Bajo el puente de Rialto

Raquel Gil Espejo

Fragmento

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Prólogo

Venecia, en la actualidad

Mi nombre es, o era, Giulia Barone. Hubo un tiempo en el que fui Julia. También se me conoció como la chica del Rialto, la pelirroja de Venecia o, simplemente, como la novia de Rubén.

Había llegado a la ciudad de los canales aquella misma mañana procedente de Madrid, la ciudad en la que había pasado los últimos ocho años de mi vida. Me desplacé en autobús desde el aeropuerto Marco Polo a la estación de Santa Elena, donde subí a un vaporetto que me dejó junto al puente de Rialto, que conecta los barrios de San Marcos y San Polo. Era diciembre y la ciudad había sido engalanada para celebrar la Navidad. Pese a lucir un benévolo sol, el frío se colaba por cualquier resquicio. Agradecí tener que andar tan solo unos metros antes de llegar a mi destino. Mi nonna no esperaba aquel regreso tan repentino. Ella me creía feliz en España, cumpliendo sueños, rebasando mis propias metas, siendo quien siempre había querido ser.

Aún conservaba las llaves de aquella excepcional mansión, situada a uno de los márgenes del Gran Canal, cerca del palacio Fortuny. Aquel había sido mi hogar hasta que decidí hacer las maletas para seguir los dictados de mi corazón y, desde que partí, no había regresado. Mis padres vivían en la campiña romana, en un paraje de ensueño, rodeado de viñedos. Marcharon de Venecia cuando yo tenía dieciséis años. Trataron de hacerme entender que mi lugar estaba a su lado. No cedí. Me dejaron por imposible. Por ello, por todo, por cómo había discurrido mi vida y, en primer lugar, por mí misma y por la necesidad de sentirme querida, decidí refugiarme junto a la mujer que siempre había estado a mi lado, pese a la distancia; la misma que nunca me había juzgado, que me había dado libertad para tomar mis propias decisiones y que me había demostrado un amor sin condiciones ni reservas.

Giré la llave y abrí la puerta con lentitud. Respiré una bocanada de aire antes de acceder al interior. Era como si el tiempo no hubiera seguido su curso. Todo estaba tal y como lo recordaba. Escorados hacia una esquina del corredor se encontraban el árbol de Navidad y el pesebre. Solían montarse el día ocho de diciembre y quedaban expuestos hasta el día de Reyes, que en Venecia es conocido como la Befana. Recordé aquellos tiempos en los que solíamos adornarlo en familia. Ambos eran antiquísimos. Todo en aquella mansión era antiguo además de extraordinario. Siempre pensé que aquel lugar era demasiado grande para estar habitado por una sola persona, pero mi nonna nunca abandonaría su hogar. Era el hogar que había compartido con su marido, fallecido cuando yo apenas era una niña, y con sus cuatro hijos. Ninguno de ellos residía en la ciudad. Todos partieron en busca de nuevas y mejores oportunidades. En los últimos años mi madre había tratado de convencerla para que se fuera a vivir con ella, alegando que era mayor para estar sola, que en la villa podría dedicarse por completo a cultivar esas flores que eran toda su vida, que tendría una persona a su disposición las veinticuatro horas del día si fuera necesario, y que merecían una oportunidad para retomar aquella estrecha relación de madre e hija que una vez tuvieron; pero no pudo convencerla. Aquella casa era la herencia de su familia, había pasado de generación en generación. Nunca la abandonaría. Quien pensara lo contario era un necio. Supongo que mi testarudez también era herencia familiar.

Los rayos del sol se colaban entre los grandes ventanales que había dispuestos a lo largo de la fachada que daba al canal. Recorrí el corredor central, que se extendía desde la puerta principal hasta la parte trasera de la mansión, donde se ubicaba el patio. Este contaba con una puerta de agua que servía de acceso directo al canal y al amarre del barco privado. Sabía que la encontraría allí. A pesar del día tan desapacible que hacía, ella, enfundada en una manta de lana, se afanaba en cubrir con una especie de retal, o eso me pareció a mí, una jardinera de margaritas. Me quedé allí, observándola durante unos minutos, con el corazón latiéndome descontrolado y con los ojos humedecidos por la emoción. Me prometí que no derramaría una sola lágrima. Y desde que mi vida comenzara a desmoronarse, no me lo había permitido. Volví a respirar. Tomé aire varias veces y traté de serenarme.

—Mi querida Flora Mazzoni —fui capaz de farfullar. Ella se dio media vuelta. Su sorpresa inicial dio paso a la sonrisa que tanto había necesitado contemplar—. ¡Nonna! —añadí. Y mi voz tembló al tiempo que mi mirada se diluía. Traté de mantener la calma.

­—Giulia, cariño —dijo mientras caminaba en mi dirección, sin añadir nada más. Mi semblante taciturno debió decírselo todo.

La esperé. No podía apartar mi mirada de ella. Ocho años no habían sido suficientes para cambiar su faz, siempre serena. Incluso las líneas con que el tiempo había ido marcándola parecían convivir en perfecta armonía. Sus ojos color miel siempre me traían recuerdos de mi infancia. Dos mechones de su cabello plateado, que llevaba recogido en un moño bajo, parecían querer enmarcar ese rostro, otorgándole un halo especial. Siempre fue especial para mí, más que ninguna otra persona. Posó sus manos sobre mis brazos y me miró directa a los ojos. Mantuve su mirada al tiempo que esbozaba una tímida sonrisa. Continuaba aferrada a la idea de no llorar. Me atrajo hacia ella con sumo afecto y me abrazó. No dijo nada. Apoyé mi cabeza sobre su hombro y dejé que pasaran los minutos en completo silencio.

—Hace frío, cariño. Entremos, te preparé un caldo caliente.

Me tomó de la mano, me condujo hacia el enorme salón que había destinado a ser la sala de estar, casi me obligó a sentarme sobre uno de los sillones de cuero, me echó una manta por encima pese a que la calefacción estaba encendida y volvió a perderse por el corredor, en dirección a la cocina.

Aquella planta baja contaba además con un aseo de reciente construcción y con otros dos salones de dimensiones muy similares a aquel en el que me encontraba. Recuerdo que uno de ellos solíamos utilizarlo como sala de usos múltiples o más bien, como sala de juegos. Hubo un tiempo en el que la mansión estuvo ocupada por una decena de personas, entre mis abuelos, mis padres, tíos y primos. Ya nada quedaba de aquello. Ahora permanecían cerradas bajo llave. En la primera planta se distribuían un total de seis dormitorios, a cuál más espectacular, y cuatro cuartos de baño. Una segunda planta estaba ocupada por el ático, que contaba con otro baño, tres dormitorios más y un gran espacio abierto que también utilizábamos para nuestro divertimento, cuando niños. Todas ellas estaban conectadas por escalinatas tapizadas en color granate y custodiadas por arcos ojivales. De los techos, todos ellos dorados, colgaban fastuosas lámparas de cristal de Murano, e incluso aún se conservaba, en perfecto estado, una lámpara de araña del siglo XVI, en la zona central del corredor. Aunque no se utilizaba, nadie la había querido reemplazar. La planta baja aún contaba con el suelo de terrazo original, creando un particular mosaico hecho con miles de baldosines de piedra pulida. En él se podían apreciar varios matices del color verde. Tapices, cuadros con retratos de antiguos moradores de aquella mansión que se mezclaban con fotos familiares, y un óleo sobre lienzo de m

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