Vampiros para la eternidad (Los hermanos Argeneau 7)

Lynsay Sands

Fragmento

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labios

Prólogo

Irás en uno de los aviones de la compañía. Estará listo y a tu disposición cuando lleguemos al aeropuerto.

Thomas Argeneau asintió con la cabeza, pero tenía toda su atención puesta en la ropa que estaba descolgando de las perchas del vestidor y metiendo de cualquier manera en su mochila.

Etienne lo observó durante un momento antes de hacerse una pregunta en voz alta.

—¿Por qué no habrá llamado mamá?

Sin respuesta para esta pregunta, Thomas hizo una mueca y negó con la cabeza. Toda aquella situación le parecía muy angustiosa. Después de haber sido una devota ama de casa durante setecientos años, Marguerite Argeneau decidió iniciar una carrera profesional. Pero en lugar de coger el camino más fácil hacia el mundo laboral, empezando por un trabajo de oficina o cualquier otro oficio trivial, ella decidió que quería ser el próximo Sam Spade, o mejor, la próxima Samantha Spade[1]. La mujer, que rara vez había abandonado su hogar antes, aceptó trabajar como detective privado y viajó a Europa para intentar localizar a la madre de un vampiro de quinientos años.

Si bien Thomas entendía su deseo de tener un trabajo que la ayudara a llenar el tiempo, habría preferido que hubiera escogido algo menos exótico, y sobre todo que pudiera hacer en Canadá.

—Las primeras tres semanas llamaba todas las noches sin falta, en ocasiones hasta dos veces en una misma noche. Pero luego dejó de llamar de repente. Sin duda le ha pasado algo. —Etienne hablaba entre dientes, con evidente preocupación.

Thomas echó una mirada por encima del hombro, y advirtió que su rubio primo, que se caracterizaba por ser un hombre apacible, no estaba nada tranquilo en aquel momento. Etienne caminaba de un lado a otro del pequeño vestidor con la preocupación marcada en el rostro. Este era un sentimiento que afligía a toda la familia últimamente. Hacía ya tres días que Marguerite Argeneau no se ponía en contacto con ninguno de sus parientes. Normalmente, tal cosa no sería preocupante en absoluto; pero Lissianna, su única hija, estaba en el último mes de su primer embarazo, y por eso mismo Marguerite había estado llamando con mucha frecuencia. Todo el mundo sabía que estaba dispuesta a dejarlo todo y volver a casa a la primera señal de que Lissianna estaba de parto. Esa circunstancia hacía que su silencio fuese muy inquietante.

—Thomas —Etienne dejó de andar de un lado para otro y, de manera inesperada, le tocó el brazo—, de verdad te agradezco que hayas aceptado hacer este viaje para ir a ver cómo está ella… y el resto de la familia también te lo agradece.

—Yo también me preocupo por ella. —Thomas se encogió de hombros con cierta rigidez, y luego siguió haciendo las maletas, consciente de que se había quedado muy corto al decir estas palabras.

Desde un punto de vista biológico, Marguerite Argeneau solo era su tía, pero se trataba de la mujer que lo había criado y la única madre que había conocido en su vida. La quería tanto como todos sus hijos.

—Lamento no poder ir contigo. —Etienne no podía ocultar su ansiedad, y de nuevo se puso a pasear nerviosamente de un lado para otro—. Si no tuviera ese plazo de entrega…

Thomas no hizo ningún comentario. Sabía que Etienne, igual que el resto de la familia, quería ir a buscar a la desaparecida mujer tanto como él; pero no podían abandonarlo todo de repente. Sin embargo, también sabía que todos tenían pensado seguirle en cuanto pudieran. Thomas sinceramente esperaba que eso no fuese necesario. Esperaba llegar y encontrarla sana y salva, y que ella tuviera algún absurdo motivo que explicara por qué había dejado de llamar.

El repentino timbrazo de un teléfono hizo que los dos hombres se sobresaltaran, o mejor dicho, se quedaran helados. Thomas vio a Etienne sacar un móvil de su bolsillo y llevárselo al oído. Su saludo fue seguido de un breve silencio mientras escuchaba lo que le decían desde el otro lado del auricular. Al cabo de unos instantes dijo «vale», y guardó el teléfono. Luego se explicó.

—Era Bastien. Te ha reservado una habitación en el hotel Dorchester de Londres. Nuestra madre estaba hospedada allí cuando desapareció.

—¿Londres? —Thomas fruncía el ceño—. No lo entiendo. Pensé que la tía Marguerite y Tiny estaban en Italia. Están trabajando para un tío italiano, un tal Nocci o algo por el estilo.

—Notte —le corrigió Etienne—, y tienes razón en parte, es italiano, al menos por parte de padre, pero parece que nació en Inglaterra. De modo que Marguerite y Tiny decidieron emprender la búsqueda allí.

Cuando Thomas se quedó mirándolo con incredulidad, siguió con sus explicaciones.

—Bastien se encargó de pedir un avión para nuestra madre y para Tiny, y confirma que viajaron a Inglaterra.

—Entonces está en Inglaterra, no en Italia. —Thomas hizo un gesto de extrañeza y sacó los pantalones blancos de lino que estaba metiendo en la mochila para reemplazarlos por unos vaqueros y un par de camisas de manga larga que combinaban con las camisetas que ya había guardado. Estaban a principios de otoño: las tardes ya debían de ser frescas en Inglaterra.

