Los condes no se casan con doncellas (Serie Chadwick 3)

Mariam Orazal

Fragmento

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Capítulo 1

Nymphouse, Rochester. Enero de 1817.

No había un chiquillo más travieso que Eric Chadwick. Poseía un rostro angelical y adorable, idéntico, según la abuela, al de su padre cuando era un niño. Los bucles rubios caían desordenados sobre su dura cabecita y los ojos color miel, brillantes y grandes como un océano de trigo, eran la personificación de la ternura y la bondad. Pero las apariencias engañan, y, si bien un observador casual podía confundirlo con un ángel, los que le conocían sabían que por sus venas corría la obstinación e imprudencia de los Chadwick, aunque solo había un miembro de la familia en concreto con quien todos comparaban al muchacho cuando lo descubrían en una de sus balandronadas: su tía Megan, lady Riversey.

«Alguien debería decirle a Megan que no enseñe a mi hijo a birlar dinero de los bolsillos ajenos», se lamentaba Marcus Chadwick a menudo, sin saber que aquella habilidad en concreto se la había enseñado el marido de su hermana, el marqués de Riversey.

Desde luego, la pareja formada por los marqueses azuzaba el espíritu rebelde del joven Eric, pero había que reconocer que el ingenio y la temeridad venían en la sangre del muchacho.

En aquel preciso momento, la bendita criatura había vuelto a escabullirse de su habitación con absoluto sigilo y sin que la pobre niñera, Judith, se hubiera dado cuenta hasta pasada la hora de la cena.

No habría ido muy lejos. No era probable que hubiera abandonado la casa, sobre todo teniendo en cuenta que aquella noche se celebraba una fiesta en Nymphouse y que al joven Eric le encantaba el bullicio y la algarabía en cualquiera de sus formas.

Estaba en la fiesta. Escondido en alguno de sus rincones secretos.

Por suerte, Hannah Lubrelle los conocía todos; desde el hueco de la escalera del patio trasero hasta el armario del recibidor en el que se colaba para averiguar quién iba y venía, sin olvidar los bajos de las camas o las zonas ocultas por las cortinas. El señorito Eric era un mago del escapismo, pero el eficiente servicio de Nymphouse estaba más que cualificado para búsquedas de fugitivos.

En la misión de aquella noche intervenían Sam y Lucien, dos jóvenes lacayos que se ocupaban de inspeccionar los accesos al salón y el trayecto hasta la cocina; Silvia y Edith que, al tiempo que iban retirando el menaje sucio de las mesas, aprovechaban para levantar los manteles y mirar debajo; también John y Matt, los camareros, se paseaban por el salón con sus bandejas en una mano mientras con la otra iban apartando cortinas, escudriñando tras los sillones y sofás que habían sido apartados hacia las paredes y asomándose por las ventanas para asegurarse de que no hubiera elegido el jardín para espiar.

El cuerpo de casa de Nymphouse contaba con medio centenar de personas, por lo que no era probable que se estuviese mermando el servicio a los invitados de la fiesta de sus patrones.

Vigilando el desarrollo de la misión, se encontraba la jefa de operaciones, la mismísima doncella personal de la vizcondesa de Collington, Hannah Lubrelle, a quien debían hacer un gesto de ojos cuando lo localizasen.

Por el momento, la búsqueda había resultado infructuosa, pero la noche era joven, y Eric podía haberse entretenido en el camino de su habitación al salón, pues también era bien sabido que tenía tendencia a distraerse con cualquier musaraña. Para ello, la niñera, el ama de llaves, McPeere, y otro par de doncellas registraban el resto de la casa.

Hannah podría estar molesta por tener que interrumpir su descanso y ponerse a buscar al mocoso, pero resultaba que adoraba a ese niño con toda su alma, y, por añadidura, le divertían aquellas misiones de captura. Además, la expresión de enfurruñamiento de lord Eric —para Hannah, todos sus patrones eran lores y ladies, ya les correspondiese el título o no— era tan tierna y graciosa cuando le pillaban que ella siempre cruzaba los dedos por ser quien lo encontrase.

Hannah creía saber lo que era el amor; lo había experimentado en sus múltiples formas, pero nunca hubiera imaginado que llegaría a sentir aquella adoración incondicional por un bebé que no fuera suyo. Lo que le unía a Eric Chadwick era pura e indolente devoción.

A decir verdad, lo que sentía por los Collington era un afecto que escapaba a su compresión. Daría cualquier cosa por ellos, sacrificaría hasta su misma vida; tan enorme era la gratitud que les guardaba por haberle dado una existencia tranquila y dichosa.

Tan diferente de lo que había conocido.

Hannah parpadeó para ahuyentar los recuerdos. Los tenía bajo control la mayor parte del tiempo, pero en los momentos más dulces, cuando el orgullo la invadía por aquello que tenía, las insidiosas zarpas del pasado le enviaban un recordatorio de advertencia.

Tenía más de lo había soñado tener y se cuidaba mucho de conservarlo. Su vida era tranquila, pacífica, segura. Desde que se trasladase a Nymphouse, había adquirido también un sentimiento de arraigo que antes le había faltado. Aquel era su hogar, el primero que podía recordar. Allí se sentía querida, necesaria, útil. Y en eso tenían mucho que ver sus patrones.

Marcus Chadwick, vizconde de Collington, era un hombre afable y ecuánime. Era cierto que exigía mucho a todos los miembros del servicio que trabajaban para él, pero mostraba un gran respeto y deferencia por todos ellos. Era un jefe justo y dadivoso, que además había desarrollado una alta tolerancia por los tejemanejes de Hannah.

Lady Collington, Lauren, era lo más parecido a una familia que Hannah había tenido en toda su vida. No acababa de decidir si se sentía como una hermana o como una madre, pues a pesar de llevarse apenas siete años de diferencia, le parecía que existía un abismo de conocimientos y vivencias entre ellas.

Hannah había correteado mucho mundo y no había hallado en él fascinantes aventuras ni gloriosas vivencias. Había madurado a marchas forzadas, había aprendido lecciones sin siquiera merecerlas y había pagado la penitencia sin cometer el pecado; pero eso fue antes de los Malone.

Hannah Lubrelle volvió a nacer el 23 de noviembre de 1809, cuando una educada y distinguida lady Aileen Malone le propuso ser contratada como doncella de su única hija. En aquel entonces hubiera trabajado de tabernera, pero, por una vez, la suerte se puso de su lado y permitió que una dulce e ingenua Lauren Malone entrara en su vida. Con apenas diecisiete años, una inteligencia notable y un montón de inseguridades a su espalda, Lauren se abrió a codazos un hueco en el corazón que ella creía roto y desahuciado; y allí se quedó.

Ocho años después, ese amor incondicional se había hecho extensivo a aquel pequeño diablillo de infante que andaban rastreando. Esta era su familia, la familia a la que servía, pero también aquella que la respetaba y la apreciaba, aquella que le hacía sentir segura e importante.

Las risitas nerviosas de lady Sara Penwick y de la señorita Catlin Sorenson, que cuchicheaban a pocos pasos de distancia, la sacaron del ensimismamiento. Miró hacia su derecha y comprobó que las muchachas se cubrían la boca para ocultar la sonrisa y se giraban de vez en cuando a mirar el vuelo trasero de sus faldas, por donde asomaban unos rizos rubios que Hannah conocía muy bien.

«Así que el pillastre las estaba utilizando c

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