Mi adorable bandido

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

Se hizo un repentino silencio en el salón de baile y todas las miradas se volvieron hacia el arco de la entrada. Allí se habían detenido seis hombres y ninguno de ellos estaba invitado a la fiesta del senador Paul Leroy. Eso se deducía, sobre todo, por sus maneras de vestir. No lucían elegantes para el evento y la mayoría cubría la mitad de sus rostros con pañuelos, el resto lo hacía con las alas anchas de sus sombreros bien calados en las cabezas.

Los músicos, que se habían quedado con los instrumentos en alto nada más percatarse de su presencia, no se atrevieron a cambiar de posición, ni a hacer ningún movimiento extraño que pudiera llamar la atención. El aspecto peligroso y el dudoso oficio al que se dedicaban los recién llegados no pasaba desapercibido para nadie.

Todos intuían lo que estaba a punto de suceder y algunas damas, pobres inocentes, trataron de ocultar sus joyas detrás de las palmas de sus manos o bajo el escote, si este lo permitía, ya que la moda femenina aconsejaba lucir hombros, e incluso buena parte del pecho.

Los hombres, solo algunos de ellos, buscaban con la mirada a los miembros del ejército francés que habían acudido en calidad de huésped a la casa del senador, para seguir alguna indicación, en caso de haberla.

Las mechas de los candelabros comenzaron a extinguirse al tiempo que la gente soltaba exclamaciones. Pero no apagaron todos, solo los suficientes para dejar el salón en penumbras.

—Damas, caballeros. —Un sujeto con uniforme de oficial francés y rostro cubierto por un pañuelo de seda añil, se detuvo en el primer escalón que descendía a la pista de baile. Desde allí observó a los invitados, atento a todo cuanto le rodeaba. En una de sus manos sostenía una pistola—. Lamentamos mucho tener que interrumpir, pero vamos a robarles un poco de su ajetreado tiempo…

— …Y de sus pesadas bolsas —añadió otro, cubierto de negro de los pies a la cabeza. Un sombrero de ala ancha ocultaba sus ojos de la multitud, y cuando hablaba, lo hacía susurrando de un modo áspero—. Muéstrense tranquilos y saldremos muy pronto de aquí.

—¡Esto es un atropello! —gritó muy ofendido el anfitrión, Paul Leroy, caballero de mediana edad, abriéndose paso hasta el centro del salón.

Un par de miras le apuntaron directamente al corazón y no tuvo más remedio que detenerse con las manos en alto, rindiéndose ante ellos.

—No se confunda, senador, esto no es un atropello, es un robo —respondió otro de los bandoleros cuyos ojos parecían brillar divertidos.

—¡No tienen derecho! ¡Están en una propiedad privada!

Las escopetas de dos de los sujetos hicieron un débil sonido al accionar los percutores. Los murmullos y los lamentos que habían comenzado a inundar el salón, dando apoyo al anfitrión, se vieron interrumpidos de nuevo por la inminente amenaza de aquellas armas.

La esposa del senador soltó un alarido y después cayó sobre el suelo, desmayada. Las personas más cercanas a ella la recogieron y la depositaron sobre un banco acolchado en tonos granates.

—Por favor —continuó diciendo el bandolero vestido de oscuro—, denles a mis compañeros todo aquello que les sobra, como esa gargantilla, bella dama. —El tipo, muy despacio, se acercó a una de las jóvenes. Ella estaba tan impresionada que durante unos segundos fue incapaz de cerrar la boca—. Por favor... —repitió extendiendo el brazo con la palma abierta hacia arriba.

La dama se espabiló y miró a su alrededor esperando que alguien acudiese a ayudarla, pero se dio cuenta de que era uno de los pocos invitados que no se había movido del sitio, mientras el resto se había colocado contra las paredes.

De manera automática y casi sin pensar, ella llevó las manos al broche. Sus dedos se volvieron tan torpes que no atinó a dar con el cierre. Y es que el bandido y aquella situación la ponían nerviosa. El hombre, era muy alto. Por lo menos una cabeza larga más que ella, y desde que él se había puesto delante, todo lo demás había desaparecido tras sus hombros anchos.

—No puedo —susurró, nerviosa, a punto de romper la pequeña argolla que abrochaba la gargantilla.

Los ojos de horror con los que lo miró —la dama tan solo vislumbraba dos oscuros y profundos agujeros donde debían estar sus cuencas, aunque era consciente de que él sí que podía ver los de ella— parecieron ablandarle.

—No se preocupe —dijo colocándose detrás, buscando continuamente las sombras. Ella dejó de respirar y fue inundada por un agradable olor masculino—. Con su permiso, yo mismo aliviaré su carga.

La dama sintió que abría el cierre rozando lentamente la piel de sus hombros desnudos con los dedos enguantados. La había tocado de forma deliberada para asustarla y, aunque no logró su objetivo, pues no bastaba una caricia para amedrentarla, se apartó con prisa de él.

Los bandidos no tardaron mucho en apoderarse de las joyas de los demás. Pendientes, sortijas, broches, algún camafeo, collares… y el dinero.

—Ahora nos vamos a despedir. He apostado a varios de mis hombres por la cercanía para así poder estar seguro de que nadie nos seguirá. —La voz del sujeto rebotó dentro de las paredes del salón cuando volvió a subir los escalones para colocarse cerca del hombre que vestía de uniforme.

La joven a la que acababan de quitar su joya alzó la mano con decisión. Era imposible no verla ya que seguía estando en primera fila. El silencio presidió la estancia hasta que el sujeto de negro, que no había duda de que era el jefe de aquella banda de salteadores, giró la cabeza hacia ella para observarla con fijeza. Su oscura mirada recorrió el cuerpo femenino, cubierto por un vestido de abultadas faldas, para deslizarse por sus hombros desnudos de piel suave, hasta unos hermosos y redondeados ojos verdes y unos labios rosados y apetitosos.

—Es linda la forastera —dijo uno de los bandidos.

—Sin duda. Hacía tiempo que no veía nada tan bonito —respondió el jefe. Ella soltó una exclamación ofendida, y el bandido sonrió de forma perezosa—. ¿Alguna pregunta para mitigar su curiosidad, bella dama? No tengo todo el tiempo del mundo.

La joven miró enojada a la gente que estaba detrás de ella, cobijada contra la pared entelada. ¿Cómo podían ser tan cobardes de quedarse quietos sin hacer nada mientras estaban siendo asaltados impunemente?

El bandido carraspeó.

—Si no tiene nada que decirme...

La dama empinó el mentón con orgullo y lo pulverizó con la vista. La curiosidad por saber cómo era el rostro que se escondía entre las sombras casi dejó de importarle, aunque cualquiera que tuviera ojos podía advertir que él tenía un cuerpo bastante fibroso y fuerte, además de ser considerablemente alto.

—Me gustaría comprarle la gargantilla que me acaba de robar —dijo con voz temblorosa, pero clara. Detrás de ella escuchó que varias personas exclamaban y se volvió para averiguar quién había sido. Más de uno la miraba como si se hubiera vuelto loca. Y, desde luego, ella habría pensado lo mismo si otro hubiera estado en su lugar. Enseguida retornó la vista hacia el bandido. Sin duda él era el que suponía un peligro para ella—. Verá, era de mi abuela y es un recuerdo familiar, lo ú

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