Audrey Hepburn entre diamantes (Mujeres que nos inspiran 1)

Juliana Weinberg

Fragmento

libro-2

Bruselas, mayo de 1935

Audrey estaba en cuclillas en el armario del cuarto de los niños, con el mono de peluche, desgastado tras tantas noches con ella en su cama, fuertemente apretado entre los brazos. El monito había sido un regalo de su padre, Joseph, el único que a sus seis años ella podía recordar. Su padre lo había puesto en sus manos un día, a su regreso de un viaje de negocios.

—Me ha recordado a ti, monita. Tiene los mismos ojos grandes y marrones que tú —le dijo revolviéndole el pelo castaño antes de volver enseguida a sus ocupaciones. Este gesto sorprendió mucho a Audrey. Normalmente su padre siempre se mostraba frío y reservado con ella y sus hermanos mayores, Alex e Ian.

—¡No quiero tener que pedirle otra vez dinero a mi padre! —oyó decir a su madre, Ella, en el salón contiguo—. ¿Cómo le voy a decir que volvemos a estar mal de dinero a pesar de que tú ganas un buen sueldo en el banco, Joseph?

Audrey se estremeció al oírlo responder con mordaz sarcasmo:

—¿La baronesa Ella van Heemstra considera indigno pedirle a su padre una pequeña ayuda económica, querida? No te la va a negar, eres la niña de sus ojos.

—¡Eres un irresponsable! —increpó Ella a su marido. Su voz temblaba por la rabia a duras penas contenida. Audrey apretó las rodillas encogidas contras las orejas. Para ella era un horror oír a su madre, siempre tan moderada y controlada, siempre una perfecta dama, gritar fuera de sí.

La respuesta de su padre consistió en un simple murmullo que no entendió desde el armario. Durante un rato solo se oyeron los pasos de su madre sobre el suelo de madera del salón.

—¿Cómo has podido malgastar toda nuestra…, toda mi fortuna? —Ella volvió a elevar la voz, y Audrey se asustó. Le habría gustado que estuvieran en casa sus hermanos, se sentía muy sola y perdida. Sus padres discutían a menudo, pero nunca de forma tan acalorada como hoy.

—Además… Además no me gusta nada que cada vez simpatices más con ese movimiento nacionalsocialista.

Ahora también las palabras de su padre eran tan claras que llegaban hasta el armario donde se escondía. Respiró tensa apretando la nariz contra su mono de peluche.

—Para ya, Ella —dijo Joseph en un tono peligrosamente tranquilo—. Antes tú misma considerabas razonable ese nuevo movimiento. Como cualquiera con un poco de cabeza.

—Sí, al principio algunos aspectos de esa ideología me parecían muy bien pensados —admitió Ella—. Pero cada vez estoy más lejos de ella. Creo que la ideología de los nazis desprecia la dignidad humana.

Audrey jugueteó ensimismada con las puntillas de los vestidos que colgaban en perchas sobre su cabeza. No entendía lo que decían ahora sus padres, usaban muchas palabras que no conocía.

—Y ese odio a los judíos… —balbuceó Ella—, a los católicos, a los negros… Me da miedo, Joseph.

De la respuesta de este solo llegaron hasta el armario algunos fragmentos incomprensibles. Sus padres siguieron hablando un buen rato, ahora más tranquilos y en voz más baja que antes. Audrey empezaba a confiar en que también esta vez hubieran dejado ya a un lado la discusión cuando de pronto oyó ruido de sillas y un gran alboroto. Asustada, contuvo la respiración, apretando el monito tan fuerte que casi lo dejó plano. La puerta del salón se abrió; en la escalera se oían pasos enérgicos que se acercaban a la puerta de la vivienda.

Dejó caer su peluche, abrió el armario y corrió hacia la ventana llevada por un horrible presentimiento. Cuando la puerta de la calle se cerró de golpe, acercó un taburete, se subió a él y abrió la ventana. Se quedó helada al ver a su padre bajar los escalones hasta la acera con una maleta en la mano.

—¡Papá! —gritó con voz ahogada; luego, como él no parecía haberla oído, repitió más fuerte—: ¡Papá!

Joseph se detuvo, maleta en mano, y se giró hacia ella. Posó sus ojos fríos e inexpresivos en ella, luego se volvió y siguió avanzando sin decir una sola palabra. A Audrey se le saltaron las lágrimas de espanto.

—¡Papá! —gimió de nuevo, pero él ya no se giró.

Mucho después de que él hubiera desaparecido de su vista, ella seguía subida al taburete y lloraba con el corazón roto por la pena y la incierta sensación de que a partir de ese momento su vida no volvería a ser nunca la misma.

Su madre abrió la puerta del cuarto de los niños sin hacer ruido y entró, igual de llorosa que ella. Abrazó a su hija y durante un tiempo estuvieron en silencio, presas de un dolor compartido.

—¿Va a volver? —susurró Audrey.

Pero Ella sacudió la cabeza y se mordió los labios.

—No, mi amor. Se ha marchado.

—¿Pero a dónde se va?

Su madre hizo un impreciso movimiento con la mano.

—No lo sé. A Londres, tal vez, a su antigua patria. —Sacó un pañuelo bordado y se limpió las lágrimas.

—¿Qué va a ser de nosotras? ¿Sin papá? —preguntó Audrey con voz casi inaudible.

Ella volvió a abrazarla, y la pequeña de seis años sintió que el cuerpo de su madre se tensaba hasta volver a ser esa persona enérgica y decidida que no mostraba sus emociones.

—Lo conseguiremos solas, Audrey. Tú, yo y tus hermanos. —Le ofreció el pañuelo—. Y ahora límpiate las lágrimas. No quiero que la criada nos vea así.

Obediente, se secó las mejillas, agarró su monito y escondió la cara en él. Se sentía aturdida. La sensación de que a partir de entonces a su vida le iba a faltar una gran parte de amor era cada vez más grande, y no la abandonó ya nunca.

libro-3

Por un lado, tal vez yo seguí siendo muy infantil; por otro lado, maduré muy deprisa, porque desde muy pequeña fui consciente del sufrimiento y el miedo.

AUDREY HEPBURN

libro-4

Mayo de 1944

Dos aviones sobrevolaron Arnhem atronando el cielo y haciendo vibrar los cristales emplomados de las ventanas de la sala de ballet del conservatorio. Las niñas siguieron bailando como si no hubiera pasado nada. Estaban acostumbradas a que las máquinas de guerra impidieran que se oyera la música del gramófono.

—Un, deux, trois —recitó madame Marova imperturbable—. Un, deux, trois, allongé… —Con su vestido largo y fluido y las desgastadas zapatillas de ballet que eran de antes de la guerra, recorrió la fila de niñas que practicaban en la barra. Corrigió con suavidad aquí la postura del brazo, allí la inclinación de la cabeza

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