Philomena, una institutriz desdichada (Institutrices 2)

Verónica Mengual

Fragmento

philomena_una_institutriz_desdichada-2

Prefacio

Desde el principio

La señorita Philomena Anderson llegó una tarde de invierno, lluviosa y con frío a la escuela de señoritas Dama Perfecta, ubicada en las afueras del ruidoso Londres. Contaba con ocho años y unas vivencias que dejarían a más de uno pasmado. Al conocer la historia de la niña, la directora del centro, la señorita Queen, de nombre Mayra, se apiadó de ella al instante y le dedicó más atención que a las demás señoritas o damas que llegaban al centro en busca de ayuda o de un futuro mejor.

Philomena había sufrido un accidente de carruaje, donde vio morir a sus padres ante sus ojos. A ella le había quedado una secuela leve en una pierna, pero los médicos confiaban en que el hueso se recompusiera por completo. Llegó amoratada y con signos visibles, y no tan visibles, de aquel trágico suceso. Las pesadillas se sucedían cada noche.

La señorita Queen estaba hastiada con esas familias de nobles que se deshacían de las muchachas cuando les eran un estorbo o no podían sacar nada de ellas, sobre todo al heredar un título, como sucedía en buena parte de los casos que había tratado. Otros padres dejaban a su cargo a sus hijas porque estaban demasiado atareados para atenderlas. Las chicas siempre eran una molestia para la que no tenían tiempo de dedicarse.

La gran familia de la escuela Dama Perfecta era de lo más variopinta, y en el momento en el que llegó Philomena Anderson, la señorita Queen dio gracias al cielo porque a ella misma le hubiese sucedido un caso parecido que la llevó a fundar la academia y, por ende, a ayudar a sus pupilas.

La niña que le fue entregada aquella angustiosa tarde llegó además muda, con la mirada perdida. Más que una jovencita parecía un fantasma de otro mundo. Dos años permaneció Philomena en la más absoluta soledad de la escuela. Mayra estaba desesperada y no sabía qué hacer con la niña. Lo había intentado todo: música, diálogo, mandarla con niñas más pequeñas que ella, con las mayores… ¡todo inútil!

Lejos de darla por imposible, la directora del centro se esforzó en infundirle ánimos, en abrazarla y no dejarla sola. Había desarrollado un vínculo especial con la maltrecha Philomena y se juró que no permitiría que nada malo le sucediese mientras dependiese de ella su bienestar.

El cielo se abrió y el sol salió otra tarde de verano. Llegó una niña de unos diez años muy peculiar. Su pelo rojo como el fuego y sus ojos claros iban a ser un problema para la señorita Rosemary Aldrich. La señorita Queen había vivido lo suficiente para saberlo, y además de lo llamativo de la apariencia de la niña, advirtió un carácter jovial, alegre y confiado que, en caso de caer en malas manos, sería perjudicial para la joven tentadora en que un día se convertiría. Rosemary, como una hija de un conde fallecido, era una dama por derecho propio, un título que la muchacha rechazó desde primera hora. A Mayra le gustó el gesto y su espíritu. Decidió mantener a esa joven bajo su ala y prometió que si era la cura, que tenía la esperanza que fuese, para su Philomena, no dejaría jamás que cayese en malas manos.

Si era la solución, le ofrecería como premio por su servicio con la pobre Philomena un puesto en su academia, y en caso de tener que mandarla a un trabajo fuera de la seguridad del recinto, averiguaría bien el historial del empleador. Esto último, Mayra lo hacía habitualmente, pero con ella dedicaría un tiempo extra, porque estaría siempre en deuda si fuese capaz de despertar a la niña apagada y triste, su Philomena, a la que quería como si fuese su propia hija.

Esa misma tarde, horas después de que Rosemary se aclimatase a su nueva vida en la academia, dejó a ambas niñas en la sala de música como si fuese a recrear un experimento científico. Pese a que Philomena no hablaba, ni se relacionaba con absolutamente nadie del centro, le gustaba tocar el piano y era excepcional haciéndolo.

La directora se quedó apartada de ambas, revisando en su pupitre varios documentos importantes que necesitaban su atención. De este modo se obligaría a concentrarse en su lectura y a dejarlas a las dos cierta libertad.

Como previó, la música que emanaba del instrumento hizo que la pequeña Rosemary se fuese acercando a Philomena. La señorita Aldrich se sentó en el banco del piano con su compañera y comenzó a tocar con ella. No era tan buena, pero no lo hacía nada mal. Durante más de una hora ambas estuvieron tocando en silencio.

Cuando Philomena no quiso tocar más, se levantó dispuesta a marcharse a su habitación. Mayra la tenía en un aposento a ella sola cerca de su dormitorio. Las pesadillas habían remitido, pero aun así no quería tenerla lejos. Cuando llegase a su dormitorio, la niña se iba a encontrar una sorpresa porque había acomodado a Rosemary con ella.

Se quedó sorprendida cuando, sin mediar palabra, Rosemary la siguió. Le agarró la mano y ambas se marcharon a la habitación. La directora las siguió de cerca, no quería que Philomena se alterase en caso de que Rosemary hiciese algo que la disgustase. La niña no era violenta, simplemente estaba triste y no había conseguido superar la muerte de sus padres.

Se situó tras la puerta de la habitación y oyó conversar a Rosemary. Le contaba por qué había llegado a la escuela, que sus parientes la habían repudiado tras la muerte de sus padres y que estaba triste como ella. Al ver que todo seguiría su curso Mayra se retiró para darles intimidad y confiar en el poder positivo que emanaba de Rosemary.

Dos semanas fue lo que tardó Rosemary en hacer que Philomena comenzase a hablar. Palabras cortas fueron dichas al principio, pero era más de lo que ella misma había conseguido en dos años. Supo en cuanto la vio que esa muchacha pelirroja sería la salvación de las dos criaturas más problemáticas del centro.

Así que al ver los progresos de Philomena decidió habilitar la habitación de ambas para una tercera compañera. La señorita Marianne Cooper, de la que sabía que tarde o temprano iba a tener que rendir cuentas, fue trasladada, aceptada y trasformada.

Con el paso de los años, Philomena, aunque seguía con su actitud desdichada, se trasformó en un ser lleno de vida, era una muchacha rubia, de ojos verdes y voluptuosa, demasiado bella. Mayra se alegraba de que hubiese florecido, pero al mismo tiempo temía que captase la atención de algún indeseable que pudiera lastimarla.

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