La colina de las mariposas invisibles

Betina Shabliko

Fragmento

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Ludmila en el bosque del silencio

Ludmila dio el último sorbo a su té de jengibre, apoyó la taza sobre el escritorio y se miró largamente en el espejo mientras se enfundaba el abrigo bordeaux que usaba a diario para ir al hospital. También reparó en su trenza rubia despeinada, pero sin ninguna intención de mejorarla.

Salió de su consultorio rumbo a su automóvil, más que deseosa de partir hacia su casa, donde la esperaba Vodka, su flamante mascota desde hacía un mes y a la que había rescatado de la calle una fría noche de lluvia.

Ya con las llaves del automóvil en la mano, hizo un gesto de saludo a la enfermera Carla que le sonreía de lejos. Con la otra mano, sacó de su bolsillo un hueso de juguete que alzó para mostrárselo, sonriente, y, forzando la voz para que resultara audible para Carla, exclamó feliz:

—¡Para Vodka…! —Volvió a saludar a la enfermera, quien, ante tal devoción por una mascota, no pudo evitar acompañar su sonrisa con un meneo de cabeza. Acto seguido, Ludmila se dirigió con pasos apurados hacia su automóvil.

Pero al llegar a la portezuela, sin ninguna razón, posó su mirada en uno de los pabellones del fondo, como solían llamar a aquellos en donde alojaban a los pacientes más peligrosos y a los que ya nadie visitaba.

Si bien no era la médica tratante de ese sector, dado que ella era psicoanalista y no psiquiatra, y jamás se cansaba de aclararlo, de vez en cuando inspeccionaba motu proprio ese pabellón para cerciorarse de que todo estuviera relativamente bien.

Aquella tarde, ella no tenía planeado hacerlo, no obstante,, ya estaba encaminándose hacia allí.

Estaba anocheciendo y, por eso, le pareció raro que aún no estuviese encendida la luz tenue que solían dejar hasta el alba.

La puerta estaba entornada y, a diferencia de otras veces, en esa ocasión, sin siquiera asomarse para ver el interior, entró, decidida, a esa sala oscura y por demás húmeda.

A pesar de que todo estaba en penumbras, y las camas apenas podían ser percibidas como meras sombras, le llamó la atención una luz de linterna y el destello de un brillo metálico que provenía de uno de los rincones.

Se acercó confiada. A medida que la distancia se acortaba, comenzó a divisar dos siluetas vestidas de blanco que estaban de espaldas y que no tardaron en girar sus cabezas al unísono al percibir su inesperada presencia.

En un primer momento, las confundió con dos médicos.

«¿Quiénes son…?», se preguntó. Pero al quedar sus rostros enfrentados, en segundos, y en medio de una conmoción, reconoció la identidad de los dos rostros a media luz.

Ya muy alterada, avanzó un paso hacia ambas figuras, pero al intentarlo, tropezó con un bulto en el piso… Al bajar la vista, sus ojos se toparon con una bolsa blanca de lona de la que sobresalían mechones de cabello.

Las dos personas de blanco estaban de pie junto a una cama y sostenían por la cabellera a una paciente totalmente dopada, a la que ya le habían cortado varios de sus mechones.

—¡¿Qué creen que están haciendo aquí…?! —exclamó Ludmila, emitiendo un chillido que sonó parecido a un alarido de terror. Su exasperación le impedía percatarse de la situación y no fue capaz de medir las consecuencias.

Al instante de haber emitido su pregunta, captó la escena completamente…

—¡¿Están robando el cabello de esta pobre gente?! —gimió con lo que le quedaba de voz.

Las dos figuras ni se inmutaron ni le respondieron. Solo se miraron entre sí, como celebrando un acuerdo tácito.

Una de ellas se deslizó, como si flotara sobre el piso, y se colocó a la derecha de Ludmila. La otra, con una expresión hierática, comenzó a acercarse con esa tijera brillante, y sus ojos de tiburón dominaban todo su rostro.

En ese instante, Ludmila sintió un golpe seco en su espalda, algo similar a una puñalada, que la hizo inclinarse hacia delante, como si fuera a vomitar, y al incorporarse, ya casi sin poder respirar, lo último que vio fueron esos ojos asesinos y el fulgor del metal.

Después de experimentar un gran dolor en su frente, comenzó a sentir que un líquido le recorría el rostro y le impedía abrir los ojos… Ni siquiera pudo darse cuenta de que eso era sangre… y, en contados segundos, comenzó a desfallecer.

No obstante, sentía voces lejanas, como si estuviera despertando de la anestesia después de una cirugía. Casi no recordaba lo qué había sucedido…, pero tuvo la sensación de haber sido trasladada a algún lugar.

Extraño…, ya por último, solo escuchaba silencio… Y aunque sumida en un profundo sopor, alcanzó a percibir un tenue aroma a eucaliptus que la hizo soñarse de nuevo en los días soleados de su infancia.

De pronto, ya no sintió el aroma a eucaliptus… Pero el silencio, en cambio, se tornó eterno.

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Capítulo I

Dos años más tarde

Esa, en particular, era una de las tardes más gélidas de aquel invierno. Para colmo, tiznada por una neblina espesa que había logrado pegarse al paisaje, tiñéndolo todo de gris y silencio.

Sin embargo, no era la única razón por la que Celeste debía juntar fuerzas para bajar de su automóvil. Claro que no… Solo bastaba con mirar a través de aquel gran pórtico carcomido por la herrumbre para ver a través de las rejas ese parque que, a pesar de ostentar árboles añejos y plantas de las más diversas especies, lejos de invitar a dar un paseo por él, expelía al visitante y lo incitaba a escapar.

Celeste no concebía cómo era posible que la vegetación pudiera capturar la energía de un lugar, haciéndola aflorar, valiera la redundancia, tan fidedignamente.

«Allá vamos…», dijo Celeste para sí. Resignada y sabiéndose sin otra opción, se calzó los guantes, tomó su bolso y bajó con la misma parsimonia con la que iría un prisionero a reunirse con su verdugo. Y no estaba exagerando. Ese sitio le hacía mal…

También su profesión ya la estaba angustiando; no le era difícil reconocer que no era de gran utilidad haciendo lo que hacía. Y no tanto debido a alguna falencia de su parte, pero sí por la burocracia y la rigidez ortodoxa a la que debía subordinarse.

Cada vez se arrepentía más y más de no haber sido capaz, en su momento, de vencer los prejuicios y, a la vez, sus propios fantasmas.

Influencias de toda índole, pero prioritariamente familiares, no habían hecho más que atizar sus propias inseguridades y temores: su terror a la locura, su miedo a su propia naturaleza y a enfatizar lo que en ella reconocía como su peor enemigo: sus dotes clarisensitivas.

Para entonces, ya tenía muy claro que su elección por la carrera de psicología había apuntado a liberarla de todas esas trabas invisibles y, a la vez, despojarla de esa incesante dicotomía, esa desesperanzadora sensación de litigio entre lo real y lo etéreo. Entre lo sano y lo patológ

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