La osadía de conquistar a un caballero (El azahar 2)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

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Capítulo 1

Elena

Mi padre se había suicidado. Mi familia estaba en la ruina. Solo me faltaba un «mi marido me engaña» o «mi hermano me ha dado de comer a mis propios hijos» para convertirme en la protagonista de una tragedia griega. Por suerte no tenía marido ni descendencia que pudiera ser víctima de la ira de los dioses, así que iba ganando yo. O no, porque, precisamente, era ese asunto de no tener marido lo que en esos instantes me traía de cabeza.

Después de que mi hermano Samuel nos pusiera al corriente de las nubes que se cernían sobre nosotros, no tardó en llegar a mí la que creía era la solución a nuestros problemas (o al menos a parte de ellos). No quería pararme a pensar en ese asunto de la muerte de mi padre todavía, porque los muertos no tienen prisa, pero los acreedores sí. El hecho de que pudiéramos perderlo todo me apremiaba más que la idea de indagar en las motivaciones que habían llevado a mi progenitor a faltar al más sagrado de los compromisos con Dios: la vida. Que se la hubiera quitado, siendo un hombre orgulloso de sí mismo como era, no tenía sentido para mí. No sabría si lo tendría jamás. O si de existir más propósito en su muerte que el de la huida de los problemas del mundo terrenal, sería capaz de soportarlo. Porque tenía a mi padre por el mejor de los hombres y lo amaba, y ver que era humano, al fin y al cabo, sería un peso con el que tal vez no podría cargar. Aunque supiera que llevar las heridas en silencio no solo las hace más insoportables, sino que las agranda hasta convertirlas en abismos a los que no somos capaces de mirar, quise apartar de mi mente tales pensamientos y centrarme en la única realidad que podía asumir: estábamos arruinados. Tenía que hacer algo. Pero ¿qué? Pensé en vender mis pertenencias y así ayudar a la economía familiar. Sin embargo, mi hermano no consentía que vendiéramos nada, y tampoco habría permitido que tirase mi dote por tierra porque eso sería perjudicar mi honor y mis expectativas de matrimonio.

Matrimonio...

La palabra que más veces había oído en toda mi vida, con permiso de muaré, tafetán y encaje.

Quizá era ese el quid de la cuestión. La Ariadna de mi laberinto.

El asunto del matrimonio y yo llevábamos librando una guerra desde que fui presentada en sociedad. Y es que las altas pretensiones de mi padre con respecto a una unión ventajosa lo habían movido a rechazar hasta a cuatro pretendientes al año, desde que cumplí los dieciséis. En esos momentos lo había agradecido, porque, aunque desde niña asumí que en el matrimonio el amor no siempre tenía que ver, los hombres que me habían cortejado no despertaban en absoluto mi admiración. Podría soportar un matrimonio sin amor, pero no uno sin admiración. Eso y una buena renta eran mi única condición: el físico, la profesión, su linaje o las circunstancias eran asuntos que no me atañían. Teniendo esto en cuenta, probablemente acabaría soltera, porque el amor es una cuestión circunstancial, un fuego avivado por la química de las reacciones; por la suma, a veces, de la estupidez y la imprudencia. El amor podía no someterse a juicio, ser vivido sin más, pero la admiración pura y sincera venía tras una larga valoración de las acciones del individuo, de su forma de ver el mundo, de responder a los anhelos de su alma, de abrazar las verdades más universales de la existencia. Y yo, que estaba rodeada de hombres a los que admiraba, en mayor o menor medida y aun con todos sus errores, siempre había pensado que mi esposo no podía ser menos.

Durante aquellos años, las razones que habían llevado a mi padre a aconsejarme una negativa como respuesta, a cuantos santos varones habían pasado por El Azahar para pedir mi mano, eran siempre las mismas y las sentenciaba con esta frase: «No voy a dar oro a quien solo sabe apreciar el color de la plata». Yo tenía el firme convencimiento de que si no me entregaba a nadie era porque le costaba desprenderse de mí. El Azahar habría sido un lugar demasiado pesado para él sin mi presencia porque, aunque Samuel era su valido en el papel de duque y Beatriz su bastón en el papel de padre, yo, más que su hija, era su amiga. Le decía, sin perder jamás la dulzura y el respeto, verdades sin medias tintas y le daba consejos sin censura alguna. Casi podía oírlo decir aquello de «qué pena que no hayas nacido varón. Tienes más agallas que ninguno de tus hermanos. Y eso es decir mucho».

No se daba cuenta de que nuestras agallas eran gracias a que él y mi madre, con la confianza ciega de que no nos ahogaríamos, nos habían tirado al agua aun cuando no sabíamos nadar. Y si hay algo en esta vida que te da las fuerzas suficientes para bracear es que alguien ponga su confianza en ti. Nuestros padres habían confiado en cada uno de nosotros para perpetuar su legado de una forma u otra, poniendo especial hincapié en nuestra educación. Para la sociedad, las cosas en ese aspecto estaban claras: el hombre era el hombre; y la mujer, la mujer; y cada sexo debía de instruirse en serlo y no pretender poner un pie en el territorio del otro, como pez que nada o ave que vuela. Pero en la naturaleza también existían los peces capaces de dar saltos que los acercaban al sol y aves que incluso buceaban. Y así fue como tornamos esas líneas en difusas y se nos educó para ser algo más que un ser humano reducido a las condiciones de la naturaleza de su cuerpo. Por eso, aunque obligados a cumplir nuestro papel y recordándonos siempre lo que la sociedad exigía de nosotros, nos enseñaron a ver el mundo con otros ojos. Criarse así, siendo mujer, era como ver abrirse el mar: inaudito y sorprendente.

Pero el tiempo, que todo lo vuelve verdad o mentira, cambió las cosas, y la norma ganó la partida a lo distinto. Mis hermanos —y alguna de mis hermanas también—, aunque nunca con maldad, fueron poco a poco partícipes de ese juego de imposiciones en el que unos mandaban y otras obedecíamos. Ese en el que el hombre ponía las reglas y la mujer las acataba, en el que la mente y los negocios eran cosas del varón, y el corazón y la costura, cosas de la mujer. Por supuesto, no perdía la ocasión de recordarles lo equivocados que estaban, y a veces hasta me escuchaban. Sin embargo, había algo contra lo que no podía luchar: por más que supiera de cosas de hombres, no era uno de ellos. Podía elegir enfadarme por no tener sus cartas o jugar con las que se me habían dado. Una de las pocas enseñanzas útiles que había aprendido de Diego. Mi hermano tenía la mente dura —y en la entrepierna la mayor parte de las veces— pero en ocasiones decía cosas interesantes.

A mis veintidós años, y con el tiempo y las circunstancias en mi contra, hallaba en el matrimonio la única solución a mis problemas. Sin padre o madre que me asesorasen al respecto y sin perspectivas en el horizonte, pues todos mis pretendientes se habían retirado asumiendo su derrota, no es que fuera a tener las cosas fáciles. El mío no podía ser un matrimonio cualquiera, pues ni yo era una dama cualquiera ni mis circunstancias lo eran. Nadie de condición inferior a mí era un candidato posible. Y ya podía ir olvidándome de ese asunto de la admiración. Ya fuera un pazguato insoportable, tenía que buscar un marido. Pero ¿dónde? Y, sobre todo, ¿cómo iba a hacerlo sin exponerme a las críticas y sin parecer desesperada?

Tenía aquellas pr

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