1
Me aparté un mechón de pelo que flotaba delante de la máscara y seguí buceando por las aguas azul turquesa de Bimini. Era el último día de mi estancia de investigación y vigilaba constantemente la posible aparición de Sylvia, un tiburón limón hembra de cuatro años de edad y metro y medio de longitud al que había dado ese nombre en honor a la oceanógrafa Sylvia Earle. Las esquirlas de luz que hasta hacía poco perforaban el agua habían empezado a menguar, dejando la superficie pincelada de sombras. Miré con nerviosismo a Nicholas, mi compañero de buceo, y a continuación verifiqué el reloj. A esas alturas ya tendríamos que haberla avistado. Sylvia acababa de superar la infancia y había empezado a aventurarse lejos de la seguridad de los manglares donde había nacido, una costumbre que me preocupaba, pero que también admiraba.
En la pequeña isla situada frente a la costa sudoeste de Florida donde vivía y trabajaba como bióloga marina, me llamaban Maeve, la que susurra a los tiburones. Lo que implicaba que podía acercarme a esos superdepredadores y domesticarlos incluso, lo cual era, claro está, una locura que podía tener consecuencias mortales. Mi apodo había llegado también hasta aquí, el Marine Field Lab de Bimini, donde había pasado los últimos seis meses marcando tiburones limón con transpondedores pasivos integrados, realizando su seguimiento, recogiendo muestras de ADN, fotografiando y catalogándolos mañana, tarde y noche. Tenía controlados cerca de un centenar, pero del ejemplar del que más orgullosa me sentía era de Sylvia.
Sylvia tenía la graciosa costumbre de recoger los pequeños fragmentos de peces que dejaba a su paso después de atrapar con los dientes y engullir a sus presas, como si no soportara desperdiciar ni una migaja. Su frugalidad no solo me hacía gracia, sino que además era uno de esos detalles por los que se había ganado mi cariño. Me gustaba cómo se quedaba reposando en el fondo después de que los demás tiburones limón prosiguieran su camino, como si reclamara un tiempo adicional de descanso. Era una chica perezosa. Solía identificarla incluso antes de localizar la cicatriz que lucía en su segunda dorsal, en forma de signo de verificación invertido. A menudo, Sylvia nadaba junto a mí más cerca de lo aconsejable, aunque sabía que, en teoría, los tiburones limón no solían ser agresivos, y probablemente era mi imaginación, más que mis conocimientos científicos, la que me hacía tener la extraña sensación de que ella también me reconocía.
«Es una cuestión de simpatía mutua», había comentado en una ocasión Nicholas, solo medio en broma.
Era el 12 de junio de 2006, el día de mi treinta cumpleaños. Debería haber estado en mi pequeña habitación, haciendo las maletas, o en la cocina comunitaria, preparando alguno de mis espantosos pasteles para compartir con los demás científicos después de cenar y de este modo reconocer al menos el acontecimiento, pero no había querido abandonar Bimini sin una sesión de buceo de despedida. Al día siguiente por la mañana, Nicholas y yo emprenderíamos el breve vuelo chárter rumbo a Miami. Desde allí, él regresaría a Sarasota y a sus rayas. Originario de Twickenham, Inglaterra, Nicholas había llegado a Estados Unidos como estudiante hacía ya quince años, después de pasar una temporada en Londres, y había terminado en el prestigioso Southwest Florida Aquarium de Sarasota. Con solo treinta y cinco años, había sido nombrado el director más joven del departamento de Investigación de Rayas de la institución. Luego, había decidido disfrutar de un periodo sabático de diez meses en el Field Lab, una estancia más larga que la de cualquiera de nosotros, y me imaginaba que en el acuario estarían ansiosos por tenerlo de vuelta. Yo regresaría a mi trabajo en el Gulf Marine Conservancy de Palermo y al hotel de mi abuela Perri, a orillas del golfo de México.
