Un puñado de amigos y dos cerezas

Rosa Grau

Fragmento

libro-3

CAPÍTULO 1

Sábado, 20 de agosto

Hora: once y media de la mañana

Te has despertado alguna vez empapado en sudor, con el corazón latiendo desbocado y una indeseada y del todo innecesaria parálisis en las piernas?

Si tu respuesta es sí, has sufrido una pesadilla.

Si tu respuesta es no, eres afortunado.

¿Que si desearía no padecerlas? Seré clara: ¿los gatos calvos pillan pulgas?

¿Crees que no preferiría tener sueños tipo: «Anoche soñé que había regresado a Manderley», como la siempre preocupada y flemática protagonista de la conocida obra de Daphne Du Maurier? Al fin y al cabo… ¿de qué tendría que quejarse? Sus lamentos serían totalmente injustificados. Tratar con un ama de llaves lunática, tropezar con el halo fantasmal de un fiambre malvado, vicioso y corrupto y, como colofón, asistir en vivo y en directo al devastador incendio de la maravillosísima mansión que durante generaciones ha pertenecido a la familia de su no menos admirable marido es, desde mi punto de vista, quejarse de vicio. Mis sueños son de un género más realista y actual: un imbécil y un asqueroso se han pasado toda la noche dándome disgustos.

Vale, está bien, los suyos son peores, ¿contenta? Esa pobre huérfana, por no tener, no tiene ni nombre.

Yo sí. Me llamo Cristina, aunque todo el mundo me llama Crisi. El uso del diminutivo no tiene nada que ver con las razones habituales y sí mucho con que no aprendí a vocalizar hasta bien mayorcita. Ya me lo advertía sor Ascensión: «Cristina, eres una buena niña, pero la gramática no es lo tuyo. Lo que quiero decir es que no aprenderás a hablar bien en tu vida».

¿Me estoy yendo por las ramas? Creo que sí.

Pero aun con nombre y todo, mis sueños son horribles.

Es duro despertarse con la cara llena de arrugas de cansancio, pero aún es peor cuando están provocadas por las sábanas que, hartas de tantas vueltas, terminan rebelándose y dejan su impronta en mi rostro.

Voy a ponerte un par de ejemplos de pesadillas horribles, así, a bote pronto, y después me dices cómo te sentirías en el hipotético caso de que, pongamos por un casual, has nacido y te has criado en la playa de San Juan. Que a los diecisiete años tenías una pandilla con la que te lo pasabas de miedo (todos chicos, menos una amiga y tú) y que algunos días preparabais barbacoas nocturnas. Que bajo la luz de las estrellas y el resplandor de una hoguera pasabais las mejores noches de tu vida. Y que ellos se dedicaban a reír, beber, gastar bromas y al sexo, mucho sexo. Y que tú te sentabas a un lado y escuchabas sus risas, sus bromas y los gemidos ocasionales que provenían de algún rincón oscuro. Y que, desgraciadamente, tú nunca pisabas ese rincón.

Imagínate que tienes un hermano cuatro años mayor, llamémosle, por llamarle de algún modo, Carlos. Y que, aunque a Carlos se le morían hasta las piedras del acuario, tu padre le obligaba a apechugar contigo todas las noches, porque el lema familiar era: «El chico puede hacer lo que le dé la gana. La niña, no».

Y que tu hermano Carlos era de los que más desaparecía y una noche te armaste de valor y le preguntaste: «Carlos, ¿estáis haciendo lo que imagino que estáis haciendo?».

Y que su respuesta siempre era la misma, mientras tú te preguntabas hasta qué punto podía llegar a ser idiota, el idiota de tu hermano.

—Si te imaginas que le estoy chupando a mi amiga el veneno de un pez araña, imaginas bien. Si tu imaginación te dice otra cosa, estás totalmente equivocada.

Dicho esto, daba media vuelta y se dedicaba al bello arte de chupar el veneno de pez araña.

