Tres caminos para llegar hasta mí

Sanna Liemis

Fragmento

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Prólogo

2 de diciembre, 2020 -Evangeline Rotter/Martins- Sesión 1

—¿Sabe por qué está aquí? —La mujer, con un elegante moño sobre su cabeza, un traje hecho a medida y un rictus serio, me lo preguntó con una voz ronca que rompía el lujo que la rodeaba. No le respondí. Él me había obligado a venir aquí. Era más fácil, no quería entenderme. No quería entender que se había acabado. ¿Eso me hacía una loca?

Seguí mirando por la ventana, a la nada, a aquel universo que odiaba. Yo quería el otro, el que me había sido arrebatado.

—Señora Rotter —insistió.

Giré lentamente. Una pequeña llama se encendió en mí cuando la escuché decir ese apellido. Ese no era mi nombre, nunca más lo sería.

—Es Martins.

—De acuerdo, señora Martins… ¿Quiere contarme por qué cree que ese es su apellido?

Suspiré con desgano. Hablarle a esa mujer no cambiaría nada, no mejoraría ni empeoraría lo que me estaba pasando. De todas maneras sentí que, a lo mejor, decir las cosas en voz alta las haría reales. Quizás debía hablar con alguien que no tuviera vínculos en toda esa situación. Con la vista clavada en el reflejo que me devolvía la ventana, comencé a hablar:

—Todo empezó un jueves de agosto. Ese día no fue el despertador el culpable de que me levantara, sino una puntada de nervios que hizo que abriera los ojos con pánico. Recuerdo haber tenido muchas ganas de llorar, como si me hubiese despedido de alguien muy importante.

La misma sensación me torturaba ahora en el consultorio de la doctora Potts. Respiré profundamente, intentando tragarme el nudo que había vuelto a instalarse en mi garganta.

—Eva… —el tono suave de la doctora atrajo mi atención—. ¿Por qué mejor no empiezas por contarme cómo era un día en tu vida? Ya sabes, tu rutina.

Asentí. Eso podía hacerlo, lo recordaba porque había hecho lo mismo por años.

—Me levantaba muy temprano, me vestía y programaba cincuenta minutos en el elíptico. Cuando terminaba, me duchaba y después me preparaba el desayuno de todos los días: media banana, la clara de un huevo y un aguacate. Me sentaba a mirar por la ventana de mi casa perfecta, en mi barrio ideal, tomando un café muy caro que sabía a pis de gato. Pero ese jueves… ese jueves sentí una inquietud creciendo dentro de mi pecho, no me imaginaba lo que estaba por pasar en las semanas siguientes. Y aún hoy, mirando hacia atrás, probablemente no lo hubiese creído.

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PRIMERA PARTE

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El mundo cambia

si dos se miran y se reconocen,

amar es desnudarse de los nombres.

Octavio Paz

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Capítulo 1

La perfección de Bas

Vivíamos en Sheffield, una ciudad al norte de Londres en la que nos habíamos instalado cuando terminamos nuestros estudios universitarios en Cambridge. Al principio me había enamorado de la ciudad, de sus muchos museos, de su invernadero que me cobijaba en la humedad y en el perfume de las incontables plantas que allí crecían. Había visto con la ilusión de los nuevos comienzos el ir a vivir lejos de todo lo conocido. Creí que allí iba a tener una libertad que había probado levemente porque, a pesar de haber podido vivir en una residencia, mis padres también eran de Cambridge.

Sin embargo, y de manera totalmente innecesaria, habíamos ido a vivir a un barrio cerrado. Y sí, en apariencia era abierto, pero tenía más control del que había visto en mi vida. Cada paso que dábamos, cada auto que teníamos, cada perro, cada gato, cada pájaro en su jaula, todo era contabilizado y cobrado por separado. Niños: hasta dos por familia, para que no hubiera superpoblación de ruidos molestos. No, no estaba ni en China ni en el futuro, era el 2020 nuestro de cada día.

Las casas eran idénticas: perfectas columnas blancas sostenían tres grandes ventanales que mostraban lugares estratégicos del interior. La cocina, por un lado, la mesa del salón, por otro, y el sofá con la enorme televisión de pantalla plana podía verse en el último ventanal. Pocos detalles se le podían agregar porque eran casas pensadas para no ser más que sus vecinas y por eso eran, esencialmente, transparentes. Todas debían tener el sofá gris claro, detalles de colores solo en gama pastel celeste, lila o rosa; mesas de vidrio, muebles de madera oscura.

Aparentemente se podía ver todo, aunque en la realidad solo se veían retazos de la vida que había en cada casa. Mi marido, Bastian, que era el arquitecto principal del proyecto, las había pensado de manera perfecta, claro. Como todo.

Miré mi ropa. Las mallas grises, sudadera rosa pastel y tenis grises con líneas rosas. Mi pelo rubio de bote, que llegaba hasta debajo de mi pecho, estaba aquel día desordenado en una coleta alta. Bas no me exigía colores específicos de ropa, pero yo no quería desentonar. Rosa y gris. Gris y rosa.

Llevábamos casados diez años. Él venía de una familia disfuncional, y yo venía de una familia unida y cariñosa, pero la rebeldía e inmadurez de aquellos años me habían hecho tomar decisiones equivocadas. A medida que pasaba el tiempo, yo ya no me sentía parte de mi familia. Dejé de llamarlos, de verlos, de reunirme con ellos. No crea que no tenía la necesidad de contarle a mi madre cómo me sentía en esta vida nueva que tenía, pero me avergonzaba de mis actitudes y ya no sabía cómo volver a conectar con ellos. Mis padres solían llamarme todos los sábados. Si los atendía, les hablaba muy brevemente y me despedía con alguna excusa tonta. Mis hermanos, los dos mayores que yo, ya no insistían tanto en comunicarse conmigo.

Bastian era huérfano y de alguna manera me condicioné para sentir culpa si yo hacía gala de una familia que él nunca tendría. Así que nos convertimos uno en la familia del otro.

Nuestro noviazgo fue corto, y la pedida de mano y la consiguiente ceremonia fue un trámite sin sentimientos. Pero no me importaba, quería los papeles firmados, salir del pozo de soledad en el que me había sumido después de una experiencia sentimental que me había desgarrado por dentro.

Me gustaría que entendiera que yo no era así, como me ve ahora, tan trist

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