El diablo en invierno (Las Wallflowers 3)

Lisa Kleypas

Fragmento

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Título original: The Devil in Winter

Primera edición: septiembre 2010

Traducción: Laura Panedes

 

© 2006 by Lisa Kleypas

© Ediciones B, S.A., 2010

© Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

© www.edicionesb.com

ISBN: 978-84-666-4586-7

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.

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Para Christina, Connie, Liz, Mary y Terri, cuya amistad ha hecho vibrar mi corazón.

Os querré siempre.

L. K.

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Contenido

Portada

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

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Epílogo

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1

Londres, 1843

Mientras observaba entrar a la joven que acababa de recibir en su casa de Londres, a Sebastian, lord St. Vincent, se le ocurrió que tal vez se había equivocado de heredera en su intento de rapto la semana anterior.

Aunque el secuestro figuraba desde hacía poco en su larga lista de infamias, debería haber sido más inteligente. Para empezar, habiendo escogido una víctima menos enérgica. Lillian Bowman, una briosa heredera americana, se había resistido con uñas y dientes hasta que su prometido, lord Westcliff, la había rescatado.

Viéndolo con perspectiva, elegir a Lillian había sido una estupidez, aunque en aquel momento le hubiera parecido la solución ideal a su encrucijada. La familia de Lillian era rica, mientras que él, pese a su título nobiliario, sólo tenía dificultades financieras. Y además prometía ser una amante entretenida, con su belleza morena y su carácter explosivo.

En cambio, la señorita Evangeline Jenner, aquella muchacha de aspecto dócil, no podía ser más distinta. Sebastian repasó rápidamente lo que sabía de ella. Era la hija única de Ivo Jenner, propietario del conocido club de juego londinense. Aunque la madre de Evangeline descendía de una buena familia, su padre era poco más que escoria. A pesar de su ignominioso linaje, Evangeline podría haberse casado bien si no hubiera sido por su terrible timidez, que le provocaba un tartamudeo mortificante. Sebastian había oído a algunos hombres asegurar que preferirían flagelarse la espalda a mantener una conversación con ella. Sebastian, por supuesto, había hecho todo lo posible por eludirla. No había sido difícil. La tímida señorita Jenner acostumbraba esconderse tras las columnas en los salones. Nunca habían cruzado palabra alguna; circunstancia que había parecido conveniente a ambos por igual.

Pero ahora no tenía escapatoria. Por alguna razón, ella había considerado oportuno presentarse en su casa inopinada y escandalosamente tarde. Y para que la situación resultara todavía más comprometida, no iba acompañada, cuando pasar más de un minuto a solas con Sebastian bastaba para arruinar la reputación de cualquier chica. Era libertino, amoral y perversamente orgulloso de ello. Destacaba en la ocupación que había elegido (la de seductor incorregible), y había alcanzado un nivel al que pocos calaveras podían aspirar.

Sebastian se arrellanó en su butaca mientras observaba con una ociosidad engañosa cómo Evangeline Jenner se acercaba. La biblioteca estaba a oscuras salvo por un pequeño fuego en la chimenea, cuya luz parpadeante acariciaba la cara de la joven. No aparentaba más de veinte años, y tenía un cutis lozano y unos ojos llenos de inocencia. Sebastian nunca había valorado ni admirado la inocencia, antes bien, la desdeñaba.

Aunque lo más caballeroso habría sido que se levantara, no parecía demasiado importante mostrar buenos modales dadas las circunstancias. Así que señaló la otra butaca que había junto a la chimenea con un movimiento de la mano.

—Siéntese si quiere —dijo—. Aunque yo en su lugar no me quedaría mucho rato. Me aburro enseguida y usted no tiene fama de conversadora estimulante.

Su grosería no inmutó a Evangeline. Sebastian no pudo evitar preguntarse qué clase de educación la habría vuelto inmune a los insultos, cuando cualquier otra chica se habría sonrojado o echado a llorar. O era tonta o muy valiente.

Evangeline se quitó la capa, la dejó en el brazo de la butaca tapizada de terciopelo, y se sentó sin gracia ni artificio.

«Una de las floreros», pensó Sebastian al recordar que era amiga no sólo de Lillian Bowman, sino también de su hermana menor Daisy y de Annabelle Hunt. Las cuatro muchachas habían permanecido sentadas en numerosos bailes y veladas toda la temporada anterior sin que nadie las sacara a bailar. Sin embargo, parecía que su mala suerte había cambiado, porque Annabelle había encontrado marido por fin, y Lillian acabab

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