Atrapada en el botón de tu vaquero (Cinco chicos con suerte 1)

Mayeda Laurens

Fragmento

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Capítulo 1

―¡Llego tarde! ¡Llego tarde! ¡Por favor! ¡Dejen paso!

Nada, ni una sola persona de las que bloquean mi camino se digna a dejarme sitio. ¡Dios! ¿No se dan cuenta de que llevan a una loca resoplándoles en la nuca?

He tomado este tren un montón de veces y jamás he visto la estación tan atestada de gente, pero parece ser que hoy, justo hoy, todos los turistas del mundo han decidido abarrotarla. Porque sí, porque son turistas y punto. Nadie, si no es por estar de vacaciones, camina tan relajado cuando tiene que subir a un tren.

Está bien, ya me he cansado de ser educada. Agarro el asa de mi maleta de cuatro ruedas con firmeza y la asciendo de categoría: desde ahora es el carrito del demonio. Me lío a empujones con todo el que se me pone delante y, con la cara más inocente que logro componer, voy soltando disculpas a diestro y siniestro. Mientras introduzco la maleta por el control de equipaje, estiro el cuello todo lo que puedo y miro por la ventana buscando el andén al que debo dirigirme. ¡Horror! Mi tren está ahí. ¿Cuánto tiempo tengo para subir? Da igual, sé que debo volar. Literalmente. En cuanto veo mis pertenencias aparecer, me tiro casi en plancha a por ellas y emprendo una loca carrera hasta las puertas de acceso a las vías. Por fortuna, no hay cola, así que, con el bolso colgando de mala manera de mi codo, mi maleta de cuatro ruedas funcionando sobre una sola, y mi cuidado peinado haciéndome ahora parecer la diosa Medusa, planto en las narices de la amable señorita la pantalla de mi móvil mostrando mi billete. Como se da cuenta de mi apuro, aunque no hace falta tener un máster para ello, no tarda en dejarme libre el camino para que pueda continuar.

―¡Mierda! ¿Dónde está mi vagón?

No tengo tiempo para averiguarlo. Desde lejos veo al revisor asomando la cabeza para comprobar que nadie más espera en el andén. No me gusta perder las formas, pero menos aún perder el único tren que me llevará a mi destino en hora, por lo que, olvidándome de todo, grito a pleno pulmón:

―¡Espere! ¡Falto yo!

Creo que no me ha oído, de modo que, como si en verdad fuera la sobrina tuneada del Inspector Gadget, imagino que mis piernas se estiran hasta convertirse en zancos y alargo mis brazos para lanzarme de cabeza a la puerta del tren más cercana a mí. Tal cual. Tanto que, aunque consigo subir, de pronto me he convertido en la nueva pegatina de la ventana de enfrente. Ahí me he quedado. Entre la de prohibido fumar y cuidado con el escalón.

Por suerte o por desgracia, aún hay gente colocando su equipaje en la zona habilitada para ello. Y no dejan de mirarme. Pero eso da igual: he conseguido mi objetivo. Hoy será un gran día.

***

Con toda la dignidad que una puede tener tras esta entrada triunfal, y después de haberme dejado caer hasta el suelo para recuperar el aliento, me levanto con aires de reina, rechazando la ayuda de un señor mayor que me mira con algo de censura en sus ojos, como si repitiera el mismo mantra que mi abuela: «La juventud de hoy en día no sabe comportarse». Quizás ha sido eso lo que me ha llevado a desestimar su ayuda. Pero, en cuanto consigo ponerme de pie, me arrepiento de haber sido tan altiva, ya que pierdo el apoyo y vuelvo al suelo porque uno de mis tacones se ha roto en algún momento de mi loca carrera. Con toda probabilidad, al hacer de Superwoman. No pasa nada.

«Tranquila, Laura. Hoy puede ser un gran día».