El Hotel de las Musas, donde me había criado y donde seguía viviendo, no era el típico hotel de Palermo. Mientras que el resto de establecimientos tenía un carácter predeciblemente náutico —paisajes marinos en la cabecera de las camas, ruedas de timón en los restaurantes, acuarios en los vestíbulos—, el hotel intelectual de mi abuela estaba lleno a rebosar de libros. En el salón se celebraban lecturas y charlas y disponía de un sistema de préstamo bibliotecario, con un carrito que iba de habitación en habitación acompañando el carrito de la limpieza. Cada una de sus ochenta y dos habitaciones estaba dedicada a un autor admirado por Perri: Charlotte Brontë, Jane Austen, Gwendolyn Brooks, Octavio Paz, Edna St. Vincent Millay, Henry David Thoreau… El Tampa Bay Times lo había calificado como «el auténtico tesoro escondido de la costa del Golfo, un hotel biblioteca instalado en el Éxtasis». A finales de verano abandonaría una vez más todo aquel «éxtasis» para iniciar una investigación sobre el tiburón ballena en Mozambique.
Siempre que terminaba una estancia de investigación, volvía inevitablemente a mí, como la marea que cubre de nuevo la orilla, todo aquello que había dejado de lado e ignorado, y muy en especial Daniel. Empezaba a notar ya la crecida del pasado: la última y terca imagen de Daniel el día que nos despedimos, su espalda enmarcada por el resplandor del sol de Miami que entraba por la ventana, y todo el silencio que había seguido a aquello. El recuerdo regresaba esta vez con mayor crueldad. Treinta. ¿Qué pasaba con esa edad? Era como si todos los relojes marcaran el paso del tiempo con más fuerza.
Alejándonos más aún del fondo azul cobalto de la barca, Nicholas y yo nos tropezamos con un banco de pececillos plateados que brillaban como monedas al huir corriendo al unísono. Poco antes, un mero rojo, atraído por las burbujas de las botellas, se había quedado fascinado con Nicholas y conmigo y se había acercado tanto que había podido observar incluso el interior anaranjado de su boca. Entre los peces, igual que entre los humanos, había dos escuelas de conducta básicas: la de los aventureros y la de los cautos.
Nicholas señaló una pareja de rayas que pasaba por nuestro lado, con su movimiento ondulante como una escena de El lago de los cisnes. Llegó hasta mí la vibración de las aletas, reverberando como lo hacen todos los sonidos bajo el mar, de un modo confuso y difuso, una extraña percusión a cámara lenta. Nicholas sentía por las rayas, y muy en especial por la raya águila moteada y las mantas gigantes, lo mismo que yo siento por los tiburones, y les hizo una foto antes de que desaparecieran.
Levantó la mano, mostrándome la palma, para indicarme que me parara, y por un momento pensé que había avistado los tiburones limón, pero a continuación hizo un gesto de negación con la cabeza y se encogió de hombros, lo que quería decir: «Los tiburones no llegan, nos estamos quedando sin oxígeno». Después de seis meses trabajando juntos, éramos ya unos expertos en nuestro lenguaje corporal. Ladeé la cabeza y abrí la mano, mostrándole los cinco dedos. «¿Unos minutos más?».
Nicholas levantó el pulgar y a continuación señaló un plantel de abanicos de mar que se extendía sobre el fondo oceánico. «De acuerdo, pero esperemos aquí».
Asentí. Lo echaría de menos, lo cual me sorprendía. Siempre era una sorpresa la posibilidad de echar de menos a alguien que no fuese Daniel.
Mientras nadaba por encima del ondulante jardín de abanicos fucsia y rosa, vi que una morena de color verde salía parcialmente de su refugio rocoso y un diligente camarón limpiador se apresuraba a ejercer su magia sobre su cabeza. La morena parecía muy mayor; se la veía arrugada, la piel marcada, extrañamente serena. Posiblemente tuviéramos la misma edad. Abrió la boca, la cerró luego, lo repitió una y otra vez. «Ommms» que solo las criaturas marinas podían oír.
