La lluvia en tus besos

María Acebes

Fragmento

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Capítulo 1

Aquella mañana Eva se despertó temprano, más de lo normal, pero el calor ya empezaba a ser sofocante. Comprobó que eran las seis de la mañana, pero el canto de los pájaros en el exterior y el sudor que corría por su espalda, le hicieron darse cuenta de que ya no iba a poder dormir más.

Enfadada, se incorporó y se frotó los ojos; sacó los pies de la cama y los apoyó en el frío suelo, sintiendo un alivio momentáneo. Se estiró y bostezó para, inmediatamente después, buscar su teléfono. Comprobó sus redes sociales, respondió algunos mensajes y repartió likes antes de que decidiera que darse una ducha sería lo más apropiado.

Salió de la habitación sin hacer ruido, pues todos en la casa estaban dormidos. Con la ropa bajo el brazo, decidió usar el baño de abajo, porque allí estaría mucho más tranquila y no despertaría ni a su padre ni a su hermano.

Se deshizo de la ropa con cuidado; había dejado abierta la ventana, pero no corría ni una leve brisa. A pesar de eso, el olor del campo que se extendía tras ella lo inundaba todo. Sin esperar a que saliera el agua caliente se metió en la ducha y dejó que los últimos retazos de sueño abandonaran su cuerpo, mezclados con el jabón y el champú que se deslizaron por el desagüe.

Cuando salió se sentía de mejor humor. Un poco más contenta, decidió salir a dar un paseo. Sabía que aquel sería uno de los últimos días en los que el pueblo sería realmente suyo, porque las casas aledañas no tardarían en llenarse de turistas rurales y urbanitas que acudirían para visitar a sus familiares.

Había algo en aquel ritual estival que no terminaba de gustarle a Eva. Ella sentía que esa gente se aprovechaba de todo lo bueno del pueblo, pero que no sufrían lo malo. Era una firme defensora de la vida en el campo y aunque muchos le decían que en cuanto pisara la ciudad no querría volver, ella no las tenía todas consigo.

Poco a poco el silencio de la naturaleza, lleno de matices, relajante y delicado, se fue desvaneciendo para dar paso a un bullicio cotidiano. Sonreía y saludaba a todos con los que se cruzaba, que le devolvían el gesto con, más o menos, la misma efusividad.

—Que madrugadora, Eva —le dijo doña Milagros, la panadera, que estaba barriendo ya el escalón de la entrada de su tienda. A pesar de su avanzada edad, la mujer se seguía levantando a la par que su marido y sus hijos y los ayudaba en el horno.

—Buenos días, doña Milagros —respondió la joven—. Hoy es el último día antes de las vacaciones de verano, y quería disfrutar un poco de la paz que se respira ahora en el pueblo —añadió con una sonrisa. La mujer se apoyó en la escoba y le indicó con la mano que entrase en la tienda.

—Pasa, pasa, tengo pan y bollitos recién hechos, ¿quieres uno? Ahora es cuando más ricos están —le preguntó colocándose detrás del mostrador y señalando las bandejas. Eva miró en los bolsillos en busca de algo suelto con lo que pagar a la mujer, que al ver su gesto negó con la cabeza—. Toma, anda, llévate un par de estos —dijo sacando con unas pinzas un par de ensaimadas y colocándolas en una bolsa.

—Bueno, luego cuando mi padre venga a por el pan que las pague, que yo ahora no llevo nada suelto. —Eva sabía que doña Milagros no aceptaría que su padre las pagase después. Aquel era un ritual que se repetía de vez en cuando: Eva pasaba por delante de la panadería, charlaba un rato con la anciana y esta, en agradecimiento, le entregaba alguno de los bollitos que hacía con tanto amor.

La charla en esa ocasión no pudo ser demasiado larga, pues a Eva ya se le había hecho un poco tarde y tenía que regresar a casa antes de que su padre empezara a preocuparse. Por el camino iba comiéndose una de las ensaimadas, llenándose las manos y la ropa de azúcar glas y sintiéndose como una niña pequeña.

Cuando llegó a su casa, su padre estaba en el porche, tomando un café y mirando su móvil. Eva lo saludó con un alegre buenos días y su padre alzó la cabeza para mirarla.

—¿Ya has estado donde doña Milagros? Ya podías haber traído el pan —le reprochó con ternura. Ella se encogió de hombros.

—No me ha dejado pagar esto, así que ya sabes, cuando vayas a por el pan puedes traer alguna más, como agradecimiento por estas dos. —Alzó la bolsa en la que ya solo quedaba una ensaimada y media y sonrió de nuevo. Su padre negó con la cabeza, pero no pudo ocultar la sonrisa que, de manera involuntaria, había esbozado.

—Anda, ve a despertar a tu hermano y desayunad, que si no a este paso vais a llegar tarde.

Eva entró en la casa, dejando la bolsa encima de la mesa del comedor y subió las escaleras de dos en dos hasta llegar a la habitación de Cristian, que dormía a pierna suelta. La puerta estaba abierta, así que entró y se sentó en el borde de la cama. La facilidad que tenía Cris para dormir le sorprendía. Lo zarandeó un par de veces, pero él simplemente se removió y dio media vuelta, mientras gruñía algo ininteligible.

—Cristian, pedazo de vago, levántate ya —le dijo ella agarrándolo del hombro de nuevo y girándolo.

—Déjame en paz. —Consiguió articular el joven con voz pastosa, zafándose de nuevo del agarre.

—Hay ensaimadas de doña Milagros y como perdamos el bus, papá nos va a matar a los dos, así que yo que tú me ponía en pie ya. —Eva se había levantado y tenía los brazos en jarras, tratando de aparentar enfado.

Desde la cama, Cristian abrió un ojo y la miró, rompiendo a reír. Lo que hizo que el supuesto enfado de la joven se acrecentara.

—¿Se puede saber de qué te ríes, enano piojoso?

—De que no puedes ponerte seria conmigo, tapón. Mírate, tienes la camiseta llena de azúcar glas, no te has peinado todavía y apenas puedo verte desde aquí con lo bajita que eres —replicó él estirándose en la cama. Estaba en medio de un bostezo cuando un cojín impactó en su cara; aquello inició una guerra de almohadas y de cosquillas, de gritos y de risas, que atrajo la atención de su padre, que subió las escaleras sin hacer ruido. Se asomó a la habitación de su hijo y le descubrió con la cabeza entre los brazos de su hermana, que le había hecho una llave y le tenía inmovilizado mientras gritaba cosas incomprensibles.

—¿Se puede saber qué está pasando aquí? No te pago las clases de defensa personal para que intentes matar a tu hermano a la primera de cambio —preguntó intentando que su voz tuviera un tono serio que no consiguió. Eva tardó un rato en reaccionar; solo cuando su hermano le indicó con gestos que mirase a la puerta y vio a su padre, le soltó.

—Nada, que no se quería levantar. —Eva se encogió de hombros y se alisó la camiseta, que se le había recogido sobre la tripa. Su padre frunció los labios y negó con la cabeza.

—Vamos, anda, daros prisa que el bus va a pasar en poco y como lo perdáis, a ver cómo vais al colegio. Además, el desayuno está recién hecho. Venga, andando que es gerundio. —Se apartó de la puerta y estiró un brazo, señalando las escaleras. Sus hijos se apresuraron a bajar corriendo, luchando por ser el primero en llegar.

Engulleron sus desayunos sin dejar de hablar de lo que harían ese verano. Sus voces se entremezclaban y no se escuchaban, haciendo que su padre

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