Y ya puestos, imagina que Carlos tenía un amigo del alma, John Forner Donally. Padre español, madre irlandesa, residencia habitual en Londres y veraneante asiduo en la playa de San Juan. Que estabas loca por él y él pasaba de ti como de la mierda.

Y que tu corazón se saltaba un latido cada vez que él te miraba.

—¡Crisi!, tú no puedes beber cerveza.

—¡Crisi!, que no te vea yo fumar.

—¡Crisi!, como me entere de que te ha picado un pez araña, te la cargas.

Que esas eran sus frases preferidas. Que las repetía como un mantra, el muy asqueroso, y después se reía contigo. Aunque analizando su comportamiento desde la sabia perspectiva que ofrecen los años, no sabes muy bien si era contigo o de ti.

¿Sabes qué te digo? Que hablar hipotéticamente es un rollo y que me has pillado. Esa era mi vida. Y lo que te voy a contar a continuación me ocurrió a mí.

Dejo que los recuerdos campen a sus anchas por el camino de los recuerdos, que es por donde suelen campar los recuerdos, y me retrotraigo a la noche que marcó un antes y un después en mi vida sexual. Considerando que a lo que haya tenido después se le pueda llamar así, claro. Estábamos sentados en la playa, como casi todas las noches. Una vez terminada la barbacoa, todo el mundo desapareció. ¿Todo el mundo? Yo no. John tampoco. La noche era preciosa, como todas las noches que podía pasar un rato a su lado (de haber estado lloviendo a cántaros y con el aire impregnado de olor a alcantarillas desbordadas, también me habría parecido una noche preciosa). ¡Menuda lela!

John se acercó a mí con paso vacilante. Llevaba una camiseta blanca y unos vaqueros rotos que, aún no sé por qué razón, me tenían totalmente hipnotizada. Me pareció tan… inseguro. Más tarde identifiqué el paso como el típico andar de borracho. Se dejó caer desmañadamente junto a mí. No, eso tampoco me dio ninguna pista. Una vez acomodado, cruzó las piernas, apoyó los codos sobre las rodillas y dejó caer la cabeza hacia delante.

Me quedé muy quieta, aunque no había nada que deseara más que preguntarle cosas sobre él. ¿Qué tal estaba pasando el verano? ¿Cuándo tenía pensado regresar a Londres? ¿Le importaría mucho… dejar de acostarse con otras? No dije nada. No quise inmiscuirme en sus pensamientos, que yo, en mi ignorancia, imaginé profundos y trascendentales.

Cuando ya creía que nos íbamos a pasar toda la noche mirándonos en completo silencio, volvió la cabeza y me sonrió.

El cielo se abrió ante mis ojos y los ángeles tocaron sus…, sus…, bueno, lo que sea que toquen los ángeles.

—Vaya, parece que nos han dejado solos, Crisita. —Me lanzó una mirada de borracho encantador.

No me di cuenta, vale. Hacía mucho que bebía los vientos por él y dejé que la irracional atracción que sentía actuara por cuenta propia y me entonteciera. Más todavía.

—Cuéntame cosas de ti, preciosa. ¿Hay alguien que te interese? Siempre estás aquí, tan solita… tan… —Esto lo dijo mirándome fijamente a los ojos y parpadeando. Sí, lo sé, sin diferencias significativas con el lobo feroz cuando le hace la pelota a la abuelita.

A pesar de que su constante parpadeo me desconcertaba, pensé que por fin estaba tonteando conmigo. Un tiempo después relacioné el incontrolable parpadeo con los andares inseguros y la mirada vidriosa. Por lo visto, vienen incluidos en el pack de borracho.

Su mirada viajaba de mi boca a mis pechos y viceversa. Mi boca es bonita. Como una ciruela roja, decía siempre mi padre. Mis pechos son pequeños pero muy tersos. Bonitos también si no tenemos en cuenta su escasez.

Darme cuenta de que mi cuerpo delgado y peque

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