Dulce misterio (Dulce Londres 5)

Eva Benavídez

Fragmento

dulce_misterio-2

Capítulo I

Amor y odio.

Dicha y sufrimiento.

Arrojo y cobardía.

Poder y debilidad.

Salvación y perdición.

Corazón y razón.

Tú y yo,

enfrentados entre el deseo

y la contención.

Impotentes ante la tentación

y la pasión.

Divididos entre el destino

y una elección.

Extracto del libro: Susurros en la noche

Londres, octubre de 1815

La mansión de los condes de Stranford era una de las propiedades más antiguas y grandes de Londres. Su visión solía dejar obnubilado a todo aquel que la visitaba. Las veladas que allí se celebraban siempre llevaban el sello de la elegancia y la opulencia, solo las familias aristocráticas más distinguidas eran invitadas, y recibir una de esas invitaciones les posicionaba en lo alto de periferia noble.

La larga fila de carruajes que avanzaba con lentitud se movió nuevamente y fue el turno de bajar del duque de Riverdan y sus acompañantes.

—¿Estás nerviosa, querida? —preguntó Ethan Withe, mirando de reojo a la joven que caminaba con dificultad a su lado, bajando la voz lo suficiente para que la mujer mayor que había contratado como dama de compañía para su hermana no pudiese oír el intercambio de palabras.

Esa noche ella se veía más que encantadora en su vestido color crema, el cabello rizado recogido y elegantemente peinado, pero había estado más callada que de costumbre. Y era que sería el primer acontecimiento grande al que acudiría. Solo hacía una semana había hecho su puesta en largo, y luego había acudido a pequeñas veladas organizadas por amistades de la familia. En cierta manera, la mascarada que ofrecían los condes de Stranford sería su primer contacto con la gran masa aristocrática y podría relacionarse con caballeros que estuviesen aquella temporada incursionando en el mercado matrimonial en busca de esposa. Ethan había decidido que daría libertad de elección a su pequeña hermana para decidir sobre el matrimonio o la soltería, y que si ella deseaba permanecer soltera podría quedarse a su lado y llevar su vida como bien le pareciera. Pero Blair le había manifestado su deseo acérrimo de contraer nupcias y él, por supuesto, aceptó su voluntad y se aseguró de que, a pesar de estar saliendo de un período de luto, estuviese todo preparado para su debut en sociedad.

—Un poco —admitió ella, cuando ya habían terminado de subir la escalinata principal de la mansión—, aunque solo por tratarse de una novedad. No creo que en esta ocasión suceda algo diferente a las otras fiestas. Al menos, espero poder conocer algunas damas nuevas en el sector donde pasaré la noche sentada.

Ethan apretó la mandíbula al oír el innegable tono de resignación en las palabras de la joven y agradeció que estuviese llevando aquel antifaz negro, porque de lo contrario todos aquellos que en ese momento se encontraban observando su descenso por las escaleras que llevaban al gran salón de baile y que susurraban tras sus abanicos, se percatarían del rechazo y enojo con los que él les devolvía la mirada. Sabía que estaban murmurando, y le fastidiaba que ni siquiera se molestaran en disimular que el foco de su conversación era la torpeza con la que Blair se abría camino, debido a su marcada cojera.

Justamente aquello era lo que había querido ahorrarle. No era justo que Blair, además de tener que vivir con las dificultades que representaba una pierna tullida, tuviese que soportar las burlas y el desprecio de la sociedad londinense. Pero ya no había manera de evitarlo. Solo esperaba que en algún lugar de ese salón hubiese un hombre capaz de mirar detrás de su condición física y llegara a cumplir el deseo de su hermana.

—Ya lo saben, niñas, no se alejen demasiado. Y bajo ningún concepto salgan de este salón —repitió por décima vez el conde Baltimore a las tres jóvenes que lo miraban divertidas y un poco exasperadas.

—Sí, Steven. Ya no somos unas niñas, sabemos cuidarnos —respondió la mayor.

—No deberías temer por nosotras, hermano, sino por los demás —se burló Violet Hamilton, una de las hermanas gemelas, y rodó los ojos al ver la expresión de angustia que esbozó el conde.

Steven abrió la boca para, seguramente, reiterar alguna de sus advertencias, pero su esposa, lady Clarissa Hamilton, condesa de Baltimore, lo interrumpió:

—Que se diviertan, queridas. Nos reunimos aquí a medianoche —se despidió con una sonrisa y luego giró perdiéndose entre la multitud, arrastrando a su marido detrás de ella.

El conde parecía muy nervioso aquella noche. Era la primera velada en la que no podría estar encima de ellas, vigilándolas, pues, por ser una mascarada, no tendría sentido estar al lado de sus supervisores, porque delataría sus identidades y perdería el sentido de llevar sus rostros escondidos tras los antifaces, lo que le permitía a una dama soltera una poco común libertad. Podía desplazarse sola por el salón, hablar con cualquier caballero sin haber sido presentada y bailar con el hombre que se lo solicitara, sin tener que pedir permiso o limitarse a los espacios libres de su carnet. Además, no se debían develar los nombres hasta llegar la medianoche, cuando se quitaban todas las máscaras y los invitados podían ver el rostro de sus acompañantes.

Una vez que las tres hermanas tomaron caminos separados, Violet se dirigió hacia el único sector de aquel enorme lugar en donde estaba segura de que hallaría tranquilidad. No deseaba ponerse a la vista de ninguno de los invitados, y menos de los caballeros, pues después de una semana de asistencia a un baile tres otro, estaba más que fastidiada de sus conversaciones inocuas, sus miradas lascivas mal disimuladas y sus constantes atenciones invasivas. Algo que para nada la había sorprendido o decepcionado, ya que mucho antes sabía que aquello de las fiestas y los divertimentos de la nobleza no eran para ella. Y había sabido que, sin lugar a duda, una joven como ella, amante de la naturaleza, los deportes, la equitación y la esgrima, no encajaría entre damitas delicadas, seda, cintas y volados.

Sin embargo, allí estaba. Y no tenía más opción que tolerar todo aquel teatro, por lo menos hasta que fuese obvio que no recibiría ninguna propuesta de matrimonio y de que era un fracaso social absoluto.

Al principio temió que aquel plan no pudiera llevarse a cabo pues, lamentablemente, tanto Rosie, su gemela, como ella tenían una apariencia física delicada y considerada como la perfecta rosa inglesa, que en su caso para nada coincidía con su temperamento o carácter, y eso la había llevado a ganarse rápidamente una indeseada corte de caballeros interesados. Pero pronto se encargó de disuadirlos, y no como hubiera querido, porque aquello significaría avergonzar a su familia y sobre todo una muestra de ingratitud hacia su cuñada, que tanto se había esforzado como madrina social; así que hizo gala de su indiferencia, su lengua mordaz y sus opiniones bastantes poco inclinadas al matrimonio y a la feminidad. Y con eso había espantado a la mayoría, ganándose el apodo de «el Demonio Hamilton».

Por fortuna, Violet contaba con el amor y el apoyo de su hermano mayor, quien de ninguna manera la obligaría a casarse si no estaba en sus deseos, pero aun así debía someterse a las costumbres de su círculo y tratar de guardar sus aficio

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