El último café de la tarde

Diego Galdino

Fragmento

1. L’eco der core

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L’eco der core[1]

42 HORIZONTAL: la princesa más querida por los esquiadores. Tras redactar la última definición, Geneviève le dio un sorbo a su té negro con rosas y se quedó mirando el crucigrama terminado.

Se lo habían encargado para un programa con niños de la escuela primaria, así que se le había ocurrido un crucigrama temático, un compendio de las mejores ideas inspiradas en Disney.

Al mirar el papel imaginó las sonrisas de los niños, que se divertirían resolviéndolo, y quizá también las de los adultos, que en el fondo siempre buscan una excusa para volver a la infancia.

Ahora solo tenía que ponerlo en un archivo y enviarlo a la redacción. Había intentado crear los crucigramas directamente en el ordenador, pero no era lo mismo: le gustaba demasiado ver cómo los pequeños mundos cobraban forma bajo su pluma; siempre se enorgullecía de su capacidad para reproducir a mano las casillas que suelen verse impresas en las revistas.

Hacerlo a mano le recordaba la época en que había comenzado a cultivar esa pasión con lápiz, regla y una enciclopedia cerca, una pasión que más tarde se convirtió en su oficio.

Geneviève se miró en el espejo que colgaba encima de su escritorio. Se alegraba de haberlo puesto en la pared: además de duplicar la vista de los tejados que tenía detrás, la ayudaba a sentirse menos sola mientras se devanaba los sesos en pos de definiciones e intersecciones. De vez en cuando se miraba, y era como si una persona más adulta y distante la observara con cariño e indulgencia desde quién sabía dónde. Tal vez fuese Mel, que seguía viviendo un poco en ella.

Se enroscó un mechón de sus rizos claros con un dedo y se levantó.

El piso donde vivía era el mismo ático pequeño que había alquilado al salir del orfanato de Saint-Germain. Desde entonces había pasado mucho tiempo, y ahora el piso era suyo, gracias a una hipoteca que había obtenido hacía unos años.

Mientras esperaba que el agua hirviese en la tetera, Geneviève echó un vistazo a su alrededor. Tal vez solo ella supiera cuán hondos eran los pequeños cambios que había causado en su casa la época romana: el sofá, las sillas, algunas pinturas y la foto ampliada del bar Tiberi visto desde fuera, con su letrero y su escaparate. Parecía uno de los muchos cafés que hay en el mundo, pero para ella era el mundo en sí, porque allí, gracias a algunas personas y al amor, había tenido el valor de abrirse y había comprendido que los demás no eran una amenaza sino una riqueza. En pocas palabras, podía decirse con seguridad que detrás de aquel escaparate había renacido, y que la diferencia entre su existencia anterior y su vida nueva era la presencia del amor por dentro, el extraño sentimiento que siempre había temido y que Massimo había sabido enseñarle en poquísimo tiempo.

Cuando terminó de preparar el té negro con rosas, lo vertió lentamente en un termo, que luego guardó en el bolso.

Recordaba como si fuese ayer la mañana que le había cambiado la vida, trastocando su equilibrio y haciendo caer sus defensas.

Aquel día había hallado en su buzón un aviso color verde de una carta certificada. En correos la había atendido distraídamente un empleado perezoso absorto en una revista de acertijos. En general, Geneviève era severa con los holgazanes, pero había sonreído al darse cuenta de que el hombre estaba resolviendo uno de los crucigramas creados por ella. Le había tentado darse a conocer, pero era demasiado tímida y la apremiaba abrir la misteriosa carta. Había barajado varias hipótesis, a cuál más catastrófica. Como no tenía coche, no podía tratarse de una simple multa de aparcamiento: tenía que ser algo peor. Pero al cabo se había descubierto propietaria de un apartamento en el barrio del Trastevere, en una ciudad de la que solo tenía noticia por su fama y que no sentía deseos de conocer, una ciudad hermosa pero caótica, ruidosa e impertinente, o al menos así la imaginaba, y que la atraía muy poco en aquel momento. Acababa de heredar la vivienda de una pariente de la que nunca había oído hablar, y no era difícil equivocarse porque sus familiares se contaban con un solo dedo.

El notario le rogaba que se personase en su despacho de Roma a fin de llevar a cabo los trámites pertinentes y de que tomara posesión del mencionado inmueble.

Había releído la carta dos o tres veces, sin saber si sorprenderse más por la herencia que acababa de recibir o por el descubrimiento de que tenía una pariente lejana que vivía (hasta hacía unos días) en Italia. En aquel momento había alzado espontáneamente los ojos al cielo y le había preguntado en voz alta al espíritu de esa señora: «Pero ¿dónde estabas hace veinticinco años?».

Cuando llegó al cementerio, Geneviève llenó el jarrón con agua limpia para las anémonas que había comprado en el puesto de la entrada y se dirigió a la tumba de su hermana Mel.

Puso las flores de modo que los pétalos rozasen la fotografía.

A Mel le encantaban las plantas; cuando eran niñas, siempre le decía que un día abrirían un vivero juntas. Geneviève habría tenido que echar una mano con las entregas, al volante de una furgoneta amarilla, sí, amarilla como el girasol, su flor preferida.

La noche pasada había llovido con ganas, y las salpicaduras de agua y tierra habían manchado la lápida color marfil y dejado dos bigotes de barro en la cara de Mel.

Geneviève le sonrió a la foto mientras le pasaba una esponjita.

Su mente se remontó a la época en que, sentadas bajo la lluvia, se limpiaban mutuamente la cara embarrada.

Sacó el termo del bolso y se bebió la infusión a sorbitos. «Me quedó muy bien, ¿sabes? Te habría gustado mucho.»

Al tocar la cara de Mel le pareció retroceder en el tiempo y reflejarse en su mirada dulce.

Luego se llevó una mano a la boca, se besó los dedos y posó el beso en la foto de Mel, con una caricia final.

Sobre el cementerio de Père-Lachaise empezó a caer una llovizna espesa; Geneviève se levantó la capucha, miró la cara sonriente de su hermana y, tras echar un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, dijo en un ligero susurro:

—Te quiero, Mel. Nos vemos pronto.

Sus lágrimas se mezclaron con las gotas de lluvia. Aspiró por la nariz un par de veces y se limpió los ojos con la manga de la sudadera, pero solo consiguió mojarse aún más la cara.

—Bueno, ahora me despido. Ya me voy. Te echo muchísimo de menos. Como siempre.

Geneviève se alejó a paso lento hacia la salida, volviéndose un par de veces para despedirse nuevamente de Mel.

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