Este mal de amor solo lo cura un doctor

Ana E. Guevara

Fragmento

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Capítulo 1

Adoraba mi trabajo, estar en contacto con los pacientes, apoyarlos cuando los médicos les daban alguna mala noticia y compartir buenos ratos con Fernando, que es mi mejor amigo y mi compañero de trabajo. Aparentemente todo son ventajas, el único problema es que me tengo que cruzar cada día con el doctor Eric Monsalve, el pediatra del centro y mi ex.

No nos engañemos, el tío está cañón, moreno con algunas canas sueltas que te hacen recordar a George Clooney, sonrisa que podría aparecer en un anuncio de dentífricos y un carisma arrollador. Sí, era fácil caer rendida ante sus encantos. Fernando, mi compañero, no pensaba lo mismo, y cada vez que se acercaba al mostrador yo veía como él apretaba la mandíbula y se contenía para no darle una paliza allí mismo.

Tengo suerte de tener a Fer en mi vida. Es un amigo leal, siempre dispuesto a echar una mano y a apuntarse a cualquiera de mis locuras Es protector, cariñoso y muy buena persona. Si no lo viera como un hermano (y tuviera la novia que da más miedo de todo el planeta) tal vez me hubiera insinuado. Pero creo que desde el primer momento los dos nos dimos cuenta de que algo entre nosotros no funcionaría y ni siquiera lo intentamos. Ahora somos inseparables, y por eso es muy protector conmigo.

Era un martes cualquiera del mes de octubre, de esos en los que el tiempo empieza a cambiar, y, perezosamente, el otoño comienza a introducirse en Madrid. Teníamos un poco de descanso después de una mañana de locos.

—¿Qué vais a hacer Tere y tú este fin de semana?

—Pues nos vamos a comer a casa de sus padres, es el santo de su padre y allí son de celebrar todas las fiestas, por pequeñas que sean.

—Parece un planazo.

—No te creas, después de la comida toca una sobremesa de cuatro horas, con partida de parchís incluida. Y no veas lo competitivos que son en esa casa.

Estallé en una carcajada sin poder evitarlo. A Tere la conocí al poco de empezar a salir con Fernando y me pareció que era la persona adecuada para él. Mi compañero es como un oso panda, achuchable y muy mono, pero muy soso; su Tere es todo lo contrario, es una bomba de relojería a punto de estallar. Y se complementan de maravilla. Cuando fui a echar una mano con la mudanza, conocí al resto de la familia, y sí que me los podía imaginar pegando golpes en la mesa y dando gritos por una partida de parchís (y por menos).

—¿Y tú? —preguntó Fer con una sonrisa.

—Me quedaré en casa tranquila, tengo mucho que leer, que llevo varias novelas de retraso con la serie de Minstrel Valley Veré los nuevos capítulos de Sobrenatual y pediré sushi a domicilio. ¡Un planazo!

Fernando me miró con el gesto serio. Se había dado cuenta de que, por muy idílico que pudiera parecer mi fin de semana, dejaba de serlo cuando era el sexto seguido haciendo lo mismo. Habíamos llegado al acuerdo tácito de no hablar de Monsalve; cuando se acercaba al mostrador, Fernando le atendía con toda la frialdad de la que era capaz y eso era todo. No quería su compasión, solo su amistad.

—¿Te quieres venir con nosotros? Me vendría bien algo de ayuda con la familia de Tere, creo que aún no le caigo bien a su padre.

—No le vas a caer bien nunca, eres el hombre que le ha robado a su princesa, da igual lo bueno que seas, nunca será suficiente.

—Supongo.

—Además, no me veo incrustándome en una comida familiar como la amiga solterona que le da pena a todo el mundo.

—¡No digas tonterías! Sabes que no es así.

—Lo sé, pero es así como me voy a sentir.

Nos quedamos en silencio unos instantes, era difícil encontrar las palabras en momentos como esos. Entendía la postura de Fernando, él quería ayudarme, pero el problema lo tenía que solucionar yo solita.

—Oye, sé que esto es muy personal, pero ¿no has visto a nadie desde…? Bueno, ¿desde el innombrable?

—No, y no te enfades conmigo, pero sigo sintiendo algunas cosillas cuando me lo cruzo en la sala de descanso.

—¡Lucía!

—Te he pedido que no te enfades conmigo.

—Pero yo no te he dicho que fuera a aceptar. Ya sabes que nunca me gustó, con esos aires de grandeza que se da y esa sonrisa que piensa que es suficiente para que todo el mundo caiga rendido a sus pies. En fin, dicen que un clavo saca a otro clavo ―me dijo con gesto infantil y yo solté una risa amarga.

—Mira, creo que he acabado con los hombres por un tiempo, me voy a dedicar a mí misma, a vivir sin ataduras. Son todos unos cerdos.

—No todos los hombres son iguales, Lucía.

—Tienes razón. —Estiré la mano por encima del mostrador y cogí la suya—. Lo que es seguro es que he acabado con los médicos, son todos unos mentirosos egoístas.

