobre la coronilla ya que molesta un montón tenerlo suelto. Eso de que un solo mechoncito toque mi cara me pone enferma. Creo que debo ser alérgica o algo. Tal vez a la crema suavizante o al champú. ¿Por qué nunca me he parado a comprobarlo? Otra opción podía ser cortarlo pero una vez lo llevé sobre la nuca y entre mi cara y mi estatura parecía un pan redondito.

Al final estudié. No tuve más remedio que hacerlo cuando me di cuenta de que por mi cara medio bonita no iba a conseguir nada. De modo que ahora trabajo en un parque con animales. Y no me refiero a que mis compañeros lo sean. Que alguno habrá, seguro. Me refiero a que soy bióloga y me paso el día entre el acuario y el tanque de los mamíferos acuáticos, sobre todo con Willy y Phoebe, una pareja de delfines que dentro de poco serán papás. Ellos son los únicos que me entienden y me consuelan. Y sobre todo, que no me critican, creo.

Hace poco recibí la invitación de bodas de la que una vez fue mi meja —mejor amiga— desde primaria. Más que una invitación diría que es una entrada, puesto que viene con un número de cuenta incluida. Es verdad, como dice el meme que corre en internet, que a una le dan ganas de domiciliarles el recibo de la luz y el gas, para que se jodan.

En realidad siempre éramos tres las chicas que íbamos a todos los lados juntas. Susana, Rosario y yo. Inseparables. Como los tres mosqueteros.

La que se casa es Rosario pero la llamamos Charo o Charito. Por lo menos así era antes de que se marchase a vivir a Madrid hace cinco años y se volviese gilipollas perdida. El contacto no lo habíamos perdido en ningún momento. Hablábamos por redes sociales, donde todo cristo se enteraba de lo que decíamos, y luego ella viajaba a Santander todas las Navidades, como el turrón.

Nuestras conversaciones eran muy variadas y, a pesar de llevarnos bien, teníamos muchos piques. Ella siempre fue una superromanticona, y a mí, lo de cagar arcoíris y corazones me empalagaba un montón.

No hay nada más ñoño que ver a dos enamorados diciéndose por Facebook cosas como: «El amor no hay que comprenderlo, hay que sentirlo» o «Donde reina el amor, sobran las leyes».

¡Arrg! ¿Qué leyes son esas? ¿Quién se puede tragar esas chorradas? ¿Qué pasa, que si estás enamorado puedes robar, que se perdona todo? ¡Venga ya!

El amor solo da dolor de cabeza. No es que lo diga yo, lo dice mi madre. ¡Pues no se ha tomado ella cajas de metamizol! ¡Como si fuesen pipas! A veces no se daba cuenta y hasta ofrecía a quien estuviese con ella. Básicamente a mí, claro.

Entre las cosas que ella me señalaba de cantar peor que un gato mojado, ser más baja que la temperatura en la Antártida y tener menos gracia que estornudar con diarrea, también me confesaba que mi padre le provocaba fuertes dolores de cabeza.

Lo que no entendí muy bien fue por qué se marchó él de casa en vez de ella. Sé que es algo que no me quedará nunca claro de no ser que mi madre me lo quiera explicar. Pero no lo hace. De mi padre no espero nada puesto que hace ocho años perdí todo contacto con él. Además, es que solo nombrarlo o pensar en él me causa mucho daño. Le quería muchísimo.

***

—¿Entonces qué vas a hacer? ¿Vas a ir a la boda o aún sigues pensándolo? —me preguntó Natalia una mañana. Faltaba un poco más de dos semanas para el evento.

Natalia era ayudante de laboratorio. Una muchacha muy maja y agradable que llevaba tres meses ya en la empresa. Era tan atenta que me había contado su vida con pelos y señales al menos cuatro veces. La cabrona podía haber sido modelo y actriz pero prefería trabajar y aprender. ¡Con el cuerpazo que tenía, la madre del amor hermoso, podía haberse ganado la vida con la gorra!

—No tengo más remedio que ir. Además, es que lo celebran aquí en Santander. Si lo hubiesen hecho en Madrid no iría ni harta de droga.

—¿Por qué odias tanto la capital?

Natalia se conocía mi vida a grandes rasgos. Lo básico, más que nada. Que cuando me di cuenta de que las novelas románticas eran pura ficción, me dediqué a jugar al fútbol y a montar en skateboard —lo que antes se llamaba monopatín—. Y como hasta los dieciséis no pude utilizar pantalón porque me rozaba la entrepierna y lo de mear, machacaba las faldas y me rompía las medias.

En aquella época pasé de ver películas como El diario de Noa a volverme fan total de la saga Terminator.

—En Madrid está mi padre —contesté.

—¡Pero aquello es muy grande! ¡No lo verías nunca!

—O sí. Con mi suerte eso no puedo saberlo. De todos modos si no voy, mejor, así no tendría ninguna posibilidad de verle.

—¿Y has pensado ya

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