À table, les amoureux!
Tras el impresionante éxito de mi novela La sonrisa de las mujeres, en la que la bella Aurélie preparaba un menu d’amour para conquistar al hombre de sus sueños, me han preguntado a menudo si existe una relación especial entre la comida y el amor. Por supuesto, sí existe, pues ambas cosas resultan tremendamente irresistibles. A muchos de mis lectores, tanto hombres como mujeres, les interesaba saber si me gusta cocinar y si tengo más recetas. La respuesta a ambas preguntas es que sí. Los mejores platos de mi recetario personal son clásicos de la cocina francesa, pero sobre todo son una cosa: recuerdos de veladas fabulosas, románticas y perdurables que me gusta evocar.
Así pues, en este libro voy a revelarles mis ocho menús favoritos. Recetas para enamorados, para seducir, menús deliciosos para ocasiones especiales... Además, a modo de particular saludo desde la cocina, les precede una historia que desvela el secreto del menu d’amour, aquel menú que en su día el padre de Aurélie legó a su hija.
Lean, sorpréndanse, sonrían, cocinen y disfruten de la comida y del amor.
Con afecto,
NICOLAS BARREAU
Menú d’amour
Una historia de amor
1
Según los cálculos de Georges aquel era uno de los inviernos más oscuros desde la guerra. Las sombras deambulaban por las calles de París y la gente anhelaba la luz con el mismo ardor con el que un joven ansía estar en los brazos de su amada. En el cine se proyectaba Los paraguas de Cherburgo, los Beatles habían cantado She loves you en el Olympia y yo me había enamorado perdidamente de una muchacha que para mí era tan inalcanzable como la luna.
Por aquel entonces yo cursaba mi segundo semestre de literatura y, desengañado, había decidido convertirme en el nuevo William Butler Yeats, cuyos versos encendidos ensalzando a su adorada habían inmortalizado su amor, no correspondido, por Maud Gonne. Una tarde lluviosa, rebuscando entre los puestos de los buquinistas apostados en la orilla del Sena, tropecé con algo que daría al traste con mi fabuloso devenir literario. A resultas de aquello tuvo lugar un acontecimiento peculiar y maravilloso; un suceso que, de pura felicidad, me transportó a la luna antes de que el primer astronauta pusiera un pie en ella. Nunca he contado lo que realmente ocurrió esa noche, aquella noche memorable en que preparé el menu d’amour por primera vez y que se remonta ya a muchos años atrás. La única conocedora de la verdad fue la gata de mi compañero de piso, Georges. Pero ella, como es natural, no hablaba, por lo que ese secreto exquisito se mantuvo a buen recaudo en mi corazón. Al final, no me convertí en William Butler Yeats. A Dios gracias.
Mi Maud Gonne se llamaba Valérie Castel. Tenía el cabello rubio, los ojos azules y brillantes, e iluminaba un lugar en cuanto entraba en él. Su boca parecía estar siempre dispuesta a sonreír; era ocurrente, le gustaba bromear y ciertamente no pasaba desapercibida; pero había también otro motivo que impedía pasarla por alto. Valérie Castel era la persona más impuntual que he conocido. Siempre llegaba tarde. A todas las clases. A todos los seminarios. Y por eso precisamente reparé en ella. Porque llegaba tarde.
2
El profesor Jean-Louis Caspari estaba en su salsa. Llevaba ya veinte minutos esforzándose por explicar a sus estudiantes de literatura francesa el periodo entre el romanticismo y el realismo con gestos vehementes y frases grandilocuentes sin esperar otra cosa más que se quedaran con tres frases de su lección. «Con que recuerden tres frases, me doy por satisfecho», decía a menudo. En el preciso instante en que se disponía a adentrarse en uno de sus poemas preferidos de Baudelaire, la puerta se abrió súbitamente y entró en el aula una estudiante con un abrigo de lana de color azul claro y gorro a juego y las mejillas sofocadas. Tras esbozar una sonrisa de disculpa, la muchacha se dispuso a atravesar el pasillo lateral para sentarse en una de las filas de asientos, cuando Jean-Louis Caspari interrumpió la lección y bajó del pequeño estrado que ocupaba. El profesor, ya entrado en años, tenía fama de disfrutar poniendo en evidencia a los estudiantes impuntuales. Con una agilidad sorprendente para su corpulencia, el hombre cruzó rápidamente el aula y se plantó ante la rezagada.
—Qué detalle por su parte acudir a mi clase, ¿señorita…? —exclamó arqueando las cejas en actitud inquisitiva.
—Señorita Castel. Valérie Castel —respondió ella. Así fue como yo, igual que los demás estudiantes, supe su nombre.
—Muy bien, señorita Castel. —El profesor Caspari le alargó la mano, que ella tomó con cierta vacilación—. Sea usted bienvenida a nuestra clase —dijo él mientras señalaba con la mano a los, aproximadamente, ciento cincuenta alumnos que seguíamos sonrientes la conversación que tenía lugar fuera del estrado—. El caso es que, lamentablemente, mi clase empezó... —Se sacó del pantalón un reloj de bolsillo de plata—. Hace ya veinticinco minutos. Espero que eso no le moleste, ¿verdad?
Valérie Castel se sonrojó y dirigió una sonrisa encantadora al profesor.
—Por supuesto que no, profesor —respondió con una voz clara que se oyó hasta en la última fila—. Si a usted no le molesta, a mí tampoco.
Yo advertí una levísima contracción en la comisura de los labios de ella.
Los estudiantes intercambiaron codazos y cuchicheos. Aunque la respuesta parecía bastante descarada, la naturalidad