Amor de contrabando

Gabriella R. Hayes

Fragmento

amor_de_contrabando-4

Prólogo

Distrito de St. James, Londres, 1759

Aquella semana estaba siendo especialmente dura. Habían llegado numerosos barcos al puerto y los clientes se agolpaban día sí, día también en aquel lujoso burdel de Sant James. La mayoría eran barcos que transportaban mercancías, comerciantes adinerados y sus adinerados amigos que, ávidos de entretenimiento y desahogo, se reunían en aquel local donde jugaban a las cartas y bebían y copulaban con mujeres alegres que no eran sus esposas.

Aunque cualquier hombre que entrara en ese lugar podría pensar que todas esas chicas eran iguales, lo cierto es que no era así. Prácticamente, todas eran prostitutas, cada una con su propia historia, muchachas de las calles extraídas de los barrios bajos, inocentes jóvenes venidas del campo u obtenidas por subastas. Pero entre ellas se hallaba Juliet. Juliet no era prostituta, era la criada y era la chica para los recados de Madame. Era la muchacha para casi todas las tareas del burdel. Limpiaba todas las habitaciones, cambiaba las sábanas, servía la comida a sus compañeras que ejercían la dura tarea de la prostitución, les limpiaba la ropa y, por si fuera poco, Madame Bélanger la obligaba a preparar el té para sus aristocráticos clientes en la zona del salón privado donde todos ellos se reunían. Madame Bélanger decía que nunca había conocido joven alguna que preparara un té de tan exquisito sabor y con tan delicada elegancia. La joven sabía elaborar el té, a veces incluso especiarlo, para dulcificar su sabor sin que fuera empalagoso y siguiera manteniendo toda su intensidad. A Juliet no le gustaba esa tarea en concreto, prefería las duras tareas de limpieza, apartada de toda esa gente que la miraba como si fuera un trozo de carne en una cárcel de hambrientos. No era un rato agradable para ella, aunque algunas de las prostitutas la envidiaran por pasearse sin tener que ofrecer nada más. Más de una vez había tenido que apelar a la ayuda de Joseph, un fornido hombre de color que solo con su presencia se aseguraba de mantener el orden en aquel lugar, evitando cualquier altercado o intento de fuga sin pagar. A Juliet se la habían sorteado hombres, creyendo que era una dulce y virgen recién llegada que podían manosear y llevarse bajo sus sábanas. Pero por suerte Joseph siempre estaba allí para ayudarla. Si no hubiera sido por él, Madame Bélanger no se hubiese molestado en protegerla, al contrario, a veces parecía que estuviera esperando la ocasión para que la muchacha pudiera ser desvirgada en el arte amatorio de la prostitución. Si había conseguido hasta aquel momento no vender su cuerpo, era gracias a Joseph y a su propia disposición por hacer todas aquellas otras tareas de la manera más rápida y efectiva.

Juliet solo llevaba cuatro meses trabajando allí, pero le parecían una eternidad, casi como un año entero. No tenía más recuerdos que los que había creado en ese lugar: putas, hombres lascivos, bebidas espirituosas, el olor a humo y ambiente cerrado... Parecía que antes de todo aquello ella no hubiese existido, porque en realidad no recordaba nada, absolutamente nada.

amor_de_contrabando-5

Capítulo 1

En un apartado camino a las afueras de Londres, cuatro meses antes

El frescor del aire, la pequeña llovizna que caía con delicadeza sobre su rostro y el susurro de lo que parecían voces hicieron que Juliet abriera los ojos. Su vista tardó unos largos instantes en enfocar varias caras encima de ella y el incipiente dolor de cabeza la hizo reincorporarse de golpe para vomitar a los pies de alguien.

—¡Maldita seas, estúpida, mira lo que haces, casi estropeas mis nuevos zapatos! —gritó una chirriante voz de mujer. Juliet solo pudo levantar la cabeza y vislumbrar lo que parecía un enorme y floreado vestido.

—Muchacha, muchacha... ¿Puedes oírme? —reclamaba una anciana voz.

—¿Crees que te oye? Mírala, ha abierto los ojos, pero aún no está en este mundo.

—Habrá quedado tonta por el golpe. Fíjate qué chichón tiene en la frente, la sangre aún está fresca.

—Pobre muchacha, qué le habrán hecho... —se lamentó la voz de anciana.

—Pues, lo que nos hacen a nosotras todas las noches —gritó con sorna la voz chirriante que destacaba entre las otras mientras más voces se unían a sus risas.

Varios murmullos de mujeres la rodeaban, hablaban entre ellas y, aunque Juliet no podía contestarlas aún por el aturdimiento, las oía perfectamente.

—Apartaos, dejadme ver. —Una voz imperiosa, casi solemne y con peculiar acento, se abrió paso entre las otras, mucho más austeras y chillonas.

—Muchacha, vamos, espabila... No puedo tenerlas aquí todo el tiempo pendientes de ti. Annabel, dame tu pañuelo. Betty, trae algo de ginebra del carro. —Mientras, le daba pequeñas palmadas en la cara para avivarla.

Juliet había sido encontrada, no sabía si por gracia de Dios o por desgracia, por un grupo de alegres muchachas que más tarde reconocería como prostitutas de uno de los burdeles más selectos de Londres. El carro de mujeres volvía de una agitada y lucrativa noche en compañía de ilustres caballeros que habían pagado por su compañía. Aunque todas deberían estar exhaustas, ya que el sol comenzaba a despuntar por el horizonte, parecían de lo más exaltadas y contentas, pues no solían ejercer sus labores fuera del burdel y, cuando esto ocurría, sus bolsillos se llenaban más y el lujo al que no estaban acostumbradas las envolvía durante una noche entera, como si de princesas de cuento se trataran. Pero aquella madrugada, ante la tenue luz del amanecer, su carromato se vio obligado a desviarse de la senda bruscamente cuando de repente la inerte figura de un cuerpo en medio del camino hizo sobresaltar a los caballos. Joseph, el armario de color ébano que se encargaba de la protección de las mujeres, bajó con prisa del carro para enfrentarse a aquello que les cortaba el paso. Pero, para su sorpresa, era solo una muchacha quien yacía en el enfangado camino, era Juliet.

—Cielo santo... Madame, es una muchacha, creo que está inconsciente —gritó el hombre mientras se acercaba a ver si aquella joven aún respiraba.

En unos instantes, todas aquellas prostitutas habían bajado de su vehículo para rodear con mucha curiosidad a la extraña figura. Juliet las oía comentar acerca de su rostro, la sangre que resbalaba por su cabeza y sus ropas harapientas que parecían haber vivido tiempos mejores, pues eran ropajes de calidad. Supusieron que había sido asaltada por el camino, robada y probablemente violada. Su imagen era un desaliño. La brecha de la cabeza, un pómulo amoratado, las llagas en sus muñecas... Por suerte, se apiadaron de ella y decidieron subirla a su carro para poder llevarla a la ciudad. En el trayecto hacia Londres, Madame Bélanger le estuvo preguntando acerca de su casa y los motivos que la habían llevado a presentarse sola en un camino tan apartado. No tardó en averiguar que Juliet no recordaba nada. La muchacha seguía algo aturdida y apenas pudo recordar su propio

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos