Mil mensajes a mi dama (Serie Tecléame te quiero 6)

Isabel Jenner

Fragmento

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Capítulo 1

En una Inglaterra del siglo X...

Bamburgh, reino de Northumbria, año 999 de Nuestro Señor

La oscuridad parecía cernirse sobre el mundo y había envuelto por completo a Northumbria en su tenebroso abrazo. En aquella heladora tarde del mes de diciembre, el cielo se asemejaba a un espeso sudario de densa lluvia y opacos nubarrones que dibujaban sombras grotescas sobre el suelo empapado. La negrura, en forma de pequeños y punzantes filamentos de miedo y desconfianza, también se colaba en las almas de los habitantes de esa porción de Inglaterra que hacía frontera con el mar del Norte; aunque no era algo extraño, puesto que los bárbaros que venían del frío llevaban años asolando sus costas con brutalidad y un malsano placer que solo dejaba destrucción a su paso. Sin embargo, la incertidumbre de no saber cuándo se produciría el siguiente ataque vikingo no era lo único que atenazaba sus corazones sajones. El milenio terminaría en menos de treinta días. El Mesías, tras un reinado de diez siglos, se preparaba para la sangrienta batalla del Juicio Final mientras las fauces del abismo se abrían poco a poco y dejaban escapar el mal y el pecado hasta los dominios de los hombres. Y lo más terrorífico de todo era que el demonio ya andaba suelto por la Tierra...

Todas aquellas tribulaciones, no obstante, parecían traer sin cuidado a una de las dos figuras que se desplazaban con cierta dificultad por un pequeño sendero, lejos de la cálida seguridad de su hogar y a merced del bosque, sin caballos, mulas o cualquier otra ayuda más que la de sus propios pies para avanzar. Poco después, dicha figura se detuvo con los brazos en jarras al llegar un cruce de caminos anegado de lodo y se giró hacia su acompañante.

—Garrick, no sé para qué te hago caso. —La voz femenina, dulce pero categórica, hizo una pausa antes de continuar—. Nos hemos perdido. Otra vez.

Un compungido y joven sirviente de cabellos pelirrojos y apelmazados por el agua miró a la elegante dama encapuchada que lo había interpelado, y se rascó la cabeza antes de responder con pesar.

—Eso parece, mi señora Edyiva.

Edyiva de Waren dejó que un tenue suspiro rozase sus labios sonrosados antes de ascender hacia el cielo encapotado en forma de una algodonosa nubecilla de vaho. Estaba aterida y calada hasta los huesos tras un día entero de vagar sin rumbo, y la estoica paciencia que había demostrado ante los temores de su sirviente había llegado al límite.

—Voy a hacerlo, Garrick.

—Pero, mi señora... —trató de protestar Garrick.

—Tan solo necesito que me cubras con la capa para que no se moje la pantalla —lo cortó ella, decidida, tras desprenderse de los guantes. Tenía las manos enrojecidas y los dedos no respondían muy bien a sus órdenes de doblarse y abrir el pesado saquito que llevaba colgado del cinturón.

—Os ruego que perdonéis mi insistencia, pero creo que sería mejor que no sacaseis el móvil aquí —intentó rebatirla Garrick otra vez, sin dejar de echar repetidas y nerviosas miradas sobre el hombro—. No sabemos quién podría vernos...

—Ni una palabra más —demandó agotada—. Te agradezco que hayas intentado guiarnos, pero nunca llegaremos al Sur si no sabemos nuestra localización exacta y no seguimos una ruta concreta.

—Estoy convencido de que debemos ir... —Vaciló un segundo, su cuello giraba en todas direcciones, pero cada ramificación del camino parecía igual de intransitable que las otras—. A... la de-derecha —dijo al fin con los puños apretados a los costados.

—Garrick... —suspiró de nuevo Edyiva—. Nos conocemos desde que éramos niños y sé que eres un terrible mentiroso, igual que yo.

—Apelo por última vez a vuestra gentileza, mi señora... —rogó su sirviente, angustiado, sin molestarse siquiera en sentirse avergonzado por haber sido pillado en falta.

—Y yo apelo a tu raciocinio. No deseo que la noche nos alcance estando perdidos. Por si eso fuera poco, los soldados que mi padre apostó en casa para que me vigilaran ya deben de estar siguiendo nuestros pasos. ¿Comprendes el apremio de que nos hagamos con unas monturas en el pueblo más cercano que nos indique Google Maps?

Edyiva trató sin éxito de no pensar en Wyne, el mercenario al mando de su cuidado. Sus fríos ojos, grises como esquirlas de acero, habían sido los más difíciles de eludir y en esos momentos estaría muy furioso, su masculino rostro crispado por la rabia de haber sido burlado por la mujer que creía tener bajo su férreo control.

—Sí, mi señora —cedió Garrick.

Las facciones de su sirviente, en cambio, eran redondeadas y pacíficas, y sus ojos avellana eran tan grandes y lastimeros en aquel instante como los de un perro abandonado.

—Este aguacero interminable actuará como el mejor de los cortinajes para obstaculizar la vista a cualquier curioso —le aseguró para que se sintiera más tranquilo—. Además, estoy convencida de que no todo el mundo piensa que la tecnología es un invento de Satanás —acabó, frustrada porque esa insidiosa idea sembrada por la Iglesia había sido el origen de todos sus infortunios.

Ser la hija de un acaudalado mercader de smartphones, tablets y demás artilugios electrónicos adquiría un cariz bastante siniestro en semejantes circunstancias.

—El Señor no lo permita —murmuró Garrick mientras se santiguaba a la velocidad del rayo con movimientos desgarbados—. Pero los aldeanos están cada vez más ofuscados con ese tema. Lo hago para protegeros, mi señora.

—Lo sé —replicó con amabilidad.

Por eso Edyiva había soportado a duras penas el impulso de sacar su teléfono desde que habían huido de Spindlestone. Era lo menos que podía hacer por él. Garrick, bendito fuera, la había descubierto de madrugada escabulléndose por las cocinas y se había negado en redondo a dejarla marchar sola. Aunque Edyiva se sentía culpable por haberlo arrastrado al frío, a los peligros y a la lluvia, también se había sentido enormemente aliviada por viajar acompañada, y de una persona tan leal y responsable como Garrick. Pero había llegado la hora de usar Internet.

—La capa, por favor.

Garrick se limitó a fruncir los labios, agarró su manto y trató de formar una pequeña cueva sobre la cabeza de su señora, bastante más baja que él.

—Si teméis que se estropee vuestro móvil, podríais usar el que me habéis dado —ofreció.

—No será necesario —negó ella, antes de desbloquear la pantalla de su dispositivo—. No me llevará demasiado tiempo encontrar nuestra ubicación.

Entre sus escasas pertenencias, había decidido llevarse consigo dos teléfonos móviles por si uno de ellos se rompía. Se alegraba de haber sido tan previsora, ya que le había entregado uno a su sirviente para que pudieran ponerse en contacto en el hipotético e indeseable caso de que se separaran.

—Lamento mucho haber entorpecido vuestro viaje, mi señora. —La queda disculpa sonó desde algún lugar a su izquierda.

—No lo has hecho, Garrick. —Sonrió y se retiró la capucha para alzar la vista hacia él mientras el reloj de arena de la pantalla daba vueltas, a la espera de una buena conexión—. Me reconforta tu presencia.

Las mejillas de su sirviente adquirieron el mismo tono rojizo que su pelo

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