Antes, cuando imaginaba cómo sería mi vida a los treinta años, me visualizaba haciendo justo lo que estoy haciendo ahora: estudiar los tiburones. Pero me imaginaba también como madre, enseñando a mi hijo a nadar en el Golfo. Enfundado hasta la barbilla en un chaleco salvavidas, mi pequeño nadaba como un perrito en aguas cristalinas del color de la menta. A veces, mi hijo era una niña y los rizos de cabello oscuro y mojado se le pegaban a las mejillas. Después de nadar, me imaginaba que regresábamos a una casita que tenía enfrente un naranjo con ramas cargadas de fruta madura. Me detenía un momento para sacudir las ramas del árbol e introducía el pulgar en la parte superior de una naranja, como solía hacer mi padre. A veces, mi padre me la cortaba con una navaja, no sin antes grabar en el lateral una M, de Maeve. Siempre pensaba que yo haría lo mismo para mi niña. Y que ella bebería de la naranja como si bebiera de una taza. Daniel nos estaría esperando en la cocina, removiendo la sartén donde sofreía unas setas.
Hasta el momento, el futuro soñado no había llegado. Pero a lo mejor acabaría haciéndolo; haber cumplido los treinta no me excluía de la carrera de ser madre. Aunque llegaría un momento, si seguíamos solo los tiburones y yo (y suerte que estaban los tiburones), en que tal vez tendría que olvidarme para siempre de lo de formar una familia. Me convertiría en la tía Maeve de los niños que mi hermano gemelo, Robin, pudiera tener algún día y me casaría con el mar. Mucha gente, Robin incluido, decían que ya lo había hecho.
Si Sylvia rondaba por las cercanías, ya sabía que Nicholas y yo estábamos aquí. Con la disminución de la luz, su visión se hacía más potente y su sentido del olfato era diez mil veces mejor que el nuestro. Las hileras de células sensoriales que recorrían ambos lados de su cuerpo habrían detectado ya los cambios en la presión del agua y enviado un mensaje a su cerebro. A medida que se aproximase a nosotros, utilizaría los receptores situados en su cabeza y en su hocico para captar el campo eléctrico que emitía el latido de nuestro corazón y nuestra actividad cerebral, una especie de GPS que permitía a los tiburones cruzar los océanos siguiendo el campo magnético de la Tierra. Mientras que Nicholas y yo teníamos que contentarnos con comunicarnos mediante señales y respirar con botellas de oxígeno, Sylvia estaba estupendamente equipada.
De pronto, la morena se refugió en su escondite, sacudiéndose con la rapidez de una goma elástica. Me puse tensa, alertada por los pececitos que nadaban a toda velocidad hacia arriba. Me giré con una pirueta lenta y vi que Nicholas hacía lo mismo, conscientes de lo pequeños que parecíamos en la inmensidad del Atlántico. Respirando de forma contenida, presté atención al sonido de mi regulador y fijé la vista a lo lejos, allí donde el agua adoptaba un trío de tonalidades, como una pintura de Rothko: índigo, violeta y, cerca de la superficie, verde claro.
El tiburón emergió entre las pinceladas de color, con su cola agitándose con la oscilación hipnótica de un reloj. Coloqué una mano en sentido vertical encima de mi cabeza, la señal de presencia de tiburones, un gesto que resultó casi simultáneo al de Nicholas.
Cuando el tiburón se acercó, vi la cicatriz en la segunda aleta dorsal, las marcas del hocico. Sylvia.
No estaba sola. Tras ella aparecieron un segundo y luego un tercer tiburón: Capitán y Jacques, dos tiburones limón que había estado también investigando.