Cuando terminó de meter toda la ropa que pudo en la mochila, Thomas pasó el abultado equipaje por delante de su primo y salió corriendo del vestidor.

—¿Bastien se ha puesto en contacto con Jackie? ¿Sabes si ella ha tenido noticias de Tiny? —Thomas hacía las preguntas mientras buscaba frenéticamente calcetines y ropa interior en los cajones. Jackie Morrisey era la dueña de la Agencia de Detectives Morrisey, y la jefa de Tiny y Marguerite. También era la pareja para toda la vida de Vincent, su primo.

Etienne contestó negativamente con un gruñido mientras seguía a Thomas con la mirada.

—No ha podido ponerse aún en contacto con Jackie. Vincent y Jackie también han desaparecido. Seguramente están como tórtolos en una casita apartada, disfrutando de su mutua compañía. Desde luego, cuando Rachel y yo nos unimos finalmente, nos tiramos varias semanas sin aparecer por el mundo.

Thomas asintió con la cabeza mientras embutía calcetines en la mochila. Tenía razón. Había visto a todos sus primos encontrar a sus parejas para toda la vida, y todos desaparecieron durante varias semanas… Bueno, todos menos Bastien. El director general de Empresas Argeneau decidió que no disponía de tiempo para alejarse del mundo. Pero lo cierto era que hubiera sido mejor que lo hiciera. No había estado trabajando al ritmo habitual desde que su pareja para toda la vida, Terri, volvió con él. Los demás desaparecieron durante un mes, poco más o menos, y al regresar lograban centrarse, mantener una conversación entera sin tener que salir corriendo cada dos por tres para poder estar a solas con sus parejas para toda la vida. Al parecer, como no había podido desahogar debidamente su fogosa pasión, Bastien andaba más distraído de la cuenta. No rendía como era debido.

Thomas consideró que ya había metido demasiadas cosas a presión en la mochila y empezó a cerrar la cremallera. Imposible. Lo intentó varias veces entre gruñidos. Finalmente admitió que estaba demasiado llena, hizo una mueca y sacó la ropa interior que había metido, tras decidir que no se pondría calzoncillos hasta que comprara otros en Inglaterra.

Etienne habló con tristeza.

—Greg trató de llamar a mamá al hotel Dorchester cuando Lissianna empezó a tener contracciones, pero le dijeron que había pagado la factura y se había marchado.

Thomas asintió con la cabeza mientras al fin lograba cerrar la cremallera con dificultad. La pareja para toda la vida de Lissianna ya le había contado eso a la familia cuando fueron a la casa para hacerle compañía mientras ella daba a luz a una preciosa niña. Su especie no podía ir a un hospital, pues corría el riesgo de que los demás descubrieran su naturaleza. La mayoría de los inmortales daba a luz en casa, con la única ayuda de una partera de la misma especie; pero Lissianna le había pedido a la esposa de Etienne, Rachel, que la atendiera durante el parto. La mujer, que trabajaba en el depósito de cadáveres de la ciudad, era médico, e hizo un trabajo estupendo al ayudar a traer al mundo al último miembro de la familia Argeneau.

—Es muy raro que desaparezca de esa manera. —Thomas acompañó sus palabras de un suspiro de alivio al ver cerrada del todo la cremallera.

Etienne asintió.

—Sí, sobre todo sabiendo que Lissianna estaba a punto de dar a luz. Me hizo prometerle que la llamaría a la menor señal de que el bebé iba a nacer.

—A mí también me arrancó esa promesa. Sospecho que hizo que todos nosotros le prometiéramos lo mismo.

Los dos hombres se quedaron callados, preguntándose qué habría podido impedirle a Marguerite Argeneau ponerse en contacto con su familia, o al menos averiguar de alguna forma cómo se encontraba su hija. La respuesta era sencilla: solo la muerte u otra razón grave, de fuerza mayor, se lo habrían podido impedir.

Thomas trató de apartar la siniestra sospecha de su cabeza. Se llevó la mochila al hombro, cogió rápidamente la carpeta que se encontraba en la mesilla de noche y se dirigió a la puerta.

—¿Estás componiendo algo? —Etienne hizo esta pregunta mientras salía de la habitación tras él.

Al oírle, Thomas pareció apretar con más fuerza la carpeta. Había crecido en un hogar muy musical. A la tía Marguerite le gustaba la música en todas sus formas, y le había inculcado esta afición a su sobrino. Recordaba con mucho cariño su niñez, cuando solía quedarse dormido arrullado por el dulce sonido de los conciertos para piano que le tocaba la buena mujer. Cuando el pequeño manifestó interés por la música, no dudó en enseñarle a tocar el piano y la guitarra. Posteriormente, el joven vampiro aprendió a tocar otros instrumentos.