Dimos la conversación por concluida y volvimos al trabajo, que todos esos expedientes no se iban a archivar solos. Pero ¿sabéis eso que dicen de que si quieres hacer reír a Dios solo tienes que contarle tus planes? Pues, por lo visto, mi vida debe ser la telenovela favorita del Altísimo porque no había pasado ni un cuarto de hora desde que tuvimos esa conversación que nuestra directora apareció rodeada de un grupo de cinco o seis personas.

—Fernando, Lucía, les presento a los nuevos integrantes del equipo médico que pasarán a formar parte de nuestro centro a partir de la semana próxima. En un intento de descongestionar los hospitales, vamos a contar con algunos especialistas de proximidad.

Íbamos a contar con dentista, ginecólogo, psiquiatra, reumatólogo y dermatólogo. Se fueron presentando uno a uno, estrechándonos la mano o dándonos dos besos los más afectuosos. Parecían un buen equipo, y contar con ese refuerzo sería una ventaja, sobre todo para nuestros pacientes. Todo iba sobre ruedas hasta que llegó el dermatólogo y casi me tuve que sentar para no caerme de culo en mitad del suelo del área administrativa. Allí, plantado delante de nosotros, había un adonis de anchas espaldas, pelo moreno y ojos verdes.

—Soy el doctor Ricardo de la Fuente, dermatólogo —dijo antes de plantarme dos besos en unas mejillas que debían haber perdido todo el color.

Creo que Fernando nos presentó a los dos, y menos mal, porque yo no era capaz de articular palabra. ¿De dónde habían sacado a ese tipo? ¿De un casting de modelos?

La directora se fue para seguir presentándolos al resto del personal y yo me quedé reponiéndome del shock.

—Me suena un montón la cara del dermatólogo, ¿y a ti? —preguntó Fernando sacándome de mi ensimismamiento.

Yo le iba a decir que me recordaba a un anuncio de Calvin Klein, y que, si no era de ahí, no sabía de dónde podía yo conocer a un tío como ese.

—No, la verdad es que no me suena.

—Pues yo creo que lo conozco, su cara me dice algo.

La puerta se abrió y una señora mayor la atravesó rauda.

—Buenos días, doña Mercedes, ¿cómo anda?

—Pues como siempre, hija, vengo a por mi receta para las pastillas de la tensión.

Rebusqué entre las recetas de crónicos, y tuve que mirar dos veces cada nombre porque tenía la cabeza en otra cosa. No podía quitarme de la cabeza esos ojos verdes y esa sonrisa pícara.

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Capítulo 2

La semana pasó velozmente y el fin de semana se escurrió aún más rápido si cabe. Era domingo por la tarde y ya le había dado la vuelta al apartamento tantas veces que mis pies estaban empezando a dejar surcos en el suelo del salón.

Tomé una decisión algo precipitada, cogí mi mochila donde tengo siempre mi ropa de deporte y me fui hacia el rocódromo. Por lo general iba martes y jueves, pero ese día necesitaba salir de casa y enfrentarme a algún reto que tuviera mi cabeza ocupada.

Me hice un par de vías verdes para calentar, y cuando ya noté que estaba a punto, me lancé hacía las azules y rojas. Me gustaba la sensación de estar colgando de la pared, sintiendo la gravedad que tira de ti hacia abajo y tu voluntad que quiere imponerse yendo hacia arriba. La sensación cuando llegas a lo alto es tan placentera… «Tan placentera como perderse entre los brazos del nuevo médico del centro», pensé. Pero ese pensamiento tan fuera de lugar me valió perder el apoyo que tenía en uno de los pies por estar desconcentrada y me caí de culo sobre la colchoneta.

No era la primera vez que me caía, pero sí la primera vez que me pasaba por pensar en un tío con el que no había intercambiado ni cuatro palabras. De repente, una mano tendida apareció en mi campo de visión. La cogí sin prestar más atención y cuando me puse en pie pude dedicarle una mirada a mi salvador. No lo había visto nunca, debía venir solo los fines de semana. Era algo más joven que yo, de sonrisa amable y ojos castaños.

—Esa vía es más traicionera de lo que parece, ¿verdad?

—No es eso, es que estaba pensando en otra cosa. Gracias, no te lo había dicho.

—Soy Marcos —dijo tendiéndome una mano llena de magnesio.

—Yo Lucía.

—¿Eres nueva? Nunca te he visto por aquí.

—Llevo un par de años apuntada al rocódromo, pero suelo venir entre semana.

Asintió en silencio. La verdad es que poco más nos podíamos decir, él había sido amable ayudándome a levantarme y yo educada al darle las gracias, seguramente nuestros caminos no volverían a cruzarse nunca. Reconozco que no tenía ganas de seguir subiendo, porque intuía que me iba a pasar lo mismo, así que me senté en el suelo y le di un trago a la cantimplora que siempre llevo conmigo.

—Voy a intentarlo, a ver qué tal se me da ―me dijo antes de empezar a escalar.