Nicholas y yo los observamos sin movernos. ¿Cuántas veces me habría quedado inmóvil en el agua de aquella manera al ver que se aproximaba un tiburón? Pero siempre era como la primera vez. Sylvia nadaba hacia mí, en parte como una bailarina, en parte como un sigiloso misil. Se me disparó la adrenalina y me sorprendí conteniendo la respiración. Solo fue un segundo, pero incluso los novatos sabían que alejarse del ritmo regular de inhalar y exhalar era mala idea y podía provocar una expansión peligrosa de la presión del oxígeno en los pulmones durante la ascensión. Deshice el nudo de aire que se me había formado en la garganta, exhalé lentamente y empecé a fotografiar su cuerpo largo y elegante, su piel del color del papel de lija. Pero cuando Sylvia pasó junto a mí, la mano con la que sujetaba la cámara cayó hacia mi costado e hice algo que nunca había hecho. Nadé a su lado.
Situada a una distancia respetuosa de sus aletas pectorales, empecé a sentir la brutalidad de la fuerza que ejercía en el agua. El sonido de sus movimientos era similar al de los truenos a lo lejos, aunque lo notaba estremeciéndose contra mí. Nadé por instinto, sin pensar, flotando en un lugar de ensueño, y me vino a la cabeza la cita que decoraba la pared de la habitación 202 del hotel de mi abuela, la Habitación Keats: «El amor es mi religión. Podría morir por eso». El mar, sus criaturas, sus tiburones…, eso era mi religión. Podría morir por eso.
Sylvia se giró y dio la impresión de que me miraba con interés. Observar su repentina conciencia de mi presencia fue como despertarme. A pesar de mi afinidad con ella, no tenía que olvidar ni por un segundo que la más mínima provocación podía desencadenar su agresividad. Nadé hacia arriba, dejando que se marchara, y me posé una mano plana sobre el esternón cuando vi que la penumbra azul grisácea la engullía.
Electrificada, agité con fuerza las aletas.
Cuando me volví hacia Nicholas, vi que estaba sujetando la cámara y que su expresión era un reflejo de la mía. El modo en que sus labios se extendían para formar una sonrisa en torno al regulador era la viva imagen de mi euforia.
2
Cuando la gente me pregunta por qué amo a los tiburones, respondo que es porque me mordió uno cuando tenía doce años. Desde un punto de vista estadístico, las palmeras cocoteras que rodean el hotel suponían un peligro mayor que los tiburones que nadan por el Golfo. Los cocos por allí caían como torpedos, por eso era de lo más extraño que un coco no me hubiera dejado nunca sin sentido y que, en cambio, me hubiera mordido un tiburón, una especie de cuatrocientos millones de años de antigüedad, más antigua incluso que el hombre, los dinosaurios y los árboles. Fue un tiburón de puntas negras, un Carcharhinus limbatus, el tiburón famoso por saltar fuera del agua y girar varias veces alrededor de su eje cuando se alimenta de peces próximos a la superficie. La mordedura dio como resultado una cicatriz de treinta y tres centímetros, treinta y tres puntos y mi obsesión por los tiburones.
Robin, respondiendo como un auténtico gemelo, se convirtió en el contrapeso de mi mórbida fascinación y desarrolló un miedo a los tiburones que se acercaba casi al desprecio. No le guardé rencor a Perri por enviarme al doctor Marion, un psicólogo infantil de Naples, y sigo sin guardárselo, pero recuerdo que me preguntaba cómo era posible que el odio de Robin hacia los tiburones se considerara como algo perfectamente normal mientras que mi amor hacia ellos era visto como negativo.
«¿Te harías mecánico si te atropellara un coche? —me preguntaba a veces Robin—. ¿Te harías geólogo si te diera una piedra en la cabeza? ¿Y si te cayeras de un tejado? ¿Te harías techador? ¿Y te harías jinete si te pisoteara un caballo?». Su lista de catástrofes y oficios se convirtió en un chiste sin fin, aunque en realidad no eran chistes. Nunca había superado el haber estado a punto de perderme, aunque era comprensible después de lo sucedido con nuestros padres.
A menudo fantaseaba diciéndome que, de haber estado vivos nuestros padres, habrían minimizado la preocupación de Perri y Robin al verme convertida en una fanática de los tiburones.
