Consejos para días azules (Trilogía Ellas 3)

Paula Ramos

Fragmento

Se le nota en la voz, por dentro es de colores.

EXTREMODURO

«No se tome la vida demasiado en serio; nunca saldrá usted vivo de ella». Tengo la clara certeza de que Elbert Hubbard, este buen hombre que dijo la emblemática y certera frase, lo hizo pensando en mí. En doña Nagore de las cagadas.

Y, sí, vale que faltaban unos pocos años para que yo naciera —quien dice unos pocos, dice algo más de un siglo—, pero os digo que este sujeto sabía la que se me venía y decidió darme este consejito. Y aquí me encuentro.

No es que no le haya hecho caso, es que creo que se me está haciendo un poco bola, ¿sabéis?

Intento tomarme con esta filosofía todo lo que me va sucediendo, pero ¿cuándo captará el universo que ya basta?

¿No ha sido suficiente ya? No sé, parece que hasta que no esté hundida en mierda no dejarán de sucederme cosas; eso sí, en ningún caso me cae el euromillón para poder montar mi hotelito. Hay que ver la ironía...

Es que ni quiero numerar todo lo que me ha ido pasando. Por eso de no recordar, ya sabéis, aunque ¿a quién voy a engañar? Todo se empezó a torcer en cuanto Diego (sí, ya está, lo he nombrado) decidió que era demasiado... ¿Cómo me llamó? «Controladora». ¡Por favor! Que le den, a ese estúpido.

Pero bueno, así, entre nosotras, reconozco que en el momento en que salió de mi vida todo ha ido a peor. Aunque, por supuesto, llega ese instante, ese en el que piensas que estás realmente jodida y eres conocedora de la verdad —que has tocado fondo, vamos—, entonces piensas y dices la temida frase: «Bueno, a peor no puedo ir».

¡Ay, amiga! La cagaste, pero a unos niveles tan insospechados que vas a —como se dice comúnmente— flipar.

Y, sí, esa amiga soy yo.

Siempre he tenido la creencia de que no todo te puede ir mal en esta vida. Bueno, más bien de que si en alguno de los tres grupos —salud, amor y dinero/trabajo— te va bien, uno de ellos te tiene que fallar por narices.

«Por lo menos tengo salud...», es lo que me digo cada mañana, pero, joder, ya podría coger un catarrito y yo qué sé, que me den un buen meneo.

Aunque visto el ritmo que llevo, ya solo me queda decir —como la Faraona, Lola Flores— que a mí, cuando me muera, me la metan... y, no, no tengo bata de cola.

20 de agosto

20 de agosto

Muy temprano por la mañana

—Venga, mujer, ve soltando suavemente el embrague y...

—¡Y tira del freno de mano!

—¡Elsa! —la regaña Diana, volviéndose para mirar hacia atrás, que es donde ella y Gala están sentadas en el pequeño Fiat 500 rojo que hemos alquilado para estas vacaciones.

—¡Es la única forma de libraros de este mal! —se queja la morena.

—Mira que eres bruta —oigo decir a Gala.

—¿Yo? A ver, no te hagas ahora la santurrona, que tú también estás rebuznando.

—Por favor... —quiere intervenir de nuevo Diana, pero el coche se me cala otra vez.

—¡Joder! —me quejo dejando caer la cabeza sobre el volante.

—Venga, Nagore, esto es normal al principio —dice Diana en un intento de animarme—. Tú, arriba el ánimo. Vamos de nuevo. Te digo yo que de estas vacaciones sales sabiendo conducir.

—Eso que se acerca, ¿qué es? —pregunto con los ojos entrecerrados—. ¿Una moto o alguien en bici?

Y es que no consigo distinguir la silueta que claramente se está acercando en esta sinuosa y estrecha carretera de doble sentido. Juro que comienzo a tener alucinaciones, como en las escenas de las películas en las que los protagonistas están en un desierto... ¿Es que esta carretera no termina nunca? Vale que solo llevo cinco minutos en el coche, pero, qué cinco minutos.

Estamos rodeadas de montañas y vegetación, y la calzada es tan estrecha que empiezo a barajar la idea de pedirle a Diana que tome los mandos de nuevo. Ya probaré esto en otro momento.

—En bici —contesta Gala, trayéndome de vuelta—. Cariño, deberías ir a graduarte la vista ya de una vez.

—Diana —vuelve al ataque Elsa—, haz el favor de subir el aire. Me estoy desintegrando.

—De verdad, qué exagerada eres a veces... —Diana se inclina para poner el aire un poco más fuerte.

—¿A veces? —pregunto yo, al tiempo que miro por el retrovisor para echar un vistazo a mi adorable amiga.

El reflejo de Elsa entrecierra los ojos.

—Menos miraditas, monada —dice dedicándome una gran sonrisa forzada—. Y céntrate en la carretera para llegar a la maldita cala. Como sigamos a este ritmo, se nos olvidará a qué íbamos.

—¿Votaciones para sacarla del coche? —propone Gala, y ello provoca que Diana se ría y yo sonría, por fin con el coche arrancado y subiendo por la endemoniada carretera.

—Pensé que nadie lo propondría nunca —digo sujetando el volante fuertemente, entonces me doy cuenta de que tengo que cambiar a tercera.

¿Cómo puede ser tan difícil? ¿Qué tiene de malo un coche automático? Señora, ¿quién me mandó acceder a la propuesta de Diana?

—Ja, ja —se ríe falsamente Elsa—. ¡Oh, vaya!

—¿Qué? —pregunto muy tensa, alargando eso de meter la marcha.

—El ciclista se acerca, pero tranquila, estoy preparada. Cuando hagas el amago de atropellarlo, lo remato con la puerta, y a la velocidad que vamos, creo que me daría tiempo a bajar y deshacerme del cadáver. Entre tanta montaña, te aseguro que nadie encuentra el cadáver.

—Elsa, vete a la mierda —contesto mientras oigo su risita y contengo la mía; vamos a ver, no quiero perder la concentración.

Finalmente, cojo aire, y... ¡Meto la tercera!

—¡Ole! —salta Gala, mientras Diana aplaude y Elsa vitorea.

—Próxima parada: Cala Torrent de Pareis.

—Pero ¿esto no era llegar y ya? —pregunto, al tiempo que dejo caer la bolsa ideal de Bimba y Lola sobre el dichoso caminito de tierra que parece no terminar nunca—. Yo voto por volver a la otra cala, más pequeña, sí, pero me ha parecido muy cuca.

El sol me abrasa y el calor me agota. Menos mal que he traído la pamela de rafia que me c

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