Thomas tenía catorce años cuando hizo sus primeros pinitos como compositor. Por supuesto, eran piezas burdas, pero prometedoras. Lamentablemente, Jean Claude no sabía apreciar la música y menospreció su talento. No pasó mucho tiempo antes de que Thomas decidiera ocultar sus composiciones, para evitar la gran pena que le causaban las pullas de aquel viejo cabrón. Temeroso de que sus primos tampoco supieran apreciar su talento, el muchacho también les ocultó a ellos lo que estaba haciendo. Sin embargo, la tía Marguerite, Lissianna y Jeanne Louise siempre lo supieron, y lo elogiaron cuando la música que compuso empezó a divulgarse y a gozar de popularidad a principios del siglo XIX. Se disgustaron mucho al saber que quería difundir su música de manera anónima, es decir, que se empeñaba en seguir ocultando a los demás lo que hacía. No obstante, respetaron su voluntad. O al menos creía que lo habían hecho, hasta aquel preciso momento.

—¿Quién te lo dijo? ¿Lissianna o Jeanne Louise? —Hizo la pregunta en tono grave. Poco menos que había obligado a las dos mujeres a prometer que no dirían nada acerca de su carrera, y no le agradó en absoluto que faltaran a su palabra.

—Ninguna de las dos. Fue mi madre quien me lo dijo.

Thomas, más que sorprendido, se detuvo.

—No creerías que podrías ocultarle a ella lo que estabas haciendo, ¿verdad? —Etienne sonreía y hablaba con amable ironía—. Bien sabes que nos lee la mente a todos y está enterada de todo lo relacionado con nosotros.

Thomas hizo una mueca.

—Si lo sabe no es porque me haya leído la mente. ¿Quién crees que me enseñó a leer y escribir música? Pero me sorprende que te lo haya dicho. Bastien y Lucern no lo saben, ¿verdad?

Etienne negó con la cabeza.

—Tu reputación de holgazán inútil ante ellos está a salvo, primo. Que yo sepa, mi madre no les ha dicho nada al respecto. De hecho, me hizo prometerle que no se lo contaría. Me dijo que tú mismo lo harías cuando estuvieses preparado para ello.

Thomas asintió con la cabeza. Sintió un gran alivio al oír estas palabras, pero seguía sorprendido.

—Me pregunto por qué te lo habrá dicho.

—En realidad lo hizo sin querer. Me pilló tarareando María de las Tierras Altas en la época en que era una pieza que gozaba de mucho éxito, y me dijo casi sin pensarlo que era tu composición que más le gustaba hasta la fecha. Yo no sabía de qué me estaba hablando, desde luego, y le pedí que me lo explicara. Lo hizo, pero luego me forzó a prometer que no diría nada.

—Y ahora estás faltando a tu promesa. —Thomas por fin sonreía—. ¿Por qué?

—No sé cuánto tiempo debo guardar el secreto. ¡Me lo dijo hace casi doscientos años, primo, y tú no has dado ninguna muestra de querer revelar en un futuro cercano que eres compositor! —Se encogió de hombros—. ¿Por qué lo mantienes en secreto?

Thomas siguió atravesando el pasillo.

—Tampoco es un secreto para todo el mundo. Por lo demás, Bastien y Lucern pensarían que no es más que un capricho, un ridículo pasatiempo, y me dirían que debería dejar de lado esas niñerías e ir a trabajar en el negocio familiar.

—Al oír esas palabras me parece escuchar a papá —dijo Etienne en voz baja.

Thomas se limitó a encogerse de hombros. Eso era, en efecto, lo que había dicho Jean Claude Argeneau. Y esas palabras le dolieron tanto, y tanto le dolía aún recordarlas pese a que había pasado mucho tiempo, que no quería por nada del mundo escucharlas de boca de Bastien y Lucern.

—Ah, ya habéis terminado. —Rachel sonrió a los dos hombres cuando llegaron al amplio salón de la casa—. Thomas, ¿esta es tu madre?

El vampiro interpelado dirigió la mirada hacia el retrato que se encontraba sobre la chimenea y asintió lentamente con la cabeza. Althea Argeneau fue una mujer hermosa, pero él no se acordaba de ella. Marguerite le regaló aquel retrato al óleo el día que se marchó de casa para irse a vivir solo. La pintura era el único lazo que tenía con la mujer que le dio la vida. Luego dirigió la mirada hacia el retrato que se encontraba en la pared de enfrente. Era de su tía Marguerite, y rogó al Señor que no se convirtiese también en el único contacto que le quedase con la mujer que lo había criado. Tenía que encontrarla sana y salva.

—Entonces… ¿ya no falta mucho para que pueda volver a tener un hijo? —preguntó Rachel con una sonrisa, volviendo a atraer su atención hacia el retrato de su madre muerta hacía muchos siglos.

Cuando clavó sus ojos en él y luego miró a Rachel sin comprender, Etienne le refrescó la memoria.

—Cuando Rachel y tú os conocisteis en La Discoteca, ella pensó que tú eras menor que Jeanne Louise. Tú le dijiste que estaba equivocada, y luego que tu madre quería tener más hijos, pero que tenía que esperar otros diez años, poco más o menos, debido a la ley de los cien años.

—Ah, ya. —Thomas sonrió irónicamente al recordar la conversación en cuestión. Aquel no había sido más que un comentario sin trascendencia hecho a una desconocida. No quiso contarle sus tragedias familiares en aquel momento, no quiso decirle que no había ninguna «madre» y que Jeanne Louise era solo su medio hermana, hija del tercer matrimonio de su padre.