Mi padre, profesor de Lengua y Literatura e hijo de Perri de la cabeza a los pies, amaba los libros más que ella, de ser eso posible, y había publicado dos libritos de poesía. Era el polo opuesto de nuestra madre ingeniera, obsesionada con el cielo y con la cabeza firmemente instalada entre las nubes, mientras que él vivía con la suya eternamente inclinada sobre los libros de Keats, Shelley y Byron.
Hacía dos años que mi madre había obtenido su licencia de piloto privado cuando sucedió el accidente. Para regalarle a mi padre un fin de semana sorpresa en Key West con motivo de su cumpleaños, había alquilado una Piper de 1980, había preparado un plan de vuelo y lo había dispuesto todo para que Perri nos recogiera a Robin y a mí, que por aquel entonces teníamos seis años, en nuestra casa de Jupiter, Florida. La avioneta se estrelló en los Everglades antes incluso de que llegáramos al hotel, antes de que cruzáramos corriendo el vestíbulo y subiéramos las escaleras, antes de que discutiéramos por a quién le tocaba la cama junto a la ventana, antes incluso de que nos pusiéramos el bañador, bajáramos a la playa y nos volviéramos locos con los centenares de caracolas que la marea había depositado en la arena durante la noche y gritáramos cuando aparecía la parte viscosa del animal que contenían en su interior y empezaba a arrastrarse por la palma de la mano.
Para recuperar los cuerpos fue necesario un hidrodeslizador. El National Transportation Safety Board informó de que mi madre se había encontrado con una cizalladura del viento provocada por una tormenta. Durante un tiempo, el simple hecho de ver una avioneta, o incluso la mención de un hidrodeslizador, me traía a la cabeza la escena de mis padres sujetos con el cinturón a los asientos, muertos, hundidos en el fango en compañía de los aligátores. Poco a poco, aquella imagen dejó de obsesionarme. Ahora los visualizo tal y como eran antes del accidente: a mi padre, leyéndonos en la cocina poemas que nos parecían incomprensibles; y a mi madre, que nos hacía salir rutinariamente de casa las noches despejadas en un casi fracasado intento de enseñarnos las constelaciones y se tumbaba a nuestro lado en el pequeño porche cubierto que había junto a la piscina y nos hablaba de la Osa Mayor, la Osa Menor y el cinturón de Orión.
Después del funeral, Perri vendió la casa de Jupiter, con aquel porche donde repetíamos con mi madre los nombres de las estrellas y la cocina donde escuchábamos la poesía de mi padre, y nos llevó a Palermo a vivir con ella en el Hotel de las Musas. Perri reservó cuatro habitaciones de la segunda planta, hizo derribar las paredes y reconstruyó el espacio para convertirlo en un apartamento para los tres. «Será una aventura. Como la familia Robinson suiza», nos dijo, alentándose a sí misma por el bien de dos niños tristes. Noche tras noche, nos metíamos en su cama y nos leía la historia de Johann David Wyss, Peter Pan, Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, El jardín secreto y un montón de clásicos más.
La pérdida de nuestros padres nos dejó devastados, pero llevamos nuestro dolor de forma muy distinta. El dolor de Robin era silencioso y oculto, y solo gritaba inconscientemente en sueños, mientras que el mío era abierto y expresivo. Superada por los acontecimientos y desesperada por ayudarnos, Perri nos puso en las expertas manos del doctor Marion. Fue mi primer encuentro con la terapia psicológica; años más tarde, cuando volví a entrar en su consulta después del ataque del tiburón, ya conocía la rutina.
