Clavada en mi corazón (El Elel: Historia de un amor 2)

Laura Kovacs

Fragmento

clavada_en_mi_corazon-4

Capítulo 1

Al toque de las campanillas...

Cuando la tarde se hacía noche

y los fantasmas del pasado

venían a requerir...

Reducción de Nuestra Señora del Pilar de los Serranos, abril de 1756.

—Pero mi princesa... dígame, m’hija, ¿por qué si ha puesto isa ropa? —me habló mi ane[1].

Mi quipá[2] viejo y gastado reemplazaba al casto vestido que los curitas de la serranía me decían que usase. Lo pedían con un tono de voz que asemejaba una orden; en especial el padre José. El otro, no. «Tomakín», como lo llamaban los de los toldos, tenía una forma más de ternura que de reclamo. Pero igual nos hacían sentir intrusos entre nosotros.

Era para resaltar la pulcritud de los pisos a los que debíamos limpiar varias veces al día. «Nada como un trabajo bien hecho», nos decía el misionero, señalándonos con el dedo cuando gustaba ver la decente tarea que desempeñábamos contra nuestra voluntad; con más ganas de subir al monte a cazar que a mantener el piso de barro apisonado tan limpito que hasta se podía comer como en el rincón de los fogones.

Con la mirada todavía extraviada del mal dormir y el corazón arrugado por la nostalgia, espié a Josefa. Los grillos me habían dado en qué pensar y acabé por levantarme para espantar los malos pensamientos.

—¿Y qué hay con mi vestido? Me haces enojar... Mita, estoy con sueño como para que continúes tu reclamo —respondí haciendo memoria que ella me contemplaba con la mirada aguada.

Esta mañana mi espíritu había vadeado la laguna y seguramente se detuvo en el momento justo en el que el alma de mi padre se despidió. Porque amanecí rebelde y con ganas de reclamar lo mío; aquello que me había sido dado y quitado casi en el mismo instante. Un amor que superaba con creces de los que se decían «para siempre». Uno de esos que son parte de la misma eternidad de «las dormidas»; sin tiempos ni fronteras. Que se dedican a esperar mansos la vuelta del ser querido; que se nutren de sus promesas punteadas a fuego en el corazón amante. Y que nunca, y en eso me declaro vencedora, van a dar un traspié pensando en otra persona que no sea la elegida. Por eso se sufre tanto la ausencia.

Lo que daría por volverlo a ver, me dije acariciando el licho[3], regalo de mi «bravo», de un añil que resplandecía los ojos. Me había contado que las mujeres de otro lugar lo habían hecho con «cochinillas»[4] y luego secado con orina para que el tinte no se le pierda. Poca cosa amaba más y había traído desde tan lejos.

—Pero si sabe, me creatura, que los padrecitos, tan güenos como il pan, solo quieren lo mejor pa’ usté y su gurí[5]... —Continuaba con sus explicaciones mi Josefa, sin entender que no era oída. Me hallaba escondida entre mis penas y no aceptaba reproches.

—¿Lo mejor? —le pregunté en un momento en que el fastidio colmó su medida, mientras buscaba abrazarme el cuerpo para apañarme—, lo mejor se fue. Lo mejor ya pasó y no va a volver...

Porque era como me sentía. Insistir con la cuestión solo significaba agrandar la herida. Y la verdad, ni sangre para regar quedaba después de haber puesto mi vida entera a los pies del rey toldero.

Esperarlo había sido mi anhelo los primeros días. Hasta descubrir que las lunas se sucedían sin darme tregua a esta esperanza sonsa de creer que regresaría; a mí, a nuestro cachorro, que se había adelantado a las cuentas de Mita...

—Ayyy, ¿si la juera a dejá sola? Mire qui e ingrata. Su hombre va a volvé como e me llamo Josefa Pinto, ¿mire, osté, si no vua a sabé?

La mujer acomodaba unos trastos sin mirarme, porque si lo hacía se daría cuenta de que seguía sin escucharla. En este instante viajaba. A un sitio desconocido; donde la frontera se tornaba yerma y el cielo supuraba el calor del desierto.

—Claro que sé —le dije volviendo y respirando con fuerza—; que tuve a su hijo, ya casi un hombrecito, dígame, y ni noticias del felón. Nadie para decirme nomás si está vivo... —«Si me extraña, si me ama todavía tanto como yo a él. Si su corazón ya me olvidó»—. Pero alguna vez nos volveremos a cruzar, por la vida de mi Alenk, y le juro que va a oírme. Aunque sea lo último que haga...

Algunas veces como esta, me daba por ponerme a rezongar. Otras, en cambio, la pena me abatía hasta dejarme sin fuerzas; aunque siempre terminaba batallando con mi jam.

Negando con la cabeza y una mirada amarga, Josefa salió del cuarto que ocupaba junto a mi hijo. Sabía que la tenía perdida; que esta vez me había empecinado en ver todo en tonos oscuros y no habría forma de convencerme.

Los recuerdos tampoco me ayudaban a superar el mal trago. Mis pensamientos corrían con desazón hacia esa última tarde, cuando el rey buscó protegerme para dejarme aislada de la desgracia que acontecía. Sin suponer que mis sentidos avispados por la señal de «las dormidas» harían vibrarme el cuerpo al grito de triunfo de los soldados junto al gemir de mis hermanos. Los padrecitos me encontraron y me llevaron con ellos. Y tuve una inmensa alegría al enterarme de que Mita —mi querida... mi adorada Mita— estaba viva.

Los curitas de la Compañía de Jesús, los penkopeneke[6], hacían el prodigioso intento de cambiarnos las creencias; de hacernos buenos ijen[7], algo imposible para nuestro pueblo, en especial si se pensaba en las mujeres que siempre se estaban entreverando por cualquier cuestión.

¡Cuánto me había costado no desear la muerte! Sin conocer la suerte de mi hombre y que mi hijo viniera a nacer sin esperarlo... Sabía que mi cacique se había marchado al sur a buscar ayuda. Pero de esto ya hacía mucho, mucho tiempo.

Mi Alenk, Manuel para los cristianos que me ayudaron en una llegada difícil. La propia Mita que no quería, pero ellos insistieron. Tanto que sin su socorro hoy no estaría entre los vivos. Ni mi hermoso niño hubiese visto la asher[8]. Los dejé tirarle «agua bendita», si con eso los dejaba tranquilos. ¡Con todo lo que habían hecho por mi hijo! ¿Qué mal le podían hacer?

Se trató de un machito igualito a su papá. Con los años, y a medida que fue creciendo, acostumbraba preguntarme por qué los demás niños tenían quién les enseñara a montar o los llevasen de auken[9]. «¿Quién es mi padre? ¿Cuándo va a volver...?». «Un valiente cacique, mi amor, un tehuelche con más garra que toda la toldería junta».

Ahí nomás era cuando una mirada tan oscura como la noche serrana se me aparecía y me imaginaba que todo volvía a comenzar, que la herida sangraba como recién abierta y mis ojos se humedecían con la melancolía de la pérdida.

Porque así me venía sintiendo desde el día que él se fue... Perdida, loca de tristeza y notando el desamparo de sus brazos rodeando mi cuerpo. Y hasta mis entrañas clamaban por su vuelta. Esa promesa que me hizo y no cumplió. Porque ya mi pequeño estaba en el mundo y de él, ni mentas. O nos había olvidado o... «No. Lo sabría», me reté suspirosa. Ya mis «madrecitas» me lo habrían contado. Algo le estaría pasando, me consolé,

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