Amor y dolor (Rosa blanca 3)

Laura A. López

Fragmento

amor_y_dolor-2

Capítulo 1

Londres, 1836

Lady Anne era una joven de 17 años, sencilla y vivaz, rubia de ojos entre azules y verdes, toda una beldad, tenía una prima a la que quería como una hermana, lady Cecilia Woods. Cecilia era extraña pero muy amistosa, la mejor amiga de Anne, y estaba la pequeña pelirroja lady Imogen de 12 años, quien vivía en su pequeño mundo de fantasía, y que pronto sería enviada a una escuela para señoritas.

Lord Charles Woods, conde de Torrington, amaba a las tres niñas y más a su sobrina Cecilia, pues había quedado huérfana a los 5 años de edad. Sus padres habían muerto en un incendio en su mansión y nunca supieron qué sucedió, solo Cecilia se había salvado.

—Charles, pronto presentaremos a Anne en sociedad, ¿crees que no habrá problemas para que consiga un buen matrimonio? —preguntó la condesa, preocupada por ubicar a su hija con un excelente partido.

—Ella es una joven bien educada y llena de gracia —mencionó, intentando calmar las inseguridades de su esposa.

—Está bien, la llevaré a la modista para que se haga preciosos vestidos, de esa forma, es probable que consiga los mejores partidos.

—No gastes mucho, querida, recuerda que el barón Hebert de Ros puede dejarnos en la ruina y debemos guardar cada penique.

—Lo sé, no hace falta recordar a ese estafador. Solo un buen matrimonio para Anne nos salvaría de ese hombre.

—Anne lo conseguirá, potencial le sobra.

La condesa asintió y subió a ver a las tres niñas, que casi siempre discutían entre ellas.

—Anne, prepárate, vamos a salir —avisó su madre.

—Sí, madre —obedeció Anne, buscando su sombrero.

—¿Puedo acompañarlas, madre? —preguntó Cecilia.

—Cecilia, no puedes ir —agregó su madre.

—¿Madre, por qué? —la cuestionó.

—Porque le compraré vestidos a Anne para su presentación.

—¡¿Por qué solo a ella?! —se quejó haciendo un berrinche con los pies y moviendo su vestido como una niña malcriada.

—Porque ella cumple los requerimientos de la edad, Cecilia.

Con los brazos cruzados, enojada y llena de envidia, Cecilia observaba cómo su madre le colocaba correctamente el sombrero a Anne.

Ella odiaba que la dejaran de lado, pese que los condes jamás la habían tratado mal, incluso, la consideraban una hija más y por lo cual tenía las mismas oportunidades que el resto de las hijas del matrimonio.

—Madre, llevemos a Cecilia para que no se sienta mal, ¿podemos? —pidió mirando cómplice a su prima, amiga y hermana, Cecilia.

Anne tenía un gran corazón, amaba a su prima Cecilia, eran confidentes y se llevaban pocos años, por lo tanto se daban las palabras entre ambas.

—¿Y yo puedo ir, madre? —preguntó la pequeña, Imogen.

—Querida, ya seríamos multitud —manifestó su madre besando su frente.

—¿Quién querría llevar al fuego de las manos? —se burló Cecilia, haciendo referencia al pelirrojo cabello de Imogen.

—No seas así, Cecilia —dijo Anne—, por esta vez te quedas, pero luego te lo describiré todo, ¿estás de acuerdo, Imogen?

—¡Claro, Anne! ¡Gracias! —respondió juguetona y animada su hermanita.

Ambas eran bastante parecidas, solo el color del cabello era diferente, pero tenían la misma alma transparente, amaban la música tanto que podían hacer un precioso dúo, Anne en el piano e Imogen, en el canto.

Las tres damas salieron de la residencia y se dirigieron a la exclusiva tienda de la señora Polett.

—Buen día, señora Polett —saludó, lady Vitoria—, venimos a ver unos vestidos para la presentación de Anne.

—Buen día, lady Vitoria. ¡Oh, claro! Pasen, les mostraré lo más nuevo que hemos diseñado.

Pasaron a donde los vestidos estaban siendo exhibidos.

—Oh, madre, mira este vestido, está hermoso. —Se emocionó Anne. Era un vestido de ensueño, color celeste confeccionado con las más finas telas.

—Es realmente maravilloso, creo que ese es tu vestido —la apoyó su madre—, ¿qué opinas, Cecilia?

Cecilia lo miraba en silencio deseando que ese vestido fuera suyo.

—¡Claro que es tu vestido, Anne! —expresó sonriendo.

—Entonces, me lo probaré —decidió Anne mirando a la señora Polett.

—Acompáñeme, lady Anne —le pidió la modista para llevarla a los probadores.

Se probó el vestido, y era lo más maravilloso que habían visto sus ojos y sentido su piel.

—¡Es este, definitivamente lo es! —exclamó Anne, emocionada girando en el frente a su madre y Cecilia.

—¡Lo llevaremos! —declaró la condesa. Sabiendo que aquel vestido le quedaba tan perfecto como un guante, aquella prenda, sumada a la belleza de Anne, lograría atraer a los mejores partidos.

—Gracias, madre.

Al salir de la tienda de la señora Polett, las tres mujeres se cruzaron con el barón Hebert de Ros, un hombre de unos 50 años, de cabellos negros, alto de 1,85, y atractivo pese a su edad.

—Lady Vitoria —saludó el mismo.

—Lord de Ros —expresó la mujer con cierto aire temeroso, no quería que se fijara en sus niñas.

—¿Pero qué tenemos aquí? ¿Quiénes son estas jovencitas? —preguntó observando a Anne y a Cecilia con una sonrisa.

—Son mis hijas —contestó con temor —, Anne y Cecilia.

El barón, directamente, fijó sus ojos en Anne.

—Un placer, lady Anne —cumplió, mirándola deseoso.

Al escuchar aquel tono de voz y la mirada que le había proferido, se sintió cohibida, no le agradaba ese hombre, pero aun así le pasó la mano y él la besó.

—Un gusto —respondió fría, pues sabía la situación en la que ese hombre tenía a su familia.

—Aún no ha sido presentada en sociedad, ¿no es así?

—No, milord, lo haremos en esta temporada —replicó velozmente la condesa, observando el comportamiento del barón con su hija—, ya nos retiramos. Con su permiso, milord.

—Que tengan un buen día —se despidió, mirando con fijeza a Anne.

El barón quedó enamorado de la belleza de lady Anne, pese a su edad, deseaba una mujer como ella. Sin duda, tenía ventaja sobre el resto para intentar hacer un cortejo por las buenas, pero si no resultaba lo haría por las malas, pues tenía el poder sobre su padre.

—Ese hombre no me gusta, madre —masculló Anne—, me da miedo. Además, ya sabemos qué clase de persona es.

—No le hagas caso, Anne —recomendó Cecilia.

—No piensen en ese caballero, su padre se encargará. —Les sonrió la condesa mientras guiaba a las jóvenes para cruzar la calle.

***

En casa del duque, Brandon y Bradley llegaron de una cacería, no muy lejos de la ajetreada Londres.

—¿Quién mató más patos? —increpó Bradley a su gemelo mientras colocaban los cuerpos sobre la mesa de la cocina.

—Tú, Brad, eres más diestro con un arma que yo, pero solo un poco, ahora que lo pienso, ¿para qué cazaste tantos? —respondió Brandon.

—No lo sé. Quizás a la abuela le gusten los patos —dijo sin encontrar una explicación racional a la cantidad que habían llevado.

—Un pato creo que le gustará, pero no seis, no somos tantos.

—¿Y si hacemos una

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