El hecho era que sobre el padre de Thomas parecía pesar una maldición cuando de esposas se trataba. Todas se le morían, caso bastante extraño, teniendo en cuenta que eran inmortales. Debido a esto, el hombre se había vuelto más y más sombrío, casi amargado, con el paso de los siglos, y rehuía todo contacto verdadero con sus hijos. Desde luego, era un asunto bastante doloroso para Thomas, y prefería evitarlo. Por eso hizo aquel comentario entonces, en lugar de explicar que Jeanne Louise era solo su medio hermana y que Marguerite Argeneau era la única madre que ambos habían conocido.

No obstante, todo parecía indicar que en aquel momento tendría que explicarse.

—Yo…

Rachel le interrumpió en voz baja, y atravesó la habitación para acariciarle un brazo dulcemente.

—Tranquilo, Etienne me contó la historia cuando nos casamos. Solo te estaba tomando el pelo. Lamento mucho haberte traído malos recuerdos.

Thomas se encogió de hombros en un intento de quitarle importancia a aquel asunto, y luego se volvió hacia la puerta.

—Tenemos que marcharnos ya. Cuanto antes me dejes en el aeropuerto, más rápido llegaré a Londres, encontraré a la tía Marguerite y todos podremos quedarnos tranquilos.

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labios

1

El taxista se volvió hacia ella.

—Hasta aquí puedo llegar, guapa. Son catorce libras.

Inez Urso frunció el ceño al advertir que el taxi se había detenido tres portales antes de su destino. Lamentablemente, había una larga fila de coches esperando para recoger a las personas que estaban llegando y el conductor no podía acercarse más. Sabiendo que le quedaba mucha distancia por recorrer y que tendría que darse prisa, Inez le dio el dinero. Se contuvo para no hacer una mueca de horror ante el desorbitado precio de la carrera.

«Da igual: no sale de tu bolsillo», se recordó. «El gasto corre a cargo de la compañía». Esa era la única razón por la que estaba allí. Solo una orden directa de Bastien Argeneau podía obligarla a soportar cuarenta y cinco minutos de tráfico londinense en un taxi mal ventilado y en uno de los septiembres más calurosos de la historia. Si le hubieran avisado con suficiente antelación, Inez le habría pedido a uno de los chóferes de la empresa que la llevara al aeropuerto a recoger a Thomas Argeneau. También se habría acostado más temprano la noche anterior. Pero no le habían avisado con tiempo. Bastien Argeneau, que era el director de Empresas Argeneau y su jefe, la llamó a las cinco de la mañana, sacándola de un sueño profundo, para pedirle que recogiera a su primo en el aeropuerto. Y lo que era aún peor, había llamado apenas cuarenta y cinco minutos antes de que el avión aterrizara.

Sabiendo que ese era exactamente el tiempo que tardaría en llegar al aeropuerto desde su piso, Inez ni siquiera pudo darse una ducha o beberse una taza de té. Simplemente cogió la ropa que se había puesto la noche anterior con una mano mientras llamaba a un taxi con la otra. Abrochándose aún los botones, cogió el bolso y bajó corriendo las escaleras. Salió a la calle en el preciso momento en que el taxi se detenía frente a su edificio.

Inez no tenía muy buen aspecto en aquel momento. Sin haberse podido dar una ducha ni maquillarse, con el pelo desordenado y todavía con la ropa del día anterior, no era muy probable que lograse causarle buena impresión a nadie. Afortunadamente, no sentía la necesidad de causarle una buena impresión a Thomas Argeneau. Solo había visto a ese hombre una vez en su vida. Después de que la ascendieran al cargo de vicepresidente de operaciones comerciales del Reino Unido, lo que había ocurrido hacía ya algunos meses, viajó a Nueva York para conocer la oficina central de la compañía. Allí conoció a Thomas, o al menos lo vio. Nadie se lo presentó. Ella estaba con otros altos ejecutivos en una reunión que tuvo lugar en el despacho de Bastien, cuando Thomas entró con aire despreocupado, sin previo aviso y sin llamar a la puerta, para soltar una perorata. Habló en una jerigonza que Inez casi no pudo entender, generosamente salpicada de expresiones como «joder», «tíos» y «tías».

Gracias a que había visto muchas películas, Inez se dio cuenta de que hablaba como el típico surfista californiano de los noventa. No estaba muy segura, pero sospechaba que aquellos términos habían caído en desuso y se habían vuelto anticuados. En cualquier caso, daba lo mismo, porque él no era de California y, si no estaba equivocada, en el sur de Ontario no se practicaba mucho el surf. Decidió entonces que todo aquello era pura fachada, una pose. El tipo no era más que un joven y privilegiado haragán que había adoptado la jerga de los surfistas para intentar torpemente impresionar a las demás personas.

Al final, se supo que Bastien lo había mandado llamar para que le llevara algo a uno de sus hermanos. Thomas no era más que un recadero, se dijo, y esto confirmó la idea que se había formado de él. Era un Argeneau, pero en lugar de hacer una carrera y ocupar un cargo en la compañía, llevaba cosas de un lado a otro y hablaba como un idiota drogado.

Esto significaba, pensaba Inez entonces, que la habían sacado de la cama a las cinco de la mañana para recoger a un hombre que no tenía ninguna importancia, y que probablemente no tuviese otra razón para viajar al país que haraganear en nuevas tierras. En su opinión, no era más que un pesado insoportable.

