El amor de Anna

Paulina Briones

Fragmento

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Prólogo

—Anna, ¡te dije que bajaras a cenar!

La puerta se abrió de golpe, sin embargo, la niña ni se inmutó, solo era consciente del terrible retumbar de su cabeza mientras un intenso fuego ardía por todo su frágil cuerpo.

—Maldita escuincla del demonio. No sé por qué mi cuñado te aguanta tantos caprichos...

La tía Amelia levantó la sábana bajo la cual el inerte cuerpecillo de la chiquilla temblaba sin control.

—¡Deja de fingir! ¡Estoy harta de tus berrinches! —Sin el menor miramiento, tomó a la niña de los hombros y la sacudió con fuerza. Al ver que no reaccionaba, comenzó a preocuparse—. ¡Maldición! ¿Ahora qué le voy a decir a tu padre?

Cuando el día anterior había mandado a la doncella a que le diera un baño con agua helada, como castigo por haber salido a montar sin su permiso, no creyó que eso pudiese tener consecuencias. Para su desgracia, la cría ardía en fiebre y no se veía nada bien.

—¡Alicia! —gritó varias veces a la doncella.

—Sí, milady.

—Di a Jonás que te lleve al pueblo por el médico. Si alguien pregunta, Anna cayó al estanque congelado. ¿Comprendes...?

—Sí, milady, por mi boca nada saldrá, a excepción de lo que usted ordene, claro.

El médico llegó cerca del atardecer, examinó a la niña y determinó que tenía pulmonía.

—Aunque la condición de la pequeña es delicada, tengo grandes esperanzas. Esperemos que su juventud actúe en favor, sin embargo, pueden surgir complicaciones, por ello sugiero que se le dé aviso al duque cuanto antes —expresó el galeno al tiempo que anotaba las instrucciones para el suministro de los medicamentos.

—Por supuesto. Me encargaré de ello personalmente —respondió Amelia. Por ningún motivo pensaba poner a su cuñado en aviso, a menos de que la gravedad de la niña aumentara.

Anna pasó una interminable semana entre fiebres y delirios. En el frenesí, no dejaba de llamar a su madre muerta y al padre ausente.

—Vaya, por fin se digna a despertar la princesa.

Lo último que habría deseado Anna, al abrir los ojos, era ver el amargado rostro de su tía. Quiso preguntar por su padre, pero las palabras salieron ásperas, apenas audibles. Le picaba horrores la garganta y sentía la boca seca.

—Alicia, dale agua a la escuincla, pero solo medio vaso. No quiero que se atragante, como es su costumbre.

—¿Papá? —repitió en un susurro.

—Sigue en Londres. —Una sonrisa malévola cruzó sus labios—. ¿Acaso creíste que vendría de prisa solo por una gripe?

—No, si no se lo dijiste.

—¿Qué estás...? —Respiró hondo—. Haré de cuenta que no acabo de escuchar semejante aberración. Por supuesto que le avisé. Tu padre es un hombre con múltiples ocupaciones y lo que menos desea es complicarse con los berrinches de una niña. ¿Hasta cuándo vas a entender que la vida de los demás, en especial la de Nicholas, no gira en torno tuyo?

—Pero...

—Nada, niña. No veo la hora de que te largues de aquí. Estoy convencida de que la señorita Steel hará un magnífico trabajo contigo.

Anna, con el corazón encogido por la tristeza, prefirió mantenerse en silencio. Aunque aún era muy joven, entendía que, desde la muerte de su madre, las cosas habían cambiado y, por desgracia para ella, para mal. En especial su padre, el cual se había vuelto distante y taciturno, pero eso no justificaba que la abandonara en manos de la despiadada tía Amelia y su terrible hija Lineth.

Hacía solo unas semanas desde que un lacayo la dejara a las puertas del hogar de su tía, sin embargo, a ella le habían parecido meses. En un principio, la aterraba la idea de ir de interna a un colegio para señoritas; en esos momentos, era lo que más añoraba.

Respiró con alivio cuando vio salir a la tía de su habitación. Aunque, sin contar a su padre, esa mujer era su pariente más cercano, algo en ella no le terminaba por gustar.

—¿Cómo estás, mi niña?

—¡Nana! —Se abrazó al regazo de la regordeta mujer que acababa de entrar en su habitación.

—¿Qué hiciste esta vez? —La nana acarició con ternura los cabellos castaños de la chiquilla.

—Nada. Igual que la vez anterior y la anterior de la anterior.

—¿Entonces? —inquirió alzando las cejas.

—Lineth —musitó en un tono que explicaba todo.

Desde que Anna había llegado, Lineth no perdía oportunidad de meterla en problemas y culparla por cuanta travesura o maldad que, con alevosía, realizaba; como en esa ocasión en la que su terrible prima estuvo deslizándose por el pasamanos de la escalera y quebró un delicado jarrón.

Para desgracia de Anna, la tía Amelia se había materializado casi al instante en que el sonido de la porcelana al resquebrajarse inundara el salón. Como consecuencia de estar en el lugar equivocado en el momento menos indicado, terminó inculpada, con las manos rojas a causa del par de abanicazos que recibió y reclusa en su habitación por los siguientes tres días.

—En verdad no entiendo qué le pasa a tu padre. ¿En qué cabeza cabe dejar a una inocente criatura en las manos de semejantes arpías? —Cuando menos acordó, la buena mujer había externado su pensar en voz alta.

—Está triste por la muerte de mamá.

—Eso lo entiendo, mi chiquilla, más no es justificación alguna para abandonarte aquí.

—La tía dice que es mi culpa por no ser buena niña.

—¿¡Qué!? ¿Cómo se atreve a...? —Respiró hondo para calmar las terribles ganas de gritarle a esa serpiente dos que tres verdades; por desgracia para ambas, eso no sería factible; lo que menos necesitaba su pequeña eran más problemas. Además, si la víbora la echaba, no podría estar cerca de ella—. Escúchame bien, Anna, quítate esa absurda idea de la cabeza. No hay hija mejor que tú y, por supuesto, no has hecho nada malo.

—Pero la tía dice...

—La señora puede decir misa en latín si así le apetece, sin embargo, eso no significa que tenga la razón o que sea verdad. —La estrechó con mayor fuerza—. No quiero que te dejes afectar por la maldad de ese par. Algún día tu padre se dará cuenta de lo que en realidad son, entonces, la paz volverá a tu vida.

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Capítulo 1

Internado para señoritas Courtstore.

—¿Anna Cavendish? —llamó la señorita Stevenson—. Tienes correspondencia.

Con su característica gracia natural, la niña se levantó de su pupitre y caminó hasta posarse frente a su maestra, la cual le entregó un sobre. Al ver el sello ducal, se emocionó sobremanera; en los tres meses que llevaba ahí, era la primera carta que recibía, y que esta fuera de su amado padre estuvo a punto de hacerla llorar. Tarde se le hacía para que llegara la hora del receso y corriera debajo de su árbol favorito para sentarse a leerla. Era tal su emoción que no reparó en las risas burlonas que el grupo de Lineth t

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