Un ramo de violetas

Andrea Muñoz Majarrez

Fragmento

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Prólogo

Madrid, 20 de enero de 1847

Llevaba todo el invierno nevando en Madrid. Hacía tanto frío, que en el diminuto piso que compartían mi tía Carmen y mi madre, debía estar el fuego todo el tiempo encendido, aunque apenas había dinero para comprar carbón. El aire frío se colaba por los marcos de las viejas ventanas y por las ranuras de las puertas. Tampoco ayudaba la considerable humedad que emanaba de los cristales, y que había provocado incluso que la pintura de las paredes y de los marcos de las ventanas se desprendiera. Mi frágil madre, Adela Martín, se pasaba el día en aquel insalubre lugar por orden del médico, pues su estado de salud era delicado, y no soportaría el frío invernal que todos los madrileños sufrían en esos momentos. El piso donde vivían tenía una única habitación, donde ambas dormían, y un salón pequeño con cocina, que consistía en una pequeña lumbre y una pila para lavar los platos. El excusado estaba al final del pasillo, en el exterior de la vivienda. Mientras tanto, mi tía Carmen se marchaba a trabajar por la tarde y no volvía hasta las siete de la mañana, cuando todo Madrid ya se despertaba, con excepción de aquellos que vivían los placeres de la vida nocturna. Mi querida madre en esos momentos no trabajaba, ya que en su estado le era imposible. En aquellos días me llevaba en su vientre. Pero, lector, te preguntarás dónde está mi padre en estos momentos tan importantes. Pues simplemente no está. Debo volver un poco atrás en el tiempo para que entiendas mi historia por completo.

La historia de mis orígenes empieza con mi abuelo Pablo, un vendedor ambulante, originario de Extremadura, concretamente de un pequeño pueblo a orillas del río Jerte, que lleva su mismo nombre. Allí conoció a mi abuela, Juana, también de la misma zona. Ella por entonces se dedicaba a la costura. Cuando las oportunidades laborales menguaron, ambos decidieron emigrar, y eligieron Madrid como lugar para comenzar una nueva vida. Aquí en Madrid nacieron sus dos hijas, Carmen y Adela. Ellos murieron cuando Carmen tenía quince años y Adela once. A partir de ese momento, las dos hermanas tuvieron que buscarse el pan.

Carmen empezó a trabajar como costurera, pero con el paso del tiempo, conoció a un tal Fermín, que la introdujo en los ambientes nocturnos, y acabó convirtiéndose en meretriz. Según ella decía, ganaba más aguantando a patanes que cosiendo dobladillos. Hubo un momento en que quiso dejarlo, pero ya era tarde. Aquel que la introdujo en el negocio le explicó que había contraído una deuda con él, y que jamás podría saldarla, así que acabó aceptando la situación. Desde entonces, se ha dedicado al oficio más antiguo del mundo con considerable éxito, pues gana para vivir. Mientras, mi madre se dedicó exclusivamente al servicio desde los once años. Empezó trabajando para los Grenollers, una familia de industriales catalanes que estaban de paso, para años después entrar a trabajar para los marqueses de Beltrán, los Valdés, que vivían en el Paseo del Prado. Durante aquel tiempo, se enamoró perdidamente del hijo mayor de los marqueses, Eduardo, un joven apuesto y muy astuto, que adoraba el dinero y los placeres que este era capaz de proporcionarle.

Mi madre, enamorada como estaba, no fue capaz de ver que él sólo quería aprovecharse de su inocencia y cayó en sus redes, entregándose a él en cuerpo y alma, pensando que él lo dejaría todo por casarse con ella. Después de numerosos encuentros íntimos en los que él le prometía el mundo, descubrió que estaba encinta. Ingenuamente se lo contó, y él decidió abandonarla a su suerte. No iba a casarse con una pobre sirvienta sin título ni dinero. Él estaba destinado a llegar más alto, según le dijo, y casarse con ella sería rebajarse. Los marqueses se enteraron y quisieron pagarle por su silencio, incluso proponiéndole que diera en adopción a la futura criatura, a lo que mi madre se negó. Decidió entonces marcharse de allí, y regresar con su hermana Carmen. A pesar de que al principio buscó la manera de ganarse su propio sustento, y, por ende, el mío, al estar encinta nadie quería contratarla. Así que Carmen tomó la decisión de trabajar por las dos, hasta que mi madre diera a luz y pudiera encontrar trabajo.

Mi tía se dedicó a buscar clientes muy adinerados, que le proporcionaran mayores ingresos a cambio de su compañía y servicios. Últimamente andaba en compañía de un tal Don Ramiro, que por lo visto era un empresario que tenía mucho dinero, y que cada semana le daba el doble que cualquier otro cliente por pasar una hora con él. Aunque mi tía maldijo a Eduardo Valdés desde entonces sin piedad, por la afrenta tan grande que había hecho a su hermana, entendía perfectamente que Adela mantuviera que él no tenía la culpa. Mi tía también había amado a alguien con devoción hacía unos años, pero debido a una triste experiencia, comprendió que el amor solo traía disgustos. Mi madre, a pesar del daño que aquel hombre le había causado, seguía amándole, incluso al principio tenía la esperanza de que algún día él vendría a buscarla, dándose cuenta de su error, y que ambos huirían juntos y serían felices. Sin embargo, esa esperanza se fue apagando con el paso de los meses, al enfrentarse a la cruda realidad.

En ese momento, las siete de la mañana, mi madre estaba despierta y preparaba el desayuno para mi tía. Se había levantado a las cinco, una vieja costumbre de su época de sirvienta, y ya había desayunado. Estaba embarazada de nueve meses y en unos días saldría de cuentas. Con el paso de las semanas había notado que el cansancio aumentaba, y que su salud se iba debilitando. Procuraba comer bien por mí, porque si no hubiera sido por mi existencia, ella ya se habría dejado morir, pues la esperanza de ser feliz la había abandonado. Cuando mi madre estaba de pie delante de la mesa preparando el desayuno, entró mi tía Carmen por la puerta. Al ver a mi madre de pie, se escandalizó, como hacía siempre que la veía hacer alguna tarea.

—Pero Adela, ya te he dicho mil veces que te estés quieta y me dejes a mí prepararme el desayuno —dijo mi tía Carmen mientras dejaba su abrigo y se dirigía a la chimenea para calentarse las manos.

—Carmen, estoy bien. Además, me siento una inútil. Tú saliendo ahí fuera a ganarte el parné y yo aquí viéndolas venir.

—Lo único que tienes que hacer es quedarte quieta, y mantenerte sana. Ya me devolverás el favor cuando puedas.

Mi madre se sentó, y observó a mi tía degustar el desayuno. Tía Carmen miró el rostro de su hermana, que estaba bastante pálido y demacrado. Desde la última visita del médico tenía ciertos miedos que no dejaban de perseguirla. Según le comentó el doctor Castro, a espaldas de su hermana, la veía débil y no estaba seguro de que superase el parto. A mi tía Carmen esa idea le aterraba. Adoraba a Adela, y le angustiaba la idea de quedarse sin el único ser querido que tenía.

—¿Te encuentras bien? —preguntó tía Carmen.

—Sí, aunque últimamente me siento débil.

—Eso es normal. Llevas mucho peso encima.

Mi madre tenía un presentimiento, y temía no superar el parto. A pesar de que el médico le dijo que no debía preocuparse, ella intuía que le había mentido. Quería estar segura de que, si algo pasaba, su hermana se haría cargo de todo.

—Carmen, quiero pedirte algo.

Carmen dejó de comer y se puso t

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