Un error que nos separa (Le Chrysanthème Gazette 2)

Elizabeth Urian

Fragmento

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Capítulo 1

Londres, octubre de 1817

Dos pares de pies apenas repiqueteaban en el lustroso y brillante suelo del grandioso edificio. Los que dirigían el paso eran zancadas seguras y grandes, mientras que los de Georgia les seguían deprisa y un tanto inseguros.

Dejaron atrás los pasillos amplios y elegantes para adentrarse en uno más estrecho. Georgia imaginaba que el público tendría prohibido el paso. Solo los empleados, los artistas y ella. Atrás quedaba el patio de butacas lleno de los ciudadanos más humildes que no podían costearse una entrada en una interpretación corriente. En esa ocasión, y como algo excepcional, se habían abierto las puertas durante el ensayo con unas entradas a precios ridículos para la nobleza, pero asequibles para el resto de sus conciudadanos. Los había dejado mientras escuchaban embobados el aria interpretada por el Gorrión, alias con el que se nombraba a la popular cantante de ópera Deborah Stanley. Ella misma la había visto interpretar el primer acto y casi se le habían saltado las lágrimas de la emoción al escucharla, aunque no era la primera vez que la veía cantar.

—Es aquí. —El hombre abrió una puerta y entró a oscuras en una habitación para encender, acto seguido, unas velas—. Puede esperarla en esa silla junto a la mesita y puede ir preparándose. La señora Stanley vendrá en cuanto la función termine.

—Gracias. —Se acercó al mobiliario y dejó la bolsa de cuero encima.

—¿Puedo ofrecerle alguna otra cosa?

—No será necesario. —Le sonrió—. Gracias.

Tras un asentimiento la dejó sola.

Georgia se alisó la falda del vestido antes de empezar a rebuscar en su bolsa. Aun no siendo su vestimenta la más refinada que poseía, el saco de cuero que siempre la acompañaba en sus entrevistas seguía desentonando. Del interior sacó unos papeles enrollados, un tintero y una pluma envuelta en un trapo manchado de tinta.

Estaba emocionada. Después de mucha insistencia, la gran operista por fin había accedido a reunirse con ella para conversar sobre sus logros. La mujer era muy reservada en todos los aspectos. Lo que se sabía de ella, dentro y fuera del escenario, era muy poco. Eso sí, rumores había cientos. Uno de ellos, y el que más interés despertaba —por mucho que a Georgia le fastidiara que la gente se centrara en esas cosas tan banales e íntimas—, era la identidad de su mecenas y si de verdad era su amante. Sería un dato por el que los lectores de Le Chrysanthème Gazette correrían a comprar la revista. Estaba incluso segura de que eso arrastraría a decenas de lectores más. Sin embargo, resolvió no hacerlo poco después de planteárselo. Sus entrevistas en la revista no seguían ese camino, así como tampoco las biografías de personajes históricos que realizaba. Respecto al Gorrión, tenía muchas preguntas anotadas, y tan interesantes o más que quién la mantenía o con quién pasaba las noches. Además, a Georgia tampoco le importaba demasiado aparte del mero cotilleo. Si la mujer era libre, bien podía hacer con su vida lo que le pareciera mejor. De ser así, poco importaba qué hombre la veneraba en la cama y fuera de ella. Solo le concernía a la cantante y Georgia no iba a indagar sobre ello; no fuera el caso que, por una pregunta indiscreta, se negara a continuar la entrevista.

Un tiempo después, el atronador sonido de los aplausos llegó hasta ella. Estos duraron y duraron hasta que Georgia no pudo menos que imaginar a un público entregado y eufórico por tal interpretación, con el consecuente regocijo de la intérprete. Como le habían advertido que no tardaría, enderezó la espalda y trató de parecer profesional. No sería la primera ocasión en que el sujeto a entrevistar la considerara un ser inferior carente de inteligencia y la despreciara solo por su condición femenina. Y sí, las pocas mujeres que se salían de lo establecido también podían responder de ese modo y resultar tan clasistas como el más rimbombante de los duques.

Estornudó una vez y tres más. Supuso que los culpables eran esos ramos impresionantes dispuestos por toda la estancia. Ese pequeño camerino parecía la mejor floristería de Londres y el perfume que empezaba a instalarse en su nariz resultaba demasiado abrumador.

«Menudas muestras de agradecimiento», pensó.

Oteó hacia el tocador e imaginó bellas joyas brillantes en esas cajas de terciopelo que descansaban encima de la repisa. Debía de tratarse de regalos costosos que enviaban quienes serían parte del público nocturno. Se preguntaba si habría alguien en el mundo que la admirara tanto que no escatimara en gastos para impresionarla.

«No seas tonta. ¿Quién se tomaría la molestia de adorarte así?».

De llegar la ocasión, imaginaba más bien un noviazgo sereno y discreto; sin grandes regalos, ostentaciones ni grandilocuencias. Con toda probabilidad se casaría con un abogado como su padre o un modesto comerciante, pero todo eso eran puras especulaciones porque, a sus veintiún años, no había ningún hombre que le interesara.

—Que Lisbeth me espere detrás. —La repentina presencia femenina la sobresaltó. Entró como un torbellino hablando con su asistente—. Dile también al cochero que esté preparado. Como siempre, llegaré tarde.

Para Georgia estaba claro que nadie se había fijado en ella. La deslumbrante cantante brillaba con luz propia y tuvo que admitir que toda la admiración que recibía no relacionada con su voz y sí con su aspecto estaba justificada. Era, para decirlo con sencillez, lo que ella no: pura perfección femenina. Con su altitud, delgadez y con curvas en los lugares pertinentes, así como un cabello maravillosamente pelirrojo y unos ojos verdes, claros como el agua, la señora Stanley no pasaría jamás desapercibida, cantara o no.

Tuvo que carraspear; y entonces sí consiguió atención.

—¿Quién es usted?

Se levantó con presteza.

—Soy la señorita Cromfrod.

—No conozco a nadie con ese nombre. —Incluso su alzamiento de cejas resultaba refinado.

—Vengo de parte de Le Chrysanthème Gazette. Accedió a que le hiciera algunas preguntas para la revista.

—¿Charlie?

Se dirigió al hombre que tenía a su lado. Había palidecido y Georgia se temió lo peor.

—Lo siento, señora Stanley, olvidé recordárselo.

—¿Y tiene que ser ahora? —De nuevo, parecían haber relegado a un rincón de su mente que había alguien más—. Sabes que he adquirido el compromiso. Tengo que irme.

Viendo que el trabajo se le escurría entre los dedos, Georgia pensó una solución a toda velocidad. Los artistas eran tan temperamentales que intuía que iban a ponerla de patitas en la calle.

—No tardaré demasiado.

Sin embargo, la mujer sonrió con pesar.

—Me temo que ha habido un error. Tengo que marcharme y es imposible postergarlo, puesto que después he de regresar para la función de esta noche. No creo que tenga tiempo de escribir lo que desea preguntar. Mejor dejarlo para otra ocasión.

Sabía que eso podía darse dentro de meses o años. Ella lo olvidaría y tendría que volver a pelear por una cita que podía darse o no. De hecho, llevaba casi trece meses tras la mujer. No veía viable repetir la proeza.

—Tengo buena memoria —soltó con ra

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