Al rescate del amor

Isabella Abad

Fragmento

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Prólogo

Río de la Plata, 1843.

La noche era inmensa, profunda e insondable, apenas iluminada por el fragor de truenos, relámpagos y centellas que se descargaban sobre el mar embravecido, cada vez más alterado.

La gran embarcación se sacudió y saltó sobre el oleaje con un crepitar de maderas, rodar de toneles y volar de cuerdas. Los hombres gritaban y ajustaban las velas intentando ganarle a la Naturaleza, que se mostraba con toda su potencia destructiva.

El capitán sujetaba el timón con fuerza, procurando mantener la ruta del viaje, aunque la fuerza terrible del viento cruzado no ayudaba. La inquietud le ganaba cada vez más; esas aguas del sur eran traicioneras y engañosas cuando estaban en calma y escondían trampas rocosas, más aún cuando se navegaba en tormenta y casi a ciegas.

De pronto, uno de los rayos viboreó y zigzagueando veloz, impactó con mayúsculo estruendo sobre el palo mayor, desatando el fuego que envolvió desde arriba la embarcación, amén del impacto sonoro y físico en quienes estaban cerca. La situación se volvió más y más desesperada, pues si bien la lluvia hubiera debido apagar las llamas, el viento las avivó. Los marineros se vieron desesperados y asustados, como si vieran inevitable el desastre.

El capitán, en contra de su experiencia de hombre de mar, pero atendiendo a lo urgente de la situación, giró con pericia el timón para que la gran embarcación se orientara a la costa. Estaba en juego la vida de sus hombres, la mercadería en bodega y además la integridad física de los misteriosos pasajeros y su carga secreta.

«Maldita la hora en que los acepté en mi barco. Esa mujer siempre me dio mala espina, no importa su evidente importancia y jerarquía», pensó furibundo ahora, como si culparlos atemperara la situación. El instinto le había gritado que no había buen augurio ni buena suerte en una fémina en la nave y ahora se comprobaba que sus huesos y su olfato no fallaban.

La lluvia arreció y los hombres, ateridos, buscaron refugio en los recovecos de cubierta. El agua que golpeaba como finas piedras, también apagaba el fuego y cuando todo parecía volver a la calma relativa, un golpe seco y profundo movió la nave y la hizo chillar, herida sin duda desde su base. El capitán movió sus brazos con desesperación: habían golpeado rocas invisibles. La inspección inmediata con la mortecina luz de velas mostró la herida profunda y severa en la bodega, que se inundaba sin freno. El casco estaba absolutamente comprometido, habían encallado y no quedaba más que abandonar. El diagnóstico era claro y contundente y cualquier navegante que se preciara y tuviera experiencia, sabía que no había otra solución.

El colapso fue rápido, aunque la agonía de la nave sería más lenta. Inexorablemente, Nuestra Señora de la Caridad, barco navegando bajo bandera española, comenzó a hundirse. El capitán gritó entonces las instrucciones irremediables: los pequeños botes debían salir a flote. Mas estos son pocos y frágiles y el terror desatado no colaboraba con las tareas de salvataje y abandono ordenado de la embarcación.

El primero al mando ladró órdenes a un lado y a otro, mientras los hombres corrían por sus vidas sin escucharlo, buscando su lugar en los botes. No los culpaba; como se veían las cosas, los primeros tendrían ventaja y no había allí autoridad que valiera. Cuando lo que estaba en juego era la vida, los hombres rompían el cepo de las jerarquías.

Con rapidez y conservando aún su sangre fría, consciente de sus responsabilidades, se dirigió hacia el camarote principal, suyo por derecho, pero que había cedido a su huésped, en un viaje que debía ser tranquilo y sin novedades y se ha había vuelto una pesadilla.

Sin tiempo para protocolos, abrió la puerta y visualizó a la mujer sentada, y al hombre de pie ante ella, al que inquirió a gritos. Este no supo qué decir. Se les notaba el terror y la incomprensión. Ella era una escocesa bastante bonita, pelirroja y con un bello vestido que más hubiera hecho honores en una sala de fiesta que en el medio de la mar. Sostenía contra su pecho un cofre de madera noble con herrajes bruñidos, casi como si con él se le fuera la vida. Ambos miraron al capitán con pavor, esperando su palabra y tal vez que él trajera la tranquilidad que la tormenta, los gritos y el ruido les había quitado.

—¡Hay que desalojar el barco! —gritó sin miramientos. No hay tiempo para protocolos ni cortesías.

—¡Nuestras cosas! —reaccionó el hombre y miró con desconcierto a la muchacha.

La serie de cajones y cofres qué tanta queja había generado en los marineros que debieron cargarlas, yacían en un rincón de la habitación.

—Es imposible salvarlas. Es su vida o sus posesiones— dijo el capitán con aspereza.

En ese momento el navío volvió a crujir, azotado por los vientos que retomaron la fuerza, y la nave giró hacia un costado derribando objetos y personas.

—No hay tiempo, deben salir ahora— gritó el capitán y dio la vuelta dirigiéndose nuevamente afuera, enfilando hasta el último de los botes, que desató de sus cuerdas.

La pareja lo siguió, ella aún abrazada del objeto, lo que lo hizo resoplar indignado. «¿Qué demonios puede tener ahí que sea tan valioso como sus vidas?».

—¡Deje eso, necesitará sus dos manos firmes para sostenerse! Nada importa más que la vida.

Ella volvió corriendo al camarote y puso el cajón en su lugar, como si importara. Todo se iba a perder, pero no parecía entenderlo. Se dirigió de nuevo hacia ellos y con torpeza subió al bote.

—Arriba— ordenó el capitán al otro hombre que parecía un fantasma incapaz de moverse y le tendió uno de los remos.

Ella se sentó en el medio del tembloroso bote y se tomó de los bordes con el pánico reflejado en su mirada, aun cuando su cara parecía inescrutable. La pequeña embarcación golpeó con crudeza el mar al ser desenganchada de las cuerdas que la sostenían y fue entonces que el brutal baile con las olas comenzó.

Los dos hombres intentaron manejar los remos y enterrarlos en aguas ominosas que parecían negro fango. Era como intentar dominar a tientas un caballo salvaje e imprevisible, aun para un hombre que había vivido en el mar toda su vida.

Nada se veía alrededor, salvo la fugaz y tintineante luz del faro que aún lejano, se convirtió en codiciado destino. Apenas habían logrado separarse una decena de metros de la nave madre, cuando el colapso de esta enloqueció aún más al mar, generando sacudones más intensos si cabía, lo que hizo que el bote que los trasladaba girara sobre sí mismo y arrojara al capitán y a la pareja al agua. El primero logró sostenerse de las maderas y buscó a su alrededor intentando auxiliar a los otros. Todo lo que vio es un remolino de faldas que se hundió sin remedio.

El Río de la Plata, un río ancho como el mar, como dicen sus navegantes, río-mar que separa al Uruguay de la Argentina, en el cono sur americano, que se cobró nuevas víctimas. Hombres y nave dormirían desde aquel día en su lecho. La ignota condesa de Bedford, reciente y secreta integrante de la nobleza inglesa, había ido a perecer en el fondo de un mar desconocido para muchos europeos. Con su muerte, apenas advertida más que para los íntimos y tal vez llorada en secreto por su

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