Lamentablemente, Bastien le había pedido que lo recogiera, y él sí era alguien a quien ella quería causar una buena impresión. De modo que Inez arrancó el recibo de las manos del taxista, le dio las gracias, abrió la puerta de un golpe y se lanzó fuera del coche para correr hacia la zona de llegadas.

Tras echar un vistazo a su reloj mientras atravesaba corriendo las puertas automáticas y entraba en el edificio atestado de gente, supo que había llegado al aeropuerto cinco minutos después de la hora de aterrizaje que le había dicho Bastien. La mujer casi sintió pánico por un momento, pero luego se dijo que no era posible que el petimetre ya hubiera pasado por la aduana.

Al entrar en el vestíbulo de llegadas, se detuvo un momento para orientarse, y luego fue corriendo hacia la hilera de puertas de cristal para dirigirse a aquella por la que Bastien le había dicho que saldría Thomas.

Inez estaba a unos seis metros de donde necesitaba estar cuando vio que se abrían las puertas y que el hombre al que debía recoger salía por ellas. Esbozó una sonrisa forzada, apretó el paso y lo llamó, jadeante aún, agitando una mano para atraer su atención.

La voz le salió tan débil que la joven pensó que no la habría oído, pero Thomas debía de tener buen oído, pues inmediatamente dirigió la mirada hacia ella. Sin embargo, siguió su camino. Hasta la vio agitar la mano, pero siguió avanzando hasta salir del aeropuerto por las puertas automáticas que se encontraban delante de su salida.

Indignada ante aquel aparente desaire, Inez empezó a seguirle. Soltó una maldición y echó a correr al verlo dirigirse a la fila de taxis que estaban esperando frente al edificio. Disculpándose a diestro y siniestro, se abrió paso a empujones entre la multitud, para dirigirse a las puertas automáticas y salir corriendo justo a tiempo para ver arrancar el taxi que había cogido el surfero.

Inez empezó a correr como una tonta detrás del taxi negro, pero enseguida se detuvo, agotada y furiosa. La incredulidad había dado paso al enfado. La habían sacado de la cama para que se dirigiera deprisa a aquel lugar, solo para que aquel idiota ignorante y maleducado se subiera a un taxi y se marchase, abandonándola allí.

—¿Necesitas un taxi, guapa?

Inez miró en torno suyo al oír la pregunta, y soltó un suspiro al ver al mismo taxista sonriente que la había llevado al aeropuerto. El hombre no había hecho más que parlotear animadamente de cosas variadas durante todo el trayecto desde el centro de Londres, donde ella vivía. No le cupo la menor duda de que tendría que volver a disfrutar de la misma animada cháchara hasta que llegaran al hotel Dorchester, donde Thomas se hospedaría.

—Lo que necesito es un té —masculló entre dientes antes de suspirar y asentir con la cabeza dirigiéndose hacia el hombre que la estaba esperando con la puerta del taxi abierta.

Inez no vio al hombre de cara delgada y pelo negro que también se estaba acercando al taxi hasta que los dos estuvieron cerca de la puerta. Sorprendida, la mujer vaciló un momento. Él no lo hizo e intentó entrar en el vehículo. Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, el taxista dio un paso adelante y se paró frente a la puerta abierta. Habló con tono firme.

—Voy a llevar a la señora. Yo la traje hasta aquí, y quedé en llevarla de regreso.

El hombre no la miró, pues tenía toda su atención puesta en el conductor. Inez no supo qué le dijo, pero sospechó enseguida que le habría prometido dinero adicional, pues el taxista se apartó de improviso para dejarle entrar, cerró la puerta y se dirigió al asiento del conductor sin decir una palabra más, ni volver a mirarla siquiera.

Una vez más, Inez se quedaba mirando, boquiabierta e impotente, un taxi que se marchaba sin ella.

—¿Necesita usted un taxi, señora?

Sobresaltada, Inez miró al joven conductor que le había hecho aquella pregunta. Apretando los labios, corrió hacia él, pues no estaba dispuesta a permitir que volvieran a dejarla sin un taxi que la llevara a la ciudad. Subió al coche sin problemas en esta oportunidad, se acomodó en el asiento trasero, esbozó una sonrisa forzada y dio las gracias entre dientes mientras el taxista cerraba la puerta. Acto seguido, se relajó, pensando que realmente necesitaba una taza de té. Por desgracia, tendría que esperar hasta que llegara al Dorchester y se cerciorara de que Thomas Argeneau tuviese todo lo que le hiciera falta. Esa había sido la orden que le dio Bastien: «Recoge a Thomas, llévalo al hotel y asegúrate de que tenga todo lo que le haga falta».

Y eso era lo que haría. Se cercioraría de que Thomas Argeneau tuviera absolutamente todo lo que le hiciese falta… después de decirle cuatro frescas por cometer la grosería de marcharse sin ella. Luego podría tomarse la ansiada taza de té.

* * *

—Gracias, deje la mochila sobre la mesa. —Thomas, pese a su ansiedad, trataba de hablar con tono amable al botones que había entrado en el salón de la suite. El hombre hizo lo que le habían ordenado y enseguida se volvió, con la intención de hablarle de los servicios que ofrecía el hotel, pero él le hizo señas para que se callara.