Robin y yo pasamos horas sentados el uno junto al otro en el sofá verde del doctor Marion, Robin en silencio, negándose a hacer los dibujos que supuestamente tenían que ayudarnos a expresar los sentimientos. Cuanto más se retraía él, más hablaba yo de los aligátores rodeando la avioneta de nuestros padres, de sus féretros herméticamente cerrados. Y más sofisticados se volvían mis dibujos. A veces, tenía la impresión de que todo lo que fue mal con Robin empezó con aquellos dibujos. Hubo uno en particular que surgió desde un rincón oscuro de mi interior. Con Robin observándome, saqué los lápices de colores de la caja y empecé a crear la escena de horror habitual: una selva verde laberíntica, un cielo negro, aguas marrones con manchas rojas, una avioneta gris medio sumergida y, debajo del agua, dos figuras de palo rotas.
—¿Seguro que no quieres dibujar? —le preguntó el doctor Marion a Robin, ofreciéndole un lápiz de color azul—. Puedes dibujar lo que te apetezca. ¿Qué te parece si dibujas tu habitación? ¿Cómo es?
Robin lo fulminó con la mirada, los brazos cruzados sobre su pecho de seis años de edad, y al final aceptó el lápiz. Aquel día debió de dibujar algo —la rana de peluche que tenía sobre la cama, el póster de El Imperio contraataca que tenía colgado en la pared, los cromos de béisbol pegados con chinchetas al corcho—, pero se distrajo con la sorprendente incorporación de una minúscula figura de palo que yo estaba dibujando al lado de las otras dos.
—¿Qué es eso? —me preguntó.
Cubrí de rayones rojos el cuerpecito.
—¿Quién es? —insistió Robin, y, a pesar de que noté que se ponía nervioso, seguí sin responderle.
—¿Quieres contárnoslo? —me preguntó el doctor Marion—. No tienes por qué hacerlo, pero tu hermano… parece interesado.
—Soy yo —respondí y las lágrimas empezaron a distorsionar la imagen—. No quiero estar aquí si ellos no están.
—¿Quieres morirte también?
La voz de Robin sonó tenue y muy remota, y entonces rompió a llorar, un llanto entrecortado y espantoso, las primeras lágrimas que derramaba desde la muerte de nuestros padres. Empezó a temblar todo él y, al ver lo que había provocado, me eché también a llorar. Ya entonces comprendí que no lo había dicho en serio. Que en realidad no deseaba haber estado en aquella avioneta, pero pensé que desearlo era la única forma de transmitir la fuerza de mi angustia, de comunicar lo mucho que echaba de menos a mis padres.
El doctor Marion nos dijo que no pasaba nada por llorar, pero dio un poco la sensación de que le había salido el tiro por la culata con aquello, puesto que las lágrimas y los sollozos continuaron. Al final, salió a llamar a Perri, que aguardaba en la sala de espera. Perri se apretujó en el sofá entre nosotros dos y nos acogió entre sus brazos. Cuando el llanto cesó por fin, el doctor Marion intentó ayudar a Robin a comprender lo que yo había querido decir con mi dibujo, pero no creo que Robin llegara nunca a entenderlo. Mi confesión había caído sobre él como una traición, como un rechazo brutal. Después de aquello, visitamos al doctor Marion por separado. Nunca supe qué sucedió en las sesiones de Robin. En mi caso, revelar mi terrible deseo fue el principio de mi curación. El dolor se metamorfoseó y pasó de una tristeza atroz a una especie de resignación y, finalmente, a la paz. Perri se convirtió en mi mayor consuelo y en mi confidente. Pero las pesadillas de Robin siguieron plagadas de accidentes de avionetas, aunque nuestros padres ya no viajaban en ellas; ahora, era solo yo. Se despertaba de pronto gritando mi nombre y en una ocasión gritó tan fuerte que un huésped del hotel llamó a recepción. Aterrada por aquellos alaridos, yo solía meterme en su cama para darle la mano bajo las sábanas. «Pensaba que también te habías muerto», sollozaba.
Al año siguiente, sus terrores nocturnos tocaron a su fin y dieron paso a todo tipo de malas conductas: mordiscos y empujones a los compañeros de clase, responder mal al maestro y, un día, intentar incluso pegar a Perri cuando ella le mandó ordenar su habitación, gritándole: «No me digas lo que tengo que hacer. Tú no eres mi madre».