Sí, mi dignidad ha sufrido un duro golpe. En consecuencia, esta vez, me incorporo con cuidado y, con los andares de un pavo mareado, pero pavo real al fin y al cabo, coloco la correa del bolso en mi hombro, ahora sí utilizo las cuatro ruedas de mi maleta para dejarla de pie y busco en mi móvil el número de vagón. El 7. Perfecto. Es el último. Una sonrisa radiante ilumina mi rostro y elevo los ojos al panel informativo que hay justo sobre la puerta que da acceso a los asientos. «Coche 1».

―¿En serio?

Por supuesto, no se lo pregunto a nadie. La única persona que había conmigo se ha largado. Supongo que el anciano al que he osado rechazar me ha abandonado a mi suerte sin mirar atrás. Total, ya que estoy sola, sigo hablando en alto.

―Fantástico. Ahora te toca atravesar coja todo el maldito tren, y tirando de la maleta, además.

Reconozco que la opción de quedarme todo el viaje de pie, en el mismo lugar en el que estoy, para evitar que alguien me vea de esta guisa, no resulta muy agradable y, por tanto, no es válida. Así que inspiro profundamente y cambio de la posición de pavo real mareado a palomo cojo, pero con el pecho bien hinchado. Se entiende, ¿no? Por lo de «pecho palomo». Bueno, es igual. El caso es que me acerco a las puertas y comienzo mi periplo a paso de tortuga vieja, por si las moscas.

¿A estas aturas me he dejado algún bicho sin nombrar?

En fin, un buen rato después durante el cual he sentido todas y cada una de las miradas de los pasajeros sobre mi lastimosa persona, llego por fin a mi asiento. Como soy previsora y no me gusta perder el tiempo, ni siquiera durante los viajes, acostumbro a comprar las cuatro plazas que rodean la mesa para poder trabajar a gusto. Las cuatro. ¿Qué? Necesito espacio para desplegar mi arsenal: ordenador, libreta, bolis de colores, móvil, termo de café y la bolsa con las galletas de chocolate. Es todo un ejercicio de logística imposible de realizar en un solo asiento. Sí, se puede considerar una excentricidad. Vale, lo es. Pero la universidad cubre el gasto de mi transporte y yo, en lugar de viajar en una clase superior, prefiero invertirlo en cuatro plazas y hacerme con la mesa de centro.

La gente me mira mal. Igual están esperando a que el resto de los viajeros que suban en las siguientes paradas me digan unas cuantas cosas. ¡Pues mala suerte! Esta mesa es solo para mí. Además, que miren lo que quieran. No me importa.

Cuando todo el material está colocado tal y como a mí me gusta, me apoyo en el respaldo del asiento y doy un largo trago a mi café.

Y lo escupo sobre la pantalla del ordenador.

―¡Joder!

Sin poder evitarlo, vuelvo a ser el centro de atención. Yo, que adoro pasar desapercibida, aunque no siempre lo consiga… ¡Pero es que me he quemado! El puñetero café está ardiendo. ¿Qué iba a hacer? ¿Tragarlo? Pues no. ¿Y si me quemo la garganta y en lugar de terminar dando la master class en la universidad acabo dando explicaciones en el mostrador de urgencias de cualquier hospital? Por esto último no me iban a pagar.

Dejo el termo en la mesa y saco un pañuelo de papel de mi bolso que, por si no lo había dicho, es exactamente igual que el de Mary Poppins, solo que en lugar de guardar un perchero, un espejo, una planta y una lámpara, yo llevo ropa de recambio, neceser, cargadores varios, un par de bolsas de chucherías como emergencia en caso de que me baje el azúcar, un paraguas por si cambia el tiempo de repente y unas zapatillas de deporte.

¡Es verdad! Sin pensarlo dos veces, me quito los zapatos de tacón y los coloco en el asiento de al lado. Busco unos calcetines dentro de mi bolso y, tras ponérmelos ante la atenta mirada ―otra vez― de algún que otro pasajero aburrido, me calzo las deportivas. He perdido el glamur. Pero no de forma permanente. Sé que en algún lugar llevo un tubito de pegamento fuerte. Lo uso para

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