Las cien voces del diablo

Ana Cabrera Vivanco

Fragmento

PRIMERA PARTE

LOS TRES SOLES

No te alegres tanto, Filistea, porque se quebró el bastón que te pegaba; pues del huevo de la culebra saldrá una víbora, la que a su vez tendrá una serpiente voladora.

Isaías, 14:29

1

Había vivido su muerte tantas noches en los delirios del sueño que, el día que lo lincharon en la plaza de la iglesia, pensó que lo que estaba viviendo no era más que otra de sus pesadillas. Acababa de cumplir veintiún años, pero desde que tuvo uso de razón sabía que estaba en su destino morir de muerte violenta. La estocada de la muerte no simbolizaba para él una señal de castigo; tampoco un acto de ensañamiento o venganza. Para Lucifer Domínguez Amargo, despedirse de la vida suponía inevitablemente alivio y liberación. El castigo, el ensañamiento y la venganza ya se habían instalado en la casa de los Amargo y ocupado su puesto en el ámbito de la familia, mucho antes de que su madre le trajera a este mundo en una madrugada clara, transida de plenilunio y del aliento revelador de los peores presagios. La fecha de su nacimiento había marcado en el pueblo un antes y un después al que siempre se apelaba como un hito cronológico. En las tertulias musicales que se daban los domingos en casa de doña Carmelina Sotolongo, en las juntas de las Damas Cívicas, en los debates políticos de la glorieta del parque, en las vallas de Celedonio el gallero, en las apuestas de lotería que se hacían en casa de Isidro el boticario y hasta en las partidas de dominó que jugaban los gallegos en las trastiendas de sus bodegas, se hacía referencia «al día después de Lucifer» para tomarlo como punto de partida de todas las grandes tribulaciones, hecatombes y desgracias acontecidas en la villa: la contaminación de las aguas, la epidemia del chiflido, las plagas del moho azul, la chinche rosada y el alacrán cebollero que arrasaron los cultivos de hortalizas y las vegas de tabaco. Los huracanes, las huelgas y por último… la espeluznante tragedia que acababa de ocurrir en Sombras Claras. Ni siquiera Primitivo, el mayordomo de Facundo Lugones, que por lo viejo que era contaba ya muchos fallos de memoria, había olvidado del todo el revuelo y la expectación que desató en el pueblo el estado de buena esperanza de doña Leonor Amargo. Pasados los nueve meses de rigor, sin síntomas de que la doña estuviera dispuesta a salir del trance, la gente no tuvo otra alternativa que empezar a hacerse cruces y a especular a media voz, en torno al misterioso espécimen que podría estar gestándose en las entrañas de una mujer tan fuerte como enigmática. A juzgar por el tiempo transcurrido y la magnitud del vientre, no era desacertado del todo pronosticar catástrofes, y fue por eso por lo que apenas se corrió la voz de los apremios del parto, los vecinos se apresuraron en acaparar los puestos preferenciales apretujándose en los balcones, trepando a los tejados y llegando incluso a invadir la torre del campanario sin el permiso previo del cura porque, según se auguraba, doña Leonor acabaría estallando como el globo de Cantoya y volando por los aires.

«¡Si al menos la parturienta no reventara al dar las tres!», se decían las comadres entre plegarias mientras aguardaban el dilatado desenlace. La tercera campanada de la tarde era constantemente temida como la hora de pavor en que cosieron a Lola a puñaladas. Nunca se supo quién fue Lola, en qué siglo la mataron, ni dónde ni por qué, pero así se cantaba en las décimas populares y no era de buen augurio parir cuando mataban a alguien. Pero doña Leonor no habría de imitar a Lola ni tenía entre sus planes ascender a las alturas. Ella sola se bastaría para fijar su hora propia, estrenaría un nuevo nombre para el pueblo y acabaría sus días bebiendo de la misma hiel que, de acuerdo a la leyenda, había brotado a raudales de su fuente placentaria.

Leonor era la mayor de las dos hijas que le nacieron al coronel Celestino Amargo de doña María Cecilia de los Milagros Altúnez, más conocida en el pueblo como la santa Cecilia, por su belleza celestial y su candor de niña consentida. Cuando el coronel Celestino Amargo conoció a la que sería su mujer, iba ya para un año de concluida la guerra de independencia contra España. Se había lanzado a la gesta dispuesto a morir por Cuba. Los que lo vieron batirse y midieron su bravura en los campos de la isla tenían al coronel por un héroe. Cuatro veces cayó herido y de las últimas dos lo rescataron con vida de milagro. Sin embargo, al término de la contienda, del heroísmo y la gloria que lo habían acompañado no le quedaba más que un penoso sentimiento de amargura y desengaño. De su boca no salía más que bufidos y espumarajos de rabia contra los gringos que, además de haber pactado con los colonizadores, les habían arrebatado la victoria a los criollos, que tanta sangre derramaron peleando en la manigua insurrecta. A su regreso le tocaría asumir las riendas de Los Tres Soles, la hacienda ganadera que había heredado del padre, un próspero latifundio cuyos linderos no abarcaba la vista ni limitaba el horizonte. Por entonces Celestino Amargo era un hombre de temer, agalludo y bien plantado que ponía a temblar al más bravo de sus hombres con la furia de su fusta y su bramido guerrero. Una noche de verbena, la que sería su mujer escuchó a alguien comentar las pesadillas belicosas que sufría el coronel. Decían que, al parecer, cuando soñaba con guerra ni siquiera se despertaba para espantarse el mal sueño y se lanzaba al campo en cueros, montando caballo en pelo, cortaba las sombras a machetazos y hacía trepidar la noche con sus frenéticas cargas al degüello. Con uno de esos tajos ciegos decapitó una madrugada al más valioso de sus toros y más de una vez amaneció en medio de una horrenda carnicería de reses desperdigadas. El médico lo diagnosticó como un caso de fuga epiléptica, en que el enfermo entraba en un estado de crisis ambulatoria durante el cual cometía actos criminosos y hasta algunas veces obscenos sin que al volver en sí recordara los hechos y mucho menos se reconociera como autor de los mismos. Mientras duró la verbena, la que sería su mujer se la pasó escuchando remedios y curas para la enfermedad del coronel: «Todo hasta hoy ha sido inútil», le dijeron. Ni las cataplasmas y tisanas de la negra Cheché, ni los remedios del babalao Arcadio, quien luego de pasearle un coco por el cuerpo hizo un círculo con pólvora alrededor de sus pies prendiéndolo tres veces para que la pirosis del fuego le desprendiera las pasiones bajas de la carne, tuvieron pizca de éxito ni un mínimo de resultado. María Cecilia de los Milagros se marchó de la verbena sin haber gastado ni una sola papeleta de la rifa. Llegó a su casa y encontró a la piadosa de su madrina arrodillada frente a la virgen milagrosa desgranando el rosario.

—¿Sabes una cosa? —le dijo—. Me he propuesto curar al coronel.

—¿Tú? ¡Jesús te ampare, niña, si ni siquiera le conoces!

—Me bastó verlo cabalgando por la cañada del río para volverme loca por él.

Loca la creyeron todos cuando se corrió la voz de que había roto su compromiso de boda con Facundo Lugones, el hombre q

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