Marilyn Monroe y las estrellas de Hollywood (Mujeres que nos inspiran 2)

Nadja Beinert
Claudia Beinert

Fragmento

libro-2

Agosto de 1934

Norma contemplaba fascinada en el Hollywood Boulevard el Teatro Chino de Grauman. La entrada de esa construcción en forma de templo era una pagoda que se erguía hacia el cielo, con unos horripilantes dragones sujetando el techo. Aquel edificio parecía salido de un cuento y, al mismo tiempo, su belleza cautivadora intimidaba. En sus años de vida, jamás había visto nada tan impresionante como ese cine. Había estado dudando si acercarse más al edificio. En su recuerdo, la voz de su antigua madre adoptiva sonaba tan real como si Ida Bolender estuviera justo a su lado. «Si el mundo se desmorona y tú estás en un cine, ¿sabes qué pasará? —le preguntó Ida con voz temblorosa—. Que arderás con todas esas malas personas. ¡El ser humano debe ir a la iglesia, no al cine! Solo ahí está en manos de Dios y protegido». Ya había pasado más de un año desde que su primera familia de acogida la había rechazado. Se había vuelto demasiado difícil para ellos.

Cuando en ese momento Norma apretó con más fuerza la mano de su acompañante, murmuró una oración, por si acaso. Grace la había invitado al cine ese caluroso día de verano, previo aviso de que tenía algo importante que comentarle. Cuando los adultos decían algo así, casi siempre eran malas noticias, castigos o algo peor: seguro que ahora sí que tendría que irse al orfanato y la amenaza se cumpliría.

Acongojada, Norma alzó la mirada hacia Grace McKee. Era amiga de su madre biológica, siempre estaba de buen humor y no tenía hijos. Norma vivía temporalmente con ella hasta que alguien volviera a acogerla. Se estremeció al pensar que la mayoría de los padres de acogida preferían bebés o niños pequeños. Cuanto menor era el niño, más dinero pagaba el Estado. A Norma le costó reprimir las lágrimas.

Grace apretó la mano de Norma y le sonrió con ternura.

—Antes de que hablemos en serio, tienes que ver por fin un cine por dentro. En un país donde hay más cines que iglesias, forman parte de nuestra cultura —dijo, y agitó el abanico blanco primero delante de su cara y luego de la de Norma—. La vida también puede ser entretenida y alegre, y no siempre seria y avinagrada.

Sonaba increíble. Norma le devolvió una sonrisa vacilante. Desde que vivía con ella, Grace le dedicaba mucho tiempo y le enseñaba Los Ángeles. Y siempre estaba muy guapa. Aquel día llevaba un alegre vestido de color azul cielo con topos blancos que dejaba al descubierto incluso los tobillos. Se había peinado el cabello rubio platino con unas ondas. Así no parecía en absoluto una supervisora del pequeño Consolidated Film Industries que vivía en una casa de dos estancias, más bien se asemejaba a las estrellas de cine de esas revistas coloridas que tanto adoraba Norma hojear. Grace gustaba a todo el mundo y jamás pasaba desapercibida, aunque fuera menuda y delicada. Cuando Norma pasaba tiempo con ella, olvidaba su pasado triste. Grace nunca se quejaba cuando Norma se desesperaba y necesitaba llorar; al contrario, la consolaba con cariño. En general, Grace le mostraba afecto con frecuencia, la agarraba del brazo y le hacía mimos. Norma nunca había pasado momentos tan despreocupados y divertidos como aquellos con Grace.

—Ven, corazón —dijo Grace, y tiró de la mano de Norma por el Hollywood Boulevard, que parecía decorado con las breves sombras de las palmeras, como si fuera un bordado. El sol vespertino de California freía el asfalto como si fuera una tortilla del desayuno. Hacía semanas que la sequía tenía paralizada Los Ángeles.

Norma se aferró a la mano de Grace al entrar en el Teatro Chino de Grauman. A cada paso amenazaba con quedarse pegada al suelo con las sandalias mexicanas, que le iban pequeñas, mientras Grace se erguía a su lado balanceando las caderas con unos tacones altos como un banquillo.

—Hoy me gustaría presentarte a Jean Harlow —dijo Grace.

Norma no sabía quién era, pero sonaba prometedor.

—Tengo ganas de conocerla, tía Grace —dijo, aunque se moría por saber qué tenían que comentar más tarde. Sin embargo, no preguntó por miedo a parecer curiosa o incluso una persona difícil. Tenía en mente la imagen del orfanato del Centro Avenue de Hollywood.

—Jean es la actriz más guapa y con más talento que ha habido jamás en Hollywood —se deshizo en elogios Grace—. Su última película se titula La chica de Missouri [1] y se estrenó la semana pasada. Te gustará.

Norma acaba de poner el pie en la acera cuando Grace le señaló con el abanico las losas de hormigón que tenían delante.

—Aquí han quedado inmortalizados los iconos de Hollywood con las huellas de manos y pies.

—¿Qué es un icono? —preguntó Norma, que se agachó con cuidado para no ensuciar el único vestido de verano que tenía.

—Un icono es una persona de mucho éxito, una actriz, cantante o bailarina que es respetada durante generaciones por mucha gente debido a sus habilidades —explicó Grace—. Estas, por ejemplo, son las huellas de tu tocaya, la actriz Norma Talmadge, a la que tanto admiraba tu madre por su belleza.

«¿Mi madre biológica?». Norma se mordió los labios con fuerza. Lo único que le había quedado de esa mujer era una fotografía en la que aparecía su padre, un hombre sonriente con un bigote tan fino que parecía dibujado a lápiz.

Norma recorrió cautelosa con el dedo índice la huella de la mano izquierda en el hormigón; incluso se atrevió a colocar la mano sobre ella.

—Icono —murmuró en tono reverente para sus adentros.

—Ya crecerás poco a poco —dijo Grace, y le dedicó una sonrisa. Luego se acercó a la taquilla y adquirió las entradas.

Norma dudó un instante si aceptar la entrada, pero luego la cogió. Si realmente el mundo se desmoronara ese día, ardería en el cine, desde donde ni siquiera se veía la iglesia más próxima. Pero por lo menos estaría con Grace.

A Norma se le aceleró el corazón al entrar en el Teatro Chino de Grauman. Boquiabierta, paseó la mirada por el techo revestido de madera, los tapices de las paredes y los lujosos suelos. ¡Qué mundo tan colorido, tan resplandeciente…! Ese cine tan ostentoso evocaba los palacios de los libros de cuentos que los Bolender se negaban a leerle en voz alta porque la Biblia siempre tenía prioridad. Mirara adonde mirara veía rojo, bronce y dorado: las cortinas bordadas en oro con cordones gruesos como animales de peluche, tinas de bronce que parecían lavamanos, puertas con emblemas y herrajes trabajados, demasiado pesadas para abrirlas de un empujón. Jamás se había atrevido a soñar que el mundo pudiera ser tan vibrante, suntuoso y refulgente. Como el corazón cada vez le latía más rápido con tanta emoción, se llevó una mano al pecho por si acaso. Si se le salía, quería atraparlo.

—Hollywood es la capital mundial de la tentación —anunció Grace, y avanzó con seguridad, como si estuviera en el salón de su casa.

Arropada por el aroma a palomitas de maíz y mantequilla derretida, Norma entró en la sala del cine de la mano de Grace. El acomodador les indicó sus asientos en la quinta fila de la sala, no menos fastuosa. Allí cabrían el doble de niños que en toda su escuela, y ni siquiera en la iglesia de la comunidad pentecostal el frescor era tan agradable.

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