Hasta que me pidas

Charlize Clarke

Fragmento

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Prefacio

La noche empezó diferente: besos con sabor a disculpa. Era como si se estuviese despidiendo. Un ceremonioso adiós cargado de emoción. Sus fuertes brazos me levantaron arrinconándome contra la pared, aunque una de sus manos se movió con rapidez, intentando liberar mi cuerpo de la ropa que se interponía entre nosotros. Sus labios hacían todo lo contrario: recorrieron desde mi clavícula hasta mi mentón con una parsimonia digna de alguien que se jacta de controlar su placer, hasta el punto de que él mismo se empieza a desesperar.

«Este es el principio del fin», pensé. Con mis piernas cruzadas en su espalda, mi falda arrugada hasta la cintura, la blusa a medio desabotonar y mi ropa interior rasgada por la fuerza de la pasión, caímos al suelo. No hubo tiempo de buscar un lugar más cómodo: el deseo fue más rápido que la razón. Torpemente, con las manos húmedas por el sudor de su espalda, le quité el cinturón y bajé la cremallera de su pantalón. Él rápidamente terminó con el resto del trabajo, y con agilidad se acomodó entre mis piernas mientras besaba mis senos sobre el sujetador.

Nuestras respiraciones se aceleraron; una fina capa de sudor envolvió nuestros cuerpos, producto del dulce esfuerzo. Su lengua siguió atormentándome, y mi cabeza giró, lo que produjo un agradable mareo. Cerré los ojos intentando contener la explosión que él sin ningún esfuerzo causó; sabía que, con solo mirarme, me provocaba placer.

—Eres hermosa, me vuelves loco —dijo antes de atacar mis labios. Colocó su pulgar sobre el punto perfecto entre mis piernas, al tiempo que me penetró lentamente, una vez, dos veces, tres veces. Mis uñas se clavaron en su espalda; sus gemidos se entremezclaron con los míos; fue casi musical, hasta que los dos llegamos juntos al éxtasis. Sentí cómo su cuerpo se sacudía con suavidad mientras lanzaba un suspiro que intenté atrapar en mi garganta con un profundo y apasionado beso.

Se recostó arrastrándome sobre él, y acarició con suavidad mi espalda. Yo le di el mismo trato a su pecho desnudo. El silencio nunca había sido incómodo entre nosotros; pero este tenía algo que los dos supimos reconocer como la despedida que nunca verbalizaríamos. Varios minutos después y todavía en silencio, nos quedamos dormidos en esa posición.

Al día siguiente, al despertar, Chris ya no estaba. El desorden de su lado de la cama, el hueco en la almohada y su aroma que aún persistía (a pesar de su ausencia) eran testigos silenciosos de la noche anterior. Me levanté, y con rabia saqué las sábanas, y todo lo que podía llevar algo que me recordara a él. Lo tiré en el lavarropas, pero sabía que, aunque lograra quitar su esencia de cada rincón de mi casa, mi corazón seguiría ocupado por ese sentimiento que me negaba a llamar amor.

«Debes ser fuerte, Ali, como todo en la vida, esto también pasará», me repetí en varias ocasiones intentando justificar lo sucedido.

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Capítulo 1

Una semana después...

El frío de la ciudad compite con el helado sentimiento de abandono clavado en el centro de mi pecho. En leggins, medias de lana, pantuflas y el abrigo más viejo que tengo, bajo al mercado que está frente a mi apartamento en busca de lo único que puede calmar un alma herida: kilos y kilos de chocolate. Compro provisiones para quedarme en la cama todo el fin de semana.

—¡Alice! —escucho que me gritan cuando estoy cruzando la calle para regresar a mi claustro—. Ali... amiga, alto ahí, Alice Diangelo. —Termino de cruzar la calle, y me quedo en medio de la acera—. ¿Qué haces con esa facha de inuit vagabundo?

—Mila, no te había visto —digo, intentando esconder la montaña de dulces dentro de mi abrigo.

—Ni ti hibia visti... Eres una tarada. Deja de regodearte en tu pena; te estoy llamando desde ayer. ¿Tienes algún problema con tu móvil? Tu madre está preocupada porque a ella tampoco le coges la llamada. —Cruza los brazos y repiquetea con el pie en el suelo.

—¿Para eso has venido? ¿Para llamarme la atención como a un crío? Esta es la razón por la cual no quiero hablar con vosotras: sois unas pesadas. —Saco las llaves del bolsillo, y abro la puerta de entrada al edificio. Ella me sigue diligente y logra entrar antes de que esta se cierre en sus narices.

—Mira, señorita “la vida me engañó” —dice haciendo comillas en el aire con los dedos, mientras yo aprieto desesperadamente el botón en un vano intento de que el ascensor llegue más rápido—, siempre supiste que lo tuyo con Chris «McMierda» terminaría así. No entiendo tu actitud. Ahora vamos a subir a tu apartamento, te vas a bañar, perfumar y poner la ropa más sexy y sugerente que tengas en tu armario para irnos de fiesta.

—No quiero: necesito hacer el duelo. —Las puertas del ascensor se abren, y entro sin fijarme en si ella me sigue.

—Está bien, entonces vamos a emborracharnos. Es mejor ahogar las penas que enterrarse bajo una montaña de chocolate. Trae eso para acá, pecadora. —Antes de que las puertas del ascensor se abran en mi piso, ella me quita la bolsa de dulces.

—Pero no pienso bañarme hasta el lunes por la mañana —murmuro, mientras la adelanto para abrir la puerta de mi apartamento. Al entrar, voy directo al sillón del salón, y me echo sobre este. Desbloqueo mi móvil con la ilusión de encontrar algún mensaje, pero nada nuevo bajo el sol. Me quedo mirando una foto que nos hicimos hace solo un par de semanas.

—Toma —Mila me ofrece un chupito con vodka.

—Debemos comer algo. Trae los chocolates —insisto, pero ella se niega. Ya hemos bebido la mitad de la botella entre risas que se vuelven llantos, y viceversa. De repente, mi mente, aturdida a causa de la gran cantidad de alcohol que he ingerido, vuela hasta aquella primera noche junto a Chris.

Anestesiada, así me siento. Chris está un poco mejor que yo. Es la primera fiesta a la que me dejan ir, bajo el cuidado de mi hermano mayor, John, que se ha perdido con una pelirroja. Estoy sola en un rincón de la discoteca, bebiendo un dulce trago y arrepintiéndome de haber venido.

—Ali, tu hermano me pidió que te lleve a casa. ¿Vas al apartamento de John o a la casa de tus padres? —pregunta, abrazado a una chica rubia de largas piernas. Le hago señas para que se acerque, y poder hablarle al oído.

—No tienes que preocuparte por mí; si me llamas un taxi, puedo ir sola. Veo que estás muy ocupado, y no quiero arruinar tu noche por andar de niñero —hablo en voz baja para que la chica no escuche.

—Nada de eso, hermosa; tu hermano es un irresponsable, pero yo no. Voy a llevarte a donde me digas, y punto. Por la chica no te preocupes; no es ni quiere ser nada serio. Solo pasamos el rato.

—Ok, prefiero ir al apartamento de John si es que no está ahí con su ligue. —Miro a los ojos de Chris. Siempre he estado enamorada de él, desde el primer día que John lo trajo a casa hace un par de años.

—En ese caso, andand

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