—No necesito nada, gracias. —Dio una buena propina al hombre por acompañarlo a su suite y llevarle la mochila, y con un gesto lo instó a dirigirse hacia la puerta.

—Gracias, señor. —El botones esbozó una sonrisa abierta que enseguida se hizo más formal—. Llame a recepción si necesita algo. Pregunte por Jimmy. Yo le traeré todo lo que quiera.

—Eso haré. Gracias de nuevo.

Cerró la puerta tras el botones, se volvió y regresó al salón de su suite. Elegante, lujoso, de buen gusto… era exactamente lo que esperaba. La tía Marguerite siempre había demostrado tener un gusto muy refinado.

Acto seguido, Thomas cogió su mochila y se dirigió a la puerta que conducía a los demás aposentos de la suite, con la intención de llevarla al dormitorio. No obstante, el sonido del móvil hizo que se detuviera.

Tras volver a poner la mochila en la mesa, sacó el teléfono del bolsillo trasero y lo abrió rápidamente mientras se dejaba caer en uno de los sillones.

—¿Sí? —Sabedor de que era Bastien quien le llamaba, su tono era animado.

—¿Has llegado bien?

—Por supuesto, tío. La travesía fue estupenda.

—¿Inez no tuvo ninguna dificultad para encontrarte en el aeropuerto?

Thomas arqueó las cejas.

—¿Inez?

—Inez Urso. La llamé para que fuera a recogerte y te trajera a la ciudad.

Thomas percibió un cambio en la voz de Bastien, que parecía molesto, pero prefirió ignorarlo. Procuró repasar lo que había hecho desde su llegada a Heathrow. De repente recordó a una mujer menuda, de pelo negro, que corría por el aeropuerto agitando una mano. Thomas la vio, pero no pensó que se dirigiese a él. Etienne no le había dicho que habría alguien esperándolo allí, de modo que supuso que había ido a recoger a alguna persona que se encontraba detrás de él, y siguió andando. Pero, claro, ahora que Bastien le hablaba de Inez, se le vino a la mente aquella señorita pulcramente vestida que había conocido hacía unos meses en la oficina de su primo… No obstante, la mujer que agitaba una mano de manera desesperada en el aeropuerto aquella mañana no estaba pulcramente vestida en absoluto. Se diría que acababa de salir de la cama.

—¡Thomas! —Bastien parecía a punto de perder la paciencia—. ¿No estaba allí?

—Sí, estaba allí, pero… —De repente, oyó que llamaban a la puerta de la suite y dirigió la mirada hacia ella. Se levantó y fue a abrirla.

—Muy bien. —Bastien seguía hablando mientras Thomas abría la puerta—. Es muy eficiente por lo general, pero la desperté a las cinco de la mañana para que fuera a recogerte y pensé que a lo mejor no lograría llegar a tiempo.

—Sí, ella… —Thomas guardó silencio repentinamente al reconocer a la mujer que estaba en la puerta. Su mirada se deslizó por los rizos de pelo negro y sin vida, las ropas ligeramente arrugadas y la cara sin maquillaje, con el ceño fruncido en evidente señal de irritación. Sí, era Inez Urso. Una muy enfadada Inez Urso, se dijo, advirtiendo el fuego que brillaba en sus ojos.

Cuando ella abrió la boca, Thomas instintivamente se llevó el móvil al pecho para impedir que Bastien oyera la diatriba que sospechaba que estaba a punto de soltarle. No se equivocó. Un aluvión de duras palabras salió de su boca sensual, carnosa y seductora y cayó sobre él. Lamentablemente, muy pocas de aquellas palabras eran inglesas. Supuso que le estaba insultando en portugués. Al parecer, el portugués era su lengua materna, y por tanto el idioma que utilizaba cuando estaba enfadada… Y no cabía la menor duda de que Inez Urso estaba enfadadísima.

En plena perorata, la irritada mujer empezó a avanzar y Thomas retrocedió automáticamente, permitiéndole entrar en la habitación. Estaba demasiado confuso, casi anonadado, como para hacer otra cosa. Le parecía fascinante que una mujer que le había parecido muy poco agraciada la primera vez que la vio pudiera volverse casi hermosa cuando iba sin arreglar y estaba hecha una furia. Los ojos le brillaban, las mejillas estaban encendidas de ira y los labios se movían tan rápidamente que se volvían casi invisibles. Además, agitaba el dedo índice furiosamente bajo su nariz, algo que a él le parecía muy molesto cuando eran las mujeres de la familia las que lo hacían. Pero ahora, por alguna misteriosa razón, le pareció un gesto delicioso, encantador, y no pudo reprimir la sonrisa que asomó a sus labios.

Grave error, comprendió enseguida. A Inez Urso no le agradó lo más mínimo aquella sonrisa, y al verla la bronca se volvió aún más feroz. En ese instante recordó que tenía el teléfono contra el pecho, y que de él salía un murmullo. Bastien no parecía más contento que la feroz portuguesa.

