Mordiscos de amor (Los hermanos Argeneau 2)

Lynsay Sands

Fragmento

PrÓlogo

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PRÓLOGO

Pudge entrecerró los ojos para mirar por el cañón de su rifle. No era un rifle cualquiera. Era un Tac Ops Tango 51, lo último en precisión táctica. Pesaba 5,2 kilos, tenía un metro y ocho centímetros de largo, una exactitud garantizada de veinticinco MOA, y sus reservas incluían una potente delantera semi ancha.

Detuvo su recitación mental de la descripción del catálogo del Tac Ops para mirar fijamente el arma, sin saber bien lo que era una potente delantera. Al leerlo resultaba casi sexy. Potente delantera. Delantera. Potente. Toda la descripción del arma era sexy. Por ejemplo, se suponía que tenía «turgencias de doble palmo». No estaba seguro de lo que eran, pero lo hacían pensar en tetas. Por supuesto, la mayoría de las cosas lo hacían pensar en tetas.

Sí. Tenía en sus manos una «potente delantera» y «turgencias de doble palmo». Genial.

La estridencia repentina de un claxon lo hizo dar un brinco y por poco dejó caer el rifle. Apretándolo contra su pecho en un gesto protector, Pudge miró hacia abajo, a la calle oscura. Había elegido la azotea de ese edificio porque le permitía tener una vista de pájaro del parking que había al otro lado de la calle. Nunca se le habría ocurrido que el lugar estaría completamente desabrigado y sería frío como un invierno en Alaska. Si Etienne no se daba prisa, se congelaría mientras lo esperaba; frunció el ceño al pensar en esa posibilidad. ¿Cuánto pensaría tardar ese gilipollas?, ya era más de medianoche. Eso era…

—¡Mierda!

El palillo que había estado mascando se deslizó de sus labios cuando el hombre en cuestión salió del edificio y empezó a caminar hacia el parking. Era Etienne Argeneau. Y estaba solo.

Por un momento Pudge se quedó inmóvil; luego se acomodó para quedar en posición. Miró con detenimiento por el cañón hasta tener al hombre en la mira, pero después titubeó. De repente se dio cuenta de que su respiración se agitaba; resollaba como si hubiese corrido durante varios kilómetros, y a pesar del frío sudaba copiosamente. Norman Pudge Renberger estaba a punto de matar a un hombre. Y no a cualquier hombre. A Etienne Argeneau. Su némesis.

—Cabrón —dijo Pudge entre dientes, y con una lenta sonrisa burlona dirigió el láser de su arma hacia el pecho de su objetivo.

Al tirar del gatillo no se produjo ningún sonido… Había cubierto su Tango 51 con un silenciador, un supresor Tac Ops 30, gracias al cual lo único que se escuchó fue un pff de aire. De no ser por cómo se sacudía el rifle entre sus manos, no habría creído que había disparado.

Apresurándose a enfocar a Etienne de nuevo entrecerró los ojos para mirar por el cañón. El hombre se paró en seco, con la mirada hacia abajo, dirigida a su pecho. ¿Le había dado o no? Por un momento, Pudge temió haber fallado el tiro por completo, pero luego vio la sangre.

Etienne Argeneau levantó la cabeza. Sus ojos plateados descubrieron el lugar donde estaba Pudge y se fijaron claramente en él. Entonces su luz se apagó y cayó con el rostro sobre el pavimento.

—Sí —dijo Pudge con una sonrisa temblorosa en los labios.

Torpemente empezó a desarmar su rifle, haciendo caso omiso del temblor repentino de sus músculos mientras volvía a poner las piezas en la caja. Su sexy Tango 51 con turgencias de doble palmo y potente delantera le había costado casi cinco mil dólares, pero valía cada centavo que había pagado por él.

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Oye, Rach, voy a por un café. ¿Quieres algo?

Rachel Garrett se enderezó y se pasó el dorso de la mano envuelta en un guante sobre la frente. Había estado oscilando entre los escalofríos y la fiebre desde que había llegado al trabajo dos horas antes. En ese momento se encontraba en una fase de calor; el sudor la envolvía por la espalda y el pelo. Obviamente había cogido un resfriado.

Su mirada se deslizó hacia el reloj de la pared. Era casi la una; ya habían pasado dos horas, pero aún tenía seis más por delante. Casi se quejó. Seis horas más. Y por cómo iba avanzando el virus, dudaba que llegara a aguantar siquiera la mitad de eso.

—¡Eh! ¿Te encuentras bien, Rach? Tienes muy mala pinta.

Rachel hizo una mueca cuando su asistente se acercó y le tocó frente. «¿Tienes muy mala pinta?», los hombres sí que podían ser diplomáticos.

—Estás fría. Sudorosa —frunció el ceño y le preguntó—: Déjame adivinar, ¿fiebre y escalofríos?

—Estoy bien —Rachel apartó la mano de su asistente, incómoda e irritada, y luego buscó en el bolsillo algo de suelto—. De acuerdo, Tony, tal vez podrías traerme un zumo o algo así.

—Ah, sí, ya veo que estás bien.

Rachel no respondió a las secas palabras de su ayudante, y de repente se dio cuenta de que había echado su bata a un lado y se había llevado la mano al bolsillo de los pantalones sin quitarse el guante de látex manchado de sangre. Genial.

—Tal vez deberías…

—Estoy bien —repitió ella—. Estaré bien. Sigue con tus cosas.

Tony vaciló, aunque luego se encogió de hombros.

—De acuerdo, pero quizá deberías sentarte o algo mientras yo regreso.

Rachel hizo caso omiso de la sugerencia y volvió a su cadáver tan pronto Tony se fue. Era un tipo agradable. Un poco extraño, tal vez. Por ejemplo, insistía en hablar como un viejo habitante del Bronx a pesar de que había nacido y crecido en Toronto y nunca había salido de allí. Tampoco era italiano, y ni siquiera se llamaba Tony. Su nombre de nacimiento era Teodozjusz Schweinberger. Rachel estaba completamente de acuerdo con el cambio de nombre, pero no entendía qué tenía que ver el mal acento en todo ello.

—¡Cuidado, qu

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