Con el tiempo, regresó a algo similar a la normalidad. Daniel, él y yo formamos una alianza y pasábamos el día en la playa o en el hotel. Recuerdo a Robin haciendo su imitación de Rocky Balboa para los huéspedes, uno de sus muchos carismas en ciernes, pero su dolor nunca acabó curándose del todo y nunca se sintió cómodo hablando sobre nuestros padres, como si su mente simplemente fuera incapaz de hacerle frente.
Meterse en problemas se convirtió en su método para expresar el dolor y creo que escribir debe de haber sido también para él una válvula de escape. Y practicó ambas cosas, alternándolas, con grandes aptitudes.
Nunca he dejado de sentirme mal por lo de aquel dibujo, nunca he dejado de sentirme responsable.
A Perri le gustaba decir que había niños que tenían columpios en el jardín, pero que nosotros teníamos el golfo de México. La isla y todo ser viviente que nadara en aguas del Golfo se convirtieron en mi Edén. Y Daniel se convirtió también en mi Edén.
La madre de Daniel, Van, trabajaba en la recepción del hotel cuando no impartía clases de ballet. Daniel pasaba mucho tiempo en el hotel, dando vueltas con su monopatín y deslizándose de vez en cuando por los suelos de mármol del vestíbulo. Casi un año mayor que Robin y yo, Daniel fue el primer amigo que hicimos en Palermo. En poco tiempo, nos volvimos inseparables. Su padre había sido entrenador de béisbol en el instituto de la isla y, a todas luces, era un buen padre. Hasta que un día se marchó y desapareció de repente de la vida de Daniel, un cataclismo del que él rara vez hablaba. Robin, Daniel y yo compartíamos la ausencia de un padre —fuera por abandono o por muerte— como si se tratara de un pegamento trágico que cimentaba nuestra unión de un modo que ninguno de nosotros comprendía realmente. Confundido constantemente por los demás con nuestro hermano mayor, Daniel tenía el pelo oscuro y alborotado como nosotros, con reflejos dorados como consecuencia de la exposición al sol. A Robin le gustaba que lo tomaran por hermano de Daniel, pero yo nunca quise ser su hermana.
El tiburón me atacó el 30 de julio de 1988, a primera hora de la mañana, cuando el ambiente estaba turbio por la neblina y la playa desierta. Daniel y yo nos habíamos acercado a la orilla para investigar un cangrejo herradura arrastrado hasta allí por la marea, cuando vislumbré una pluma marrón y blanca de águila pescadora de casi medio metro de longitud que flotaba entre las olas, a unos diez metros de distancia. Tal vez por mi deseo de impresionar a Daniel y demostrarle lo audaz e intrépida que podía llegar a ser, tal vez porque simplemente deseaba hacerme con aquella magnífica pluma, el caso fue que me adentré en el mar en pantalón corto y camiseta hasta que el agua formó un frío círculo alrededor de mi cintura.
—¿Qué haces? —preguntó Daniel, mirándome boquiabierto desde la orilla.
—¿Tanto te preocupa mojarte un poco el pantalón? —repliqué en broma y saqué la pluma del agua para agitarla en dirección a él.
Sonriendo, Daniel vadeó hasta donde yo estaba, levantando los brazos y los hombros desnudos para eludir el frío. Me arrancó la pluma de la mano para ponérmela en el coletero a modo de adorno.
—Así —dijo.
Levanté la mano para tocarla, consciente de lo cerca que estaba Daniel de mí, de sus hombros salpicados con pecas, de su piel de un tono tostado caramelizado, de sus ojos del color del pez cirujano azul. Me erguí y lo besé, y me sorprendió que me devolviera el beso, el sabor de la sal en sus labios. Por un instante, me sentí mareada, como si el mundo en el que me había despertado hubiera desaparecido y me hubiera convertido en otra p