Pacto entre hermanas

Ivette Chardis

Fragmento

pacto_entre_hermanas-3

Prólogo

«No se ha de jugar sin arriesgar nada, que es majadería y aun enfado, ni se ha de apostar tanto que te inquiete el juego y te sepa mal perder, porque así no sería juego, sino tormento» (Luis Vives, 1538, Las leyes del juego).

Barcelona, febrero de 1675

Beltrán Corbera de Prado, barón de Senan, no podía entender por qué todavía permanecía en aquella habitación oscura sentado ante dos mujeres que le hablaban de matrimonio. Cierto que estaban de buen ver, pero ya se les había pasado la edad de engendrar, por eso, aquella locura no cobraba ningún sentido por más que la repitieran una y otra vez.

Su hermano mayor había muerto hacía poco, y la baronía de Senan había caído en sus manos. Pese a que siempre menospreció lo que implicaba ese título, nunca pensó, al convertirse en barón, que debería contraer nupcias, y menos conseguir una esposa de treinta años, aunque esos fueran precisamente los que él había vivido hasta entonces.

Miró a la que parecía la hermana mayor, vestida de negro, con el pelo castaño recogido en un moño y un mechón blanco que recorría su frente hasta esconderse sujeto con una horquilla tras su oreja. Sus ojos semicerrados creaban desconfianza y su porte erguido lo mantenía en constante alerta. La otra acosadora, la que parecía un poco más joven, tenía el pelo brillante y del mismo color –pero sin esas canas que afeaban el rostro de la primera–, bien estirado, con una raya en medio y dos tirabuzones que caían hasta los pómulos marcados. Su sonrisa era entre inocente y pícara, algo que le llamó la atención.

Las conocía desde hacía años, pero nunca había tenido el placer de cruzar una palabra con ellas, pese a que eran la esposa y la cuñada del señor Cortés, el dueño de una de las casas de juego más famosas de Barcelona.

Esa noche lo habían cogido desprevenido, no tan borracho como otras; no obstante, nunca hubiera imaginado llamar la atención de la hermana menor, Clara, a la que había intentado meter mano sin conseguirlo cuando se dejaba ver en la sala de juegos. Lo sedujo para que la acompañara hasta un oscuro y diminuto despacho. Al principio había creído que se dirigían hacia las habitaciones que utilizaban las meretrices. En Can Cortés solo arrendaban las alcobas, no ejercían de proxenetas, algo que estaba penalizado por ley, pero que todo el mundo se saltaba, excepto ellos. Una de las extravagantes decisiones de la señora Cortés, antes conocida como Matilde Vidal, que se había erigido dueña de esa casa. La veía tan seria y encorsetada, y aun así le era difícil tratarla como una señora. Conocía la historia de esa loca que había pasado de ser una huérfana que vivía en la calle a una de las mujeres con más poder en el barrio del Born. Había contraído matrimonio con Carlos Cortés después de hechizarlo; las malas lenguas decían que, además de bruja, era una asesina. Por eso su primer esposo la había repudiado, por matar a la hija de ambos. Que no estuviera recluida o ahorcada era un misterio, y Beltrán había decidido darle una oportunidad. Sabía por experiencia que todas las historias tenían dos versiones.

Volvió a escuchar la palabra «matrimonio».

—Perdóneme, señora, sé que su esposo está enfermo, pero ¿no es algo pronto para sustituirlo? —Beltrán torció los labios, acostumbrado a burlarse de todo y de todos, hasta en las peores circunstancias, un rasgo o una manía que había adquirido con los años para esconder sus verdaderos sentimientos. Y, a base de hacerlo, había olvidado lo que sentía.

—¡Qué bobo! ¿No es obvio que es conmigo con quien debe contraer nupcias? —Rio como una chiquilla la joven de las hermanas Vidal, muy conocida por sus triquiñuelas con los hombres.

—Pero, verán… aunque ostento un título estoy en quiebra.

—Somos conscientes de ello, barón —contestó la mayor, ofendida.

—Matilde, ¿verdad? —Se atrevió a pronunciar el nombre de pila para que el trato no fuera tan formal. Al fin y al cabo, estaba en una de las dependencias de una casa de juego, no en las de un notario.

—Para usted, señora Cortés, si no es molestia. Y como las noticias en esta ciudad corren más que la pólvora, no creo que sea buena idea hacerse el tonto. Mi marido no está enfermo, sino de viaje por negocios, y me ha dejado a cargo del triquet.

—¿Me lo cuentan por alguna razón? —Beltrán hizo otra vez ostentación de su humor al volver al punto inicial de la conversación.

Le había sorprendido atravesar la puerta de ese cuarto de la mano de Clara y toparse con la estirada Matilde, que juzgaba cada uno de sus movimientos y de sus palabras. Era consciente del control que ejercía en la sombra, siempre al acecho desde lo alto de las escaleras, mientras Carlos Cortés se codeaba con los clientes, bebía con ellos, jugaba y, junto con sus secuaces, los sacaba a patadas si pretendían aprovecharse de alguna ventaja a los naipes, a los dados o bien al billar.

Las cartas eran la pasión de Beltrán. Por culpa de ellas vivía en constantes altibajos de emociones: la sutileza del primer amor cuando uno se sabía poseedor de la tirada afortunada; el palpitar de una erección a punto de estallar cuando el oro llenaba sus bolsillos gracias a una jugada maestra; la culpa y el remordimiento de un cuerpo sucio y demente al perder cuanto poseía.

Matilde abrió un libro lleno de anotaciones. Repasó con el dedo hasta dar con su nombre.

—Nos debe exactamente cuatrocientas cincuenta y cinco libras.

—¡No tengo tanto dinero!

—Negociemos. —El intento de sonrisa de la señora Cortés se volvió siniestro.

—¡Lo que me proponen es una locura!

—Lo hemos investigado y tenemos constancia de que es un mujeriego, egocéntrico, adicto al juego y, lo más importante para nosotras, un buen luchador; no olvidaremos nunca cómo dejó tuerto a uno de nuestros clientes más bravos. Y ahora la mayoría lo temen.

Beltrán alzó la barbilla, satisfecho ante ese acertado examen de su carácter.

—¡Tal vez sea demasiado impulsivo, hermana! —habló Clara, compungida.

—¿Te estás arrepintiendo? —Matilde bajó la voz, y eso hizo que Beltrán se interesara aún más por la esperpéntica situación en la que se encontraba—. Decidimos que era el adecuado después de recibir el informe de...

—¿De qué informen hablan? ¡No permitiré ninguna clase de chantaje!

El barón de Senan se levantó, airado. Esas féminas tenían un trato con las autoridades. No estaba dispuesto a que jugaran con él y lo amenazaran con denunciarlo. Ya tenía bastantes deudas.

Clara se tapó la boca mientras en sus ojos marrones chispeaban virutas de fuego. Sus bucles bailaron al compás de su ahogada risa.

—Se trata solo de las chicas. Ellas hablan bien de usted, y su médico asegura que su salud, tanto física como emocional, es estable.

Beltrán se paseó de un lado a otro de la claustrofóbica habitación. Estaba claro que habían sobornado a su galeno, qué fácil le había sido traicionar la confianza de su familia. Él había atendido los partos de su madre, la agonía de su hermana, la enfermedad de sus padres –la misma que los llevó a la muerte–, la bala en el estómago de su hermano durante el duelo que convirtió a Beltrán en heredero de un título que detestaba. Y ahora, por unas míseras libra

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