De puntillas y a destiempo (El club de las Tulipanes 3)

Lucía De Vicente

Fragmento

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Capítulo 1

—Me cuesta creerlo. Nuestros caminos se cruzaron por pura casualidad.

—Las casualidades no existen —replicó el sacerdote con firmeza—. Desde el momento de su nacimiento, los dos se vieron atrapados en un río de sucesos que unirían sus caminos, aunque nacieran en tierras diferentes.

Abrazos de seda, Mary Jo Putney

Gabriela miró con intranquilidad el panel informativo del aeropuerto de Sevilla, que avisaba de que el vuelo procedente de Edimburgo estaba tomando tierra, y se dirigió con paso decidido hacia la puerta de llegada que indicaba. Esperaba que los viajeros no tardaran mucho en salir porque los altísimos tacones de las sandalias la estaban matando.

Pero no tanto como para no darse cuenta del atractivo chico que escudriñaba el monitor a su lado. Uno de esos que haría volver la cabeza a cualquier mujer: alto, fuerte, rubio, con ojos azules y un atractivo hoyuelo en la barbilla.

«¡Compórtate, Gabriela, que el chico se ha debido de dar cuenta de que lo estás mirando con descaro y no se atreve ni a levantar la vista del suelo!», se amonestó para sus adentros.

Dispuesta a acabar cuanto antes con su tarea, alzó el cartel que llevaba en la mano para reclamar la atención de los primeros viajeros que empezaban a gotear al ritmo de apertura de aquellos cristales opacos. ¡Menudo embolado le había preparado Beatriz!

Beatriz Crespo era una de sus tres socias del Hotel-Palacio Los Tulipanes, concretamente, la directora de eventos, pero esa mañana estaba tan liada preparando los últimos detalles del congreso que iba a celebrarse durante tres días que no se le ocurrió mejor idea que pedirle que fuera ella al aeropuerto a recoger a los participantes.

Por eso estaba allí. ¿Cómo podría haberse negado, si Bea siempre estaba dispuesta a hacer favores a todo el mundo?

Y por eso, también, estaba a punto de cortarse los pies y echárselos a los perros, ya que aquellas sandalias que, apenas una semana atrás, su amiga le había obsequiado como regalo de cumpleaños le estaban pasando una factura impagable. Eran preciosas, sí, pero con un tacón de infarto y una plataforma de, como mínimo, angina de pecho. Y, como no podía ser de otra forma, con dibujo escocés.

Sí, Beatriz estaba obsesionada con todo lo que hacía referencia a las Tierras Altas y a sus highlanders. Hasta el punto de que empezaba a enamoriscarse de uno –o quizá estaba enamorada de él hasta las trancas y no quería reconocerlo– que, para más inri, era el culpable de que aquel congreso de la Asociación Escocesa de Cazadores de Mitos Antiguos fuera a celebrarse en Los Tulipanes.

«Escocesa» era la clave. De ahí el porqué de aquellas torturadoras sandalias y de que ella decidiera calzárselas esa mañana, como mudo homenaje a los recién llegados.

Tan ensimismada estaba en el bucle de sus divagaciones que soltó un grito, acompañado de su correspondiente saltito, cuando sintió un liviano toque sobre el hombro. Pero, al girarse, la queja quedó atascada a su garganta.

—¡Hola! ¿Eres Beatriz Crespo? —preguntó el atractivo rubiales de unos minutos atrás, con una arrebatadora sonrisa en los labios.

—¿Eh? No, no, no. Soy Gabriela Torres, la socia de Beatriz —respondió desubicada por completo—. ¿Y tú eres…?

—Soy Ewan Forbes, el...

—¿Amigo de Cam? ¿El organizador del Congreso? —completó la frase por él.

—El mismo. Perdona la confusión, es que cuando te he visto con el cartelito…

—Ah, es que no sabía si vendrías aquí o llegarías a Cádiz por tus medios. Y como no conozco a los congresistas pensé...

—¡Mira, ahí vienen dos de ellos! —la interrumpió.

Y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, le arrebató el cartel que llevaba en la mano y lo elevó por encima de las cabezas del resto de las personas que aguardaban la aparición de sus amigos y familiares. Con su más de metro ochenta y pico, para él, aquella era una gesta simple, pero para ella, que apenas llegaba al metro sesenta y cinco...

Aunque el calzado obraba a su favor. «¡Malditas sandalias!».

Los siguientes veinte minutos fueron una locura. A medida que los miembros de la expedición recogían su equipaje y se sumaban al grupo que poco a poco se iba formando en un rincón de la terminal, aquello se convertía en un galimatías de conversaciones en un inglés casi ininteligible para sus desacostumbrados oídos, a causa de ese terrible acento escocés que tenían todos ellos.

Se sintió ignorada, aunque tampoco era que le preocupara lo más mínimo, pues bastante tenía con intentar hacer un recuento de los que iban llegando. Misión imposible, por otra parte, porque no paraban de moverse de un sitio a otro y, al final, ya no sabía a quién contaba y a quién no.

—¿Estamos ya todos? —preguntó en un momento dado el tal Ewan, con lo que consiguió que su preocupación se aligerara bastante—. ¿Echáis en falta a alguien?

Al observar que nadie ponía objeciones, se tomó la revancha sustrayendo el cartel a Ewan sin ofrecer ninguna explicación y llamó la atención de la concurrencia agitándolo con fuerza por encima de su cabeza.

—Señores, señoras —exclamó alzando la voz cuatro o cinco tonos por encima del volumen que utilizaba habitualmente—, mi nombre es Gabriela y soy una de las socias del Hotel-Palacio Los Tulipanes —explicó en inglés, cuando vio que la mayoría le prestaba atención—. Si me siguen, los llevaré hasta el autocar y una vez allí procederemos a pasar lista antes de iniciar la marcha hasta Cádiz. Procuren no despistarse.

Y sin esperar ningún tipo de respuesta o queja, les dio la espalda y empezó a caminar con su cartelito en ristre, sin echar la vista atrás ni un solo instante.

El chófer, previsor, ya tenía las puertas y los maleteros abiertos cuando ellos llegaron. Ella se quedó fuera, apartada, observando el panorama. O lo que era lo mismo, al atractivo rubio desempeñarse como anfitrión, ayudando a unos y otros y conminándolos a ocupar sus asientos para el viaje.

«Bueno, guaperas, si te empeñas en hacer mi trabajo… Por mí no hay problema en que, de momento, tengas tus cinco minutitos de gloria», aceptó de buen humor. «Digo yo que habrá que dejarte que te ganes los honores del organizador».

Pero en cuanto vio que ya estaban todos a bordo, se aproximó sin prisa para tomar las riendas de la operación, aunque una ancha espalda ocupaba todo el espacio del hueco de las escaleras.

—Por favor, Ewan, siéntate tú también —pidió al propietario de aquella retaguardia tan bien formada y, sin darle ocasión de protestar, tomó la carpeta que reposaba sobre la primera fila de asientos de la derecha y señaló el que estaba junto a la ventanilla.

Aunque se había reservado las dos plazas para sí misma e, incluso, antes de bajar del autocar dejó sobre ella todos sus enseres a fin de asegurarse de que nadie osara colocar allí sus excelsas posaderas, compartirlas con Ewan de pronto no le pareció tan mala idea. ¡No señor!

Una vez en el interior, se dio cuenta de que el jaleo que estaban montando los escoceses en aquel reducido espacio era de preocupar; todos hablaban y reían al mismo tiempo, con un tono tan elevado que mucho se temía que los de la Benemérita acudieran a medir el nivel de decibelio

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