Thomas miró el vociferante aparato con el ceño fruncido, y luego dirigió los ojos a la pequeña fiera que seguía sermoneándole, calibrando la posibilidad de hacer que saliera de la habitación el tiempo suficiente para poder hablar tranquilamente con Bastien. Pero esto no le pareció razonable, pues no sería muy educado, y la chica no admitiría nuevas descortesías. Además, la tía Marguerite no lo había educado para que acabase siendo un grosero.

Levantó una mano para pedirle que guardara silencio. Sorprendentemente, Inez obedeció esta orden, poniendo repentino fin a su diatriba. Thomas se dijo que probablemente ya se estaba quedando sin cuerda cuando le hizo el gesto. Desde luego, los ojos de la chica habían perdido parte del ardiente brillo del principio. No obstante, Inez seguía respirando con agitación, lo que hizo que el abroncado Thomas dirigiese la mirada hacia su palpitante pecho. Advirtió que con cada jadeo su blusa se tensaba hasta ceñirse a su cuerpo, amenazando con hacer saltar un botón. Miró el maravilloso pecho con tal insistencia que la respiración de la mujer se hizo aún más rápida. La miró a la cara. Sus ojos de color castaño oscuro despedían chispas de nuevo y su boca se estaba abriendo para volver a atacarlo. A Thomas le pareció perfectamente comprensible… de verdad… era de muy mala educación mirar fijamente el pecho de una mujer. La tía Marguerite también estaría cabreada con él si supiera aquello. Sin embargo, en aquel momento no tenía tiempo para disculparse debidamente ni para permitirle descargar su ira, pues la voz de Bastien seguía graznando contra su pecho.

—Espera, dame un minuto antes de ponerme como un trapo.

Inez parpadeó sorprendida al oír esta orden, pero obedeció y cerró la boca. Thomas esbozó una sonrisa de aprobación antes de girar sobre sus talones para alejarse de allí. Atravesó casi corriendo la pequeña zona de comedor de la suite y pasó a un diminuto pasillo en el que había dos puertas. La primera conducía a un espacioso baño de mármol y la segunda a un dormitorio. Suponiendo que el cuarto de baño tendría cerrojo, Thomas entró en él y enseguida cerró por si a la mujer se le ocurriera seguirle para terminar de sermonearle. Acto seguido, respiró hondo y se llevó el teléfono al oído.

—¿Bastien?

—¿Qué demonios está pasando allí?

Thomas mintió descaradamente.

—Nada, nada… esto… me senté sobre el mando a distancia y conecté el televisor sin querer. Era una película extranjera… y no sabía cómo apagarlo

—Ya, claro. —Bastien hablaba con abierta incredulidad—. ¿Cómo se llamaba la película?

—¿Cómo se llamaba? —Thomas frunció el ceño—. ¿Cómo demonios voy yo a saberlo? ¡Qué cosas tienes!

—Pensé que a lo mejor te enteraste del título antes de apagar el televisor. Pero yo conozco la película. Parece muy interesante. Me gustó mucho el momento en que la mujer le dice al hombre que es un idiota por haberla sacado de la cama a las cinco de la mañana y hacerla ir al aeropuerto sin tiempo de ducharse ni beber siquiera una taza de té. Y todo para que al llegar, él la ignorase y saliera resueltamente del aeropuerto a coger un taxi para dirigirse al hotel Dorchester.

Thomas cerró los ojos y soltó un suspiro al recordar que Bastien hablaba varios idiomas, incluyendo el portugués.

—Joder, qué casualidad… —Bastien usaba un tono cada vez más ácido—. Es el mismo hotel en el que te hice una reserva. ¡Qué coincidencia!

—Vale, vale, no era el televisor. —Ahora era Thomas el que parecía irritado—. ¿De verdad me llamó idiota?

Al otro lado de la línea se oyó un suspiro que casi era un rugido.

—¿Cómo pudiste pasar de largo por su lado, Thomas? ¿Por qué lo hiciste? ¡Por el amor de Dios! La llamé para facilitarte las cosas y tú vas y…

—No me avisaste de que irían a recogerme al aeropuerto. Etienne tampoco. Solo dijo que tenías un avión esperándome en el aeropuerto y que me habías reservado una habitación en el Dorchester. Nada más. Nadie me dijo que habría alguien esperándome en el aeropuerto, de modo que yo simplemente cogí un taxi. ¿Qué coño querías que hiciera? ¿Piensas que soy adivino?

—Pero cuando viste a Inez…

—¿A Inez? Bastien, vi a esa mujer una vez, unos tres minutos, en tu oficina hace ya casi seis meses… La vi agitando la mano y corriendo hacia mí en el aeropuerto, pero no la reconocí. Pensé que estaba allí esperando a otra persona. ¿Cómo podía yo saber que había ido a recogerme si nadie me lo había dicho?

Bastien adoptó un tono conciliador.

—Vale, vale, lo entiendo. Tú no sabías que ella iría al aeropuerto.

—No, claro que no. —Thomas suspiró.

—Vale. —Hubo un momento de silencio. Al cabo de unos instantes, Bastien suspiró y siguió hablando—. Debí llamarte yo mismo para decirte que iría a recogerte. Hice mal en dar por supuesto que Etienne lo haría. Pídele perdón en mi nombre a la chica.

—¿Estás seguro de que se lo dijiste a Etienne?

Bastien replicó con voz cortante.

—¿Cómo dices? ¡Desde luego que sí!

