Vidas cruzadas

Paola Noguera Franco

Fragmento

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Capítulo 1

¿Un ángel podría ayudarme?

La respuesta a si estamos solos en el universo es algo que todo ser humano común y corriente daría la vida por saber. Y aquellos que la conocían tenían vedada la posibilidad de darla a conocer.

¿Quiénes eran estos seres que sabían de esta verdad y que además sobrevolaban entre nosotros sin que nos diéramos cuenta? Los ángeles. Podría sonar utópico, pero sin embargo no lo era.

Si, aquellos seres de forma humana, pero con algo típico de todo ángel que se precie, unas preciosas alas ―las leyendas y cuentos urbanos sobre ello no eran del todo mentira― que les permitían sobrevolar esta tierra para hacer lo único que podían por el sufrimiento de los seres que vivían en ella: dar consuelo invisible, transmitiendo un dulce sentimiento de amor por la vida.

Hay cientos de ellos sobrevolando los cielos y caminando entre la gente. Invisibles para todos, y con una rara excepción: los niños muy pequeños podían verlos.

Y no era extraño, porque la naturaleza incorrupta de estos niñitos se lo permitía, pero los ángeles aludidos simplemente sonreían de manera cómplice como dándoles a entender que guardaran el secreto. Y los niños, en su inocencia y terneza acababan guardándolo. Era como un pacto no dicho; y si a algún pequeño se le escapaba contarlo, los adultos lo aducían como fruto de una imaginación típica infantil, y el propio niño acababa creyéndose aquello; es por ello que, al hacerse mayores, terminaban deduciendo que todo había sido imaginación suya.

Estos seres tan especiales y únicos, aparte de las alas propias de un ser etéreo, tenían un cuerpo que emulaba a un ser humano; y aunque no tenían consciencia de sus orígenes divino, esa era una cuestión que en realidad no importaba, porque tenían aparte de una vida eterna, tantas otras habilidades especiales inexplicables como su existencia misma.

Así pasaba el tiempo, munidos de la única misión conocida que poseían.

La de ellos era consolar como podían, y proteger, cuidando de no intervenir directamente, en la vida de cuanta persona viviera en la Tierra. No daban abasto, porque tampoco eran demasiados.

Era como un sistema de trabajo que acataban como un orden preestablecido, vagando por el mundo en pos de aquella misión. Y como todo sistema retributivo, también tenían una paga.

Una que casi ninguno de ellos tomaba o pedía, porque en realidad no lo necesitaban, justamente por su particular condición inmortal y eterna. Podían pedir una sola vez durante toda su existencia, un deseo. Que, como todo regalo, estaba supeditado a las limitaciones del tiempo, y en este caso, según dictase la naturaleza del pedido.

***

Ripoll es una de las ciudades pequeñas, e increíblemente encantadoras, casi escondidas, de la geografía española, tanto por su densidad geográfica como demográfica. Pero eso sí, pequeña pero agraciada, y con mucho que contar entre las hermosas montañas y los ríos que la rodeaban.

También se complementaba con una riqueza histórica especial por considerarse a Ripoll como la cuna de Cataluña, así que esta pequeña comarca guardaba ricos secretos.

Aunque algo que no recibía muy seguido era justamente la presencia de ángeles protectores; de alguna manera, la tranquilidad de la ciudad era suficiente para sí misma y podría hasta decirse que podía cuidarse sola. Pero esa mañana cálida de mayo algo ocurrió.

La visita a modo de paseo de uno de estos seres paranormales. Uno que venía de una zona lejana, del otro lado del mundo. Y como un ser más, aunque etéreo, tenía un nombre: se llamaba Marlow y, desde que recordaba, siempre había estado cumpliendo sus misiones hacia la zona del Oriente medio, conocida por los conflictos, guerras y devastaciones continuas. Pero ese día en particular, decidió que quería salir a ver otras cosas. Nunca tuvo muy en claro por qué decidió hacerlo, pero sin embargo aquel día decidió acudir a esa zona. Quizá atraído por la calma y sensación de paz del lugar que evocaba a las tranquilas campiñas de antaño. De hecho, ni siquiera era una circunstancia que importase.

Físicamente podía describirse a Marlow como alguien de rasgos caucásicos, cabellos negros, ojos azules como el cielo que moraba y, por supuesto, la emulación de un perfecto físico humano. A ojos mortales, podía pasar por una persona de gran atractivo.

También tenía un rasgo muy específico que muy pocos de su especie poseían y que justamente lo diferenciaba de los otros: la sonrisa fácil y un carácter muy agradable.

Los ángeles tenían prohibido intervenir en las situaciones que se suscitaran entre los mortales, bajo la penalidad de perder sus esencias angelicales y pasar a convertirse en simples mortales. Pero ello no era problema para estos seres, su propia existencia era una élite de perfección y esa tarea de alentar invisiblemente a las personas era solo un trabajo más que no llamaba a una intervención más profunda.

Pero a Marlow, últimamente envuelto en algunas sensaciones extrañas, venir a este lugar le había supuesto un solaz. Había visto cosas horribles en las guerras y esa cuestión ya lo estaba perturbando así que lo mejor que podía hacer era marcharse en búsqueda de tierras más amigables y que no le produjeran esos sentimientos que lo tenían tan afectado.

Cuando quiso darse cuenta, pudo notar que había llegado, casi por inercia, a esa área del mundo; Ripoll lo llamaban; y pudo deducir fácilmente que hablaban más de un solo idioma. En su naturaleza, él podía deducirlos como una lengua común, porque para estos seres superiores no existían diferencias. Pero no podía negar que se sintió encantado con la comarca.

Un pequeño pueblo de puentecitos, montañas y muchos árboles, ¿cómo no quedarse por aquí luego de caminar por el infierno en la Tierra? Bueno, era un decir. A pesar de su condición, el concepto que él tenía de un infierno era muy parecido al que tenían los mortales; no sabía de este ni tampoco lo había visto. Pero se decía que existía.

Aunque aquello ya era harina de otro costal.

Decidió caminar entre la gente, perderse entre ellos y usar su habilidad para leer la mente de las personas para detectar sufrimientos internos, como era usual en su «trabajo diario»; después de todo, aquella era su faena. Estaba en eso cuando escuchó un lamento en particular que le llamó la atención. Se giró para poder detectar a aquel ser humano, quien lloraba internamente. En realidad, no tuvo consciencia inmediata del motivo por cual se sintió llamado ante aquel gimoteo. Él era un ser acostumbrado y habituado a oír aquello con asiduidad y recordaba haber escuchado otros más desgarradores incluso; pero, por algún móvil poderosamente extraño, se sintió atraído hacia aquel lamento.

De hecho, cuando vio a la protagonista de aquel pesar, sentada sobre un banquillo, su propia naturaleza se vio afectada.

Era una mujer blanca que no pasaba de los veinticinco años, con cabellos que le caían como lluvia negra sobre la espalda y que sostenía en el medio con un moño azul que daba mucha ternura a su apariencia. Muy bonita, con unos impresionantes ojos de color castaño que lamentablemente pasaban desapercibidos por la mueca y expresión tristes de su rostro ajado. Fácilmente podían echársele unos cinco años más de los que realmente tenia a caus

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