No me importan tus secretos

Cristina Rodríguez Trueba

Fragmento

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Capítulo 1

—¿Voy bien vestida?

Rodrigo se gira y me examina aprovechando que el semáforo se ha puesto en rojo para los conductores.

—¿Ese pantalón es de donde estoy pensando?

—Sí, ¿se nota mucho?

¡Lo sabía! En mi armario solo hay vestidos estampados, pantalones vaqueros, pantalones anchos de colores, minifaldas y pantalones cortos, y ninguna de esas prendas me parecía apropiada para la ocasión.

—Trabajo allí y hace más años que tú. Aunque estoy metido en las oficinas, recuerdo bien el uniforme de trabajo de las dependientas. ¿No les habrás contado a tus amigas nuestro secreto?

—¡No!

Me siento un poquito indignada ante la duda de mi amigo, ¿cómo se le ha ocurrido pensar que voy a ir por ahí contándole a todo el mundo lo que estamos haciendo? Tenemos un secreto y, si lo compartiese, dejaría de ser secreto. No les he dicho la verdad, entiendo cómo son de profundos y personales los lazos que unen a Rodrigo con su tía.

Lo ayudaré sin dudar, como él hizo conmigo cuando una compañera de trabajo rastrera casi estuvo a punto de conseguir que me despidieran. Me habían ascendido ofreciéndome el puesto que ella deseaba. Las barras de labios y las sombras de ojos que aparecieron en mi bolso, sin que yo las hubiera comprado previamente, me hicieron pasar uno de los peores días de mi vida cuando el vigilante de seguridad me paró a la salida y me pidió que le enseñara el contenido del bolso. El hombre me conocía, pero estaba haciendo su trabajo y en ese momento yo era una empleada que intentaba salir con artículos robados. Nunca había pasado tanta vergüenza y llamé allí mismo a Rodrigo para pedirle ayuda.

Habló con los jefazos y los convenció para que me concedieran un voto de confianza. Le entregué con discreción al vigilante los artículos de maquillaje y salí del centro comercial para volver un cuarto de hora después a mi puesto de trabajo con las mejillas todavía ardiéndome por el bochorno. Rodrigo no había perdido el tiempo y ya había organizado una red de espías entre las trabajadoras de la sección de cosmética. Inmortalizaron con sus teléfonos móviles a la auténtica ladrona, que fue despedida esa misma tarde gracias a una grabación en la que se la veía robar más productos de cosmética que horas más tarde hubieran aparecido dentro de mi bolso para inculparme falsamente. Mi honor fue restablecido y quedé para siempre en deuda con Rodrigo.

—No pongas esa cara, que ha sido de coña. Parece mentira que todavía no me conozcas. ¿Qué les has dicho?

—Que a un amigo tuyo le van a dar un premio y necesitaba llevar algo elegante al evento.

—¿Qué amigo? Para cada cita te inventas uno. ¿El famoso actor que triunfa en culebrones mejicanos o el restaurador con una estrella Michelin?

—Se te ha olvidado tu amigo Fabián, el que era tu compañero de pupitre en el colegio.

—A ese todavía no lo conozco.

—Tendrás que acordarte de él para no meter la pata cuando te pregunten. Es un poeta que está tratando de hacerse un hueco. Presentó una de sus obras en un certamen literario y vamos a acompañarlo en la entrega de premios.

—¿Ha ganado? Qué interesante...

—No. —Me tapo la cara con las manos fingiendo abatimiento—. Su talento no es fácil de entender. El jurado dará el premio a otro participante, uno que tiene la sensibilidad en el culo, pero muy buenos contactos.

—¡Qué lástima! Con lo que yo quiero a mi amigo Fabián. Hoy lo animaremos para que se presente a otro concurso.

—¿Y a los siguientes que voy a inventarme también les querrás y animarás? Ya no sé qué disculpa poner para que las chicas me ayuden a vestirme como si fuera a ir a un entierro.

—¿A quién de las dos pertenece el pantalón? A Emilia, ¿no?

—Lo llevo bien sujeto con un cinturón. El de Anita no me entra, usa una talla treinta y cuatro.

Vuelvo a revisar mi atuendo: pantalón de los famosos almacenes donde trabajamos tanto mis compañeras de piso como Rodrigo y yo; insulsa blusa blanca que Ana ha «alegrado» con un vistoso pañuelo, regalo de su madre por su último cumpleaños, y los zapatos que suelo llevar al trabajo en invierno. Tienen el mismo tono azul oscuro del pantalón y brillan después de aplicarles betún en crema y un concienzudo cepillado posterior. Su tacón de cinco centímetros es cómodo cuando estoy trabajando, y nunca los llevo fuera del horario laboral. Me parecen anodinos, aunque tengo que reconocer que en esta ocasión son necesarios para rematar la imagen de mujer seria y formal que Rodrigo insiste en que debo llevar cuando vamos a visitar a su tía.

—Siento haberte metido en este embrollo. —Otro semáforo en rojo es ahora el momento elegido por Rodrigo para disculparse—. Debería decírselo, hoy en día ser gay es algo muy normal: hay presentadores gays, políticos gays, actores gays, cantantes gays...

—¡Por supuesto! —Lo interrumpo porque no es necesario que recuerde que, en la actualidad, hay gays en todos los ámbitos de la vida pública—. Yo te ayudaré a contarlo si lo necesitas.

—Los restaurantes a los que fuimos o la ópera no eran lugares muy apropiados. —Justifica que haya pospuesto su confesión; su temor es grande y cualquier excusa es buena para no hacerlo.

—No.

Nos dirigimos hacia la casa de su tía. Probablemente, allí se sentirá más libre para expresarse y poner cara de disgusto cuando Rodrigo se lo cuente. En la intimidad de su vivienda podrá regañarlo por tenerla engañada o criticarme a mí por participar en la charada, y no se enterará nadie, aunque alce la voz.

He respetado siempre el modo en el que Rodrigo ha abordado la cuestión de su orientación sexual delante de su tía. No comparto este teatro, aunque reconozco que ha habido momentos en los que casi he olvidado que estaba fingiendo y he disfrutado.

Recuerdo el vestido alquilado con el que fui a la ópera acompañando a Rodrigo y a su tía. Era muy elegante y me sentí la protagonista de una novela de amor, donde la chica sin recursos vive por unas horas el cuento de la Cenicienta.

Si por veinticuatro horas Rodrigo pagó un ojo de la cara, no me quiero imaginar qué precio tendrá el comprarlo nuevo en una de esas lujosísimas tiendas que venden diseños exclusivos caros. Las amigas de su tía, a las que conocimos en la entrada del teatro, llevaban ropas y joyas con aroma a fajos de billetes de quinientos euros. Entre su mundo y el mío hay menos puntos en común que los que seguramente encuentren una mujer esquimal y una masai.

—¿De qué te ríes? —Rodrigo me mira con la ceja izquierda elevada.

—De las joyas de bisutería que me puse para acudir al teatro, brillaban tanto que parecían de plástico.

—Estabas encantadora, Matia.

—Hice lo que pude, aunque me temo que no convencí a nadie. —Intenté hablar como ellas, pronunciando «cielo» como si la palabra se estuviera derritiendo en mi boca.

—Eres joven y guapa, no necesitas diamantes para impresionar, ocultarían tu belleza.

—Ni tú esconderte. —Rodrigo tiene un corazón tan grande que no le cabe en el pecho.

—Se lo voy a decir.

Mi amigo parece decidido. Si lo hace, ahí estaré para apoyarlo. Su tía Carolina tendrá que entenderlo. Quiere a su

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