—Claro, tú nunca cometerías un error. Eso solo lo hacen los inmortales de menos valía, como Etienne y yo.

—Ya está bien, Thomas.

—Lo que tú quieras, como siempre.

—Dejémoslo. No importa. Mira, ella está allí para ayudarte. Permítele que lo haga. Esa chica conoce Londres y es una mujer sumamente eficiente, una de nuestras mejores empleadas. Sabe cómo hacer las cosas. Precisamente por sus cualidades decidí pedirle que te ayudase.

Thomas no abandonó la ironía.

—Querrás decir que decidiste pedirle que me cuidara, ¿verdad?

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea. Bastien respiró hondo, dispuesto a dar la réplica, pero antes de que pudiera hablar, Thomas se anticipó, casi fuera de sí.

—No te preocupes. Sé que piensas que soy un inútil. Y también lo cree Etienne y cualquier otro inmortal que tenga menos de cuatrocientos años. No te preocupes. Le pediré perdón y dejaré que me ayude.

Apretó el botón para finalizar la llamada antes de que Bastien pudiera responderle y, enfadado, tiró el móvil a la encimera de mármol y se encaminó a la puerta. Ya había cogido el pomo cuando un pensamiento lo hizo vacilar. Reconcentrado, empezó a dar vueltas por la habitación.

No quería que la empleada de Bastien lo insultara de nuevo. Si bien a él le resultaba gracioso todo aquello y le parecía fascinante mirar el fuego que ardía en los ojos de la chica mientras le ametrallaba con palabras, también pensaba que sería mucho más divertido si pudiera entender algo. Además, lo cierto era que no conocía Londres, mientras que aquella mujer sí conocía la ciudad. Aunque le habría gustado buscar solo a su tía Marguerite y convertirse en el héroe del momento, lo más importante era encontrarla cuanto antes. El sentido común le decía que seguramente conseguiría hacer mucho más en menos tiempo con un poco de ayuda, e Inez era la única persona disponible para ello. Pero la buena mujer debía de estar de pésimo humor en aquel momento, y con toda la razón. Era cierto que Bastien le debía una disculpa, pero Thomas sentía que él también le debía algo. Ciertamente, no sabía que ella iría a recogerle, pero la mujer había hecho lo indecible por hacerlo, y le había pagado todas sus molestias ignorándola y dejándola abandonada en el aeropuerto.

Tras dar otras cuantas vueltas por la habitación, Thomas cogió el interfono del hotel que se encontraba en la encimera de mármol del cuarto de baño. Apretó el botón para llamar al servicio de habitaciones e hizo un pedido. Acto seguido, colgó y se dirigió a la bañera. Su teléfono móvil sonó mientras ponía el tapón, pero, suponiendo que sería Bastien para darle más órdenes e instrucciones, prefirió ignorarlo. Cogió el gel de baño de la encimera, vertió una generosa cantidad del líquido en la bañera y abrió los grifos. Luego, se sentó en el borde para esperar a que se llenara.

Cansada, Inez se dejó caer en uno de los confidentes situados a ambos lados de la chimenea y miró con el ceño fruncido la mochila que estaba en la mesa, delante de ella. Aquel hombre ni siquiera se había tomado la molestia de comprar una maleta apropiada. Se estaba hospedando en un hotel de cinco estrellas, pero no le importó registrarse con una mochila. Era el único equipaje que había en la habitación, y también lo único que llevaba cuando lo vio en el aeropuerto.

Dedicó una mirada feroz a la desagradable mochila, pero enseguida se dio cuenta de lo que estaba haciendo y negó con la cabeza, cerrando los ojos, consternada. Estaba perdiendo el control. Ella, que se preciaba de no perder los estribos en ningún momento, no solo acababa de lanzar una mirada llena de odio al equipaje, sino que también había recibido al primo de su jefe regañándole como una vieja bruja e insultándole en dos idiomas diferentes. ¡Al primo de su jefe!

Santo Dios, no solo había perdido la cabeza, seguramente también perdería su trabajo cuando Bastien se enterase de lo sucedido. Era muy probable que Thomas Argeneau estuviese hablando con él por teléfono en la otra habitación en aquel preciso instante.

«Ese imbécil maleducado», pensó Inez con tristeza. Aún no podía creer que la hubiera mirado a los ojos y luego se hubiera marchado tan tranquilo para subirse a un taxi. «¿Qué clase de idiota era aquel tipo?».

Sus pensamientos se apagaron súbitamente cuando el teléfono que se encontraba en el extremo de la mesa empezó a sonar. Inez dirigió su encolerizada mirada hacia él, esperando que Thomas contestara. Sonó otras tres veces antes de que ella recordara que él tenía un teléfono móvil en la mano. Supuso que seguía hablando en otra estancia, dejó escapar un suspiro y cogió el auricular. Pero solo oyó el tono. Demasiado tarde, se dijo Inez, y colgó el teléfono encogiéndose de hombros. De todos modos, tampoco tenía que ser su secretaria. Al fin y al cabo, era la vicepresidenta de operaciones comerciales de las empresas Argeneau en el Reino Unido. Aquel señorito bien podía contestar a su propio teléfono. Y abrir la puerta, añadió mentalmente al oír que alguien estaba llamando.

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