Iba sin camiseta y se le notaba cada músculo trabajado y ejercitado correctamente. Verlo subir era una delicia para la vista. Por lo general en el rocódromo hay muchísimos más chicos que chicas, y pude deleitarme la vista sin disimulo pues nadie me estaba prestando atención tirada como estaba en el suelo. Llegó arriba y me dedicó una radiante sonrisa antes de dejarse caer de un salto para aterrizar grácilmente a mi lado.

—¡Genial! Has hecho que pareciera fácil —le dije.

—Bueno, había una chica guapa mirando, no podía quedar mal.

No me suele ocurrir mucho, pero noté cómo me ruborizaba. Desde que Monsalve cortó conmigo nadie me había llamado guapa, y la verdad es que mi maltrecho ego lo agradeció.

—Yo ya he terminado por hoy y me voy a la sauna, ¿te vas a quedar más rato?

Medité durante unos segundos, por lo general podía pasarme dos horas subiendo esas paredes disfrutando de cada momento, pero ese día sentía que no estaba concentrada y que iba a acabar haciéndome daño si seguía así.

—Yo también he terminado.

—Perfecto, te espero en la sauna —dijo mientras se dirigía al vestuario masculino.

***

La sauna es mi parte favorita de ir a un rocódromo. Ese calor que te desentumece los músculos, que te hace sudar eliminando toxinas, es simplemente perfecto. Mis amigas me dicen siempre que yo voy al rocódromo únicamente para poder ir a la sauna dos veces por semana sin sentirme culpable, y la verdad es que creo que tienen razón.

Cuando llegué, Marcos ya estaba allí recostado contra una de las paredes de madera de la sauna. Me senté en el mismo banco pero en el lado opuesto. Llevaba mi rebelde melena pelirroja recogida en un moño despeinado y un bañador de natación azul marino que contrastaba poderosamente con mi blanquísima piel. Ya se sabe que la piel de los pelirrojos es muy sensible y yo evitaba en lo posible exponerme al sol.

Cerré los ojos sintiendo como el sudor comenzaba a perlar mi frente y se escurría por mi espalda y por el canalillo entre mis pechos. Marcos soltó un suspiro. Tenía los ojos cerrados disfrutando del momento él también.

Al cabo de unos minutos, cuando nuestros cuerpos ya se habían acostumbrado al calor, comenzó a hablar:

—Bueno, ¿te apetece contarme qué te ronda en la mente? Esa vía no era tan difícil.

—Trabajo en un centro de salud y mañana empiezan a trabajar un montón de médicos nuevos. Estoy un poco inquieta, ya sabes que los cambios son siempre estresantes.

No era mentira. Tampoco era toda la verdad, pero lo acababa de conocer y no me iba a poner a contarle mi vida a un desconocido.

—Tranquila, es normal estar un poco estresada ante un cambio en el entorno de trabajo, ya verás como todo va de maravilla

—Eso espero —musité.

Se notaba que quería seguir hablando, pero la puerta se abrió y un grupo de tres personas entró en la minúscula sauna. Eran amigos de la universidad que no pararon de parlotear sobre una tía buena de su clase en todo el tiempo que estuvieron allí dentro. Cuando me harté de las barbaridades sobre rubias pechugonas, salí rumbo al vestuario.

Marcos vino justo detrás de mí, cosa normal, pues habíamos entrado al mismo tiempo.

—Lucía, espero verte otro día por aquí —me dijo con una sonrisa, antes de ser engullido por la puerta batiente del vestuario.

Cuando salí a la calle vi a Marcos montarse en una moto y marcharse calle abajo. Miré el reloj, eran solo las ocho de la noche, aún me quedaban doce horas hasta entrar al trabajo y volver a encontrarme cara a cara con esos ojos verdes que me habían robado la respiración. Mi instinto me decía que iba a ser un día muy duro.

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Capítulo 3

Cuando llegué al ambulatorio me sorprendió encontrarlo a oscuras. Entré con mi llave, que utilizaba por primera vez, y encendí todas las luces y los ordenadores de recepción. Asustada, empecé a pensar que me había equivocado de día, que tal vez era domingo o festivo y yo estaba como una tonta en mi puesto de trabajo un día que no me tocaba.

La puerta se abrió y un Fernando mudo de sorpresa la atravesó.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó con el rostro desencajado.

—Trabajo aquí.

—Eso ya lo sé, me refiero a qué haces aquí a esta hora.

Señaló el gran reloj que teníamos en la pared y que marcaba las ocho y dos minutos de la mañana.

—Siempre te estás quejando de que llego tarde, por una vez que llego temprano deberías alegrarte —dije tratando de disimular.

—Si me alegro, pero también me preocupo porque en dos años no te he visto llegar ni un solo día a tu hora, mucho menos llegar pronto. Venga, cuéntame qué pasa.

—Es por lo de los médicos nuevos, quiero dar buena imagen, que no piensen que soy solo la administrativa cañón del centro.

Puso los ojos en blanco y yo solté una carcajada.

—Tranquila, los médicos suelen llegar a las ocho y cuarto para empe

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