La ardiente perdición del marqués (El azahar 5)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

la_ardiente_perdicion-2

Capítulo 1

Beatriz

El tiempo. Qué ser tan extraño.

Dicen que pone las cosas en su sitio, que cura las heridas, que hace caer las torres que un día erigieron los más grandes imperios: esos que creyeron serían eternos. Dicen de él también que nos enseña a tomar decisiones, a distinguir lo necesario de lo superfluo. Que nos endurece y nos prepara «para la vida». Como si eso fuera posible. Ni todo el tiempo del mundo es suficiente para prepararnos para esta aventura. Tan caprichosa. Tan hermosa. Tan cruel a veces. Un tiempo que no es para nosotros infinito, por suerte o desgracia. Pero no te asustes, mi querida Beatriz, porque incluso con toda la oscuridad de nuestros días hay una razón para estar aquí. O muchas. Una de mis razones eres tú.

Siempre has sentido gran curiosidad por esto del tiempo y me has preguntado cientos de veces qué sucede cuando, el que Dios nos ha concedido en la Tierra, se termina. No tengo la respuesta absoluta sobre esto, solo la que mi fe y mi corazón me otorgan. Confío en que el cielo existe, y en que nos reuniremos allí con nuestros seres queridos, pero también sé que los que permanecen aquí nos echarán de menos y que, solo por eso, merece la pena luchar para quedarnos todo lo que podamos y que nos añoren lo menos posible. Que nuestro tiempo de vida sea largo y el que reste entre nuestra partida y la suya, corto. Hemos de aprovechar cada segundo aquí y vivirlo cuanto podamos. Decir siempre «te quiero», «gracias», «por favor» y «perdón». Hacerlo a tiempo, aunque sin olvidar que nunca es tarde.

Y esto, mi querida niña, es lo que tengo que decirte sobre el tiempo, en nuestro juego de esta semana. Mi palabra para ti es «impertérrito». ¿Qué puedes contarme sobre ella? Espero tu carta para leerla el domingo por la tarde, cuando nos sentemos a tomar el café.

Te quiere, con devoción, tu padre,

Samuel de Alborada y Luna

Había ido para dejar el estuche con el abrecartas de mi padre, que Simón me dio, en el cajón, porque me informaron de que Teodoro había salido a hacer unos recados y únicamente a él podía confiarle la tarea de mandarlo a limpiar para quitar la tierra. Solo abrí ese cajón para eso. Pero las cartas de mi padre, anudadas con mimo con un lazo azul, parecieron dirigirme la mirada triste de aquel que se siente abandonado y no tuve más remedio que cogerlas. Cada semana, desde que me había acogido, intercambiábamos una palabra y teníamos que escribir nuestros pensamientos sobre ella. El domingo, después de misa y de la comida, la poníamos en común. Era un juego divertido, que me mantenía despierta, y que había creado entre nosotros un vínculo íntimo e inigualable. Amaba a mi padre más que a nada. Aunque no me había dado la vida en un sentido estricto, me la había dado en todos los demás. Me había salvado de la pobreza, del miedo y del dolor para darme un hogar donde todo era dicha. A pesar de que las heridas del pasado aún no habían cicatrizado del todo, junto a los Alborada apenas eran pequeñas marcas en mi alma. Si a un marinero le quitasen la estrella polar, no se sentiría tan perdido como yo me sentía sin él.

Con la carta entre mis manos, traté de tornar la amargura en un sentimiento que, aunque nostálgico, tuviera esa pátina de felicidad que dan los recuerdos bonitos. Pese a que ya no estaba con nosotros, hubo un tiempo en el que sí y eso era mejor que no haberlo tenido. Como él solía decir: «Quien no se consuela es porque no quiere». Rememorar su costumbre de citar refranes me hizo sonreír. En ese momento llamaron a la puerta de mi dormitorio. Di paso, mientras dejaba la carta sobre la cama, sin esconderla, pues nada malo había en ella.

—¡Aquí estás! —Alba llegó dando saltos—. Te he buscado por todas partes.

—¿De dónde vienes? —pregunté a ver qué decía, aún a sabiendas de que había estado en el campo, porque olía a jara y romero.

—Del salón. —Me abrazó—. De tomar un té.

La miré de arriba abajo. Tenía los zapatos sucios y el vestido lleno de briznas.

—Ya. —Alcé el bajo de su falda y señalé sus pantalones—. Habrás tomado el té con alguna liebre.

—¿Te imaginas? —Rio a carcajadas y se sentó a mi lado—. Eso sería divertido.

—¿Dónde te has metido esta vez?

—Por la zona del río. He visto una culebra de agua enorme. Había pensado en traerla para enseñárosla, pero luego he cambiado de opinión.

—Gracias por tu consideración, Alba. Ya tenemos bastante con Napoleón.

Era un lagarto verdinegro que había recogido malherido y que cuidaba en un terrario que mi padre le había construido.

—Una pena. Era un ejemplar verdaderamente reseñable.

Suspiré, cansada de sus peligrosas excursiones.

—Nos vas a dar un disgusto algún día andando por el río y por las minas.

—Tanto regañarme y al final fue Lidia la que se cayó al agua.

Los recuerdos de lo acontecido, y de lo cerca que habíamos estado de perderla, me agitaron tanto que tuve que levantarme a abrir la ventana para respirar un poco de aire. El día, soleado, me reconfortó. Las vistas de la finca eran más hermosas, si cabe, bajo su luz.

—Creo que le gusta Pablo —dijo Alba—. Bueno, sé que le gusta.

—Sí, yo también. Desde hace tiempo.

Se situó a mi lado y nos miramos por unos segundos.

—¿Y qué vamos a hacer? —me preguntó.

—Pues nada, Alba. Lidia está superando la ruptura de Andrés y necesita una distracción. Pablo no será más que eso. En unos meses conocerá a algún muchacho más acorde a ella en una fiesta y se le pasará el capricho.

—No lo creo, la verdad. No lo mira como se mira a una distracción. Lo mira como si estuviera enamorada de él.

—¿Y tú qué sabes? —Alcé una ceja—. ¿A cuántos enamorados has mirado tú?

—Enamorados míos a ninguno, por suerte —dijo con gesto resuelto y soltó una risotada—. Pero he visto a Simón mirar a Aurora, y Lidia mira a Pablo así.

—Algún día te enamorarás y seré yo quien se ría.

—Ya estoy enamorada: de la ciencia.

—¿No puedes enamorarte también de un hombre?

—Siempre y cuando sea Newton, Cavanilles o William Thomson, podría.

—¿Alguno de esos está vivo?

—El último, sí. O lo estaba la última vez que supe de él por las cartas de Violet.

—Por cierto, la prima escribió, ¿no? Envió libros a Elena si mal no recuerdo.

—Sí. Orgullo y prejuicio y Wuthering Heights.

—Cumbres borrascosas. —Miré al sol—. Igualito que esto.

—Igualito —suspiró—. Pero es de una autora inglesa, lo cual tiene sentido. Me resultaría más peculiar si una autora de nuestro país pusiera cosas como «borrasca», «tormenta» o «lluvia» en el título de sus libros.

—A no ser que transcurran en el norte, lo sería —apunté, tras reírme por su observación—. ¿Lo has leído?

—No me dio tiempo. Elena se lo llevó a Madrid.

—Qué ganas de que vuelva. Todavía me escama ese deseo suyo tan repentino de irse a ver a la tía Encarna.

Alba rio por lo bajo, haciéndome mirarla de reojo.

—¿Por qué cada vez que se menciona a la tía te echas a reír?

—Po

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos