Manual para damas cazafortunas (Manual para damas 1)

Sophie Irwin

Fragmento

manual_para_damas_cazafortunas-3

Netly Cottage, Biddington, Dorsetshire, 1818

No vas a casarte conmigo? —repitió la señorita Talbot, incrédula.

—Me temo que no —respondió el señor Charles Linfield, con la expresión congelada en una especie de mueca de disculpa animada, del tipo que uno esbozaría al confesar que no podía asistir a la fiesta de cumpleaños de un amigo en lugar de al poner fin a un compromiso de dos años.

Kitty se quedó mirándolo confusa. Katherine Talbot —Kitty para la familia y los más allegados— no estaba acostumbrada al desconcierto. De hecho, era bien conocida entre sus más próximos y en Biddington en general por su agilidad mental y su talento para resolver problemas prácticos. En ese momento, no obstante, se sintió perdida. Charles y ella iban a casarse. Hacía años que lo sabía... ¿y ya no ocurriría? ¿Qué se decía, qué se sentía ante una noticia semejante? Todo había cambiado. Y, aun así, Charles parecía el mismo, vestido como lo había visto mil veces, con ese estilo desaliñado que solo podían permitirse los ricos: con un chaleco de bordado intrincado mal abotonado y una corbata de colores chillones que, más que anudada, llevaba aplastada. Qué menos que haberse vestido para la ocasión, pensó Kitty mientras miraba fijamente aquella horrible corbata con creciente indignación.

Debió de traslucir parte de esa ira, porque Charles cambió de golpe aquel aire condescendiente y arrepentido por el de un colegial enfurruñado.

—Oh, no hace falta que me mires así —le soltó—. Tampoco es que nuestro compromiso haya sido oficial en ningún momento.

—¿Que no ha sido oficial? —Kitty se recompuso de golpe y descubrió que, de hecho, estaba furiosa. Canalla incorregible—. Llevamos dos años hablando de casarnos. ¡Si lo hemos retrasado tanto ha sido por la muerte de mi madre y la enfermedad de mi padre! Me lo prometiste. Me prometiste tantas cosas...

—No eran más que chiquilladas —protestó él, antes de añadir con terquedad—: y, además, tampoco es que pudiera anularlo con tu padre a las puertas de la muerte. No habría resultado nada apropiado.

—Ah, y supongo que ahora que ha muerto, ni un mes lleva bajo tierra, ¿por fin puedes dejarme plantada? —replicó ella con tono iracundo—. ¿Eso resulta mucho más «apropiado»?

Charles se pasó una mano por el pelo y desvió la vista hacia la puerta.

—Escucha, no tiene sentido que lo hablemos si te pones así —respondió, adoptando el tono de un hombre cuya paciencia estaba siendo puesta a prueba—. Quizá sea mejor que me marche.

—¿Que te marches? No puedes soltar una noticia así sin dar explicaciones. Te vi la semana pasada mismo y hablamos de casarnos en mayo, dentro de menos de tres meses.

—Quizá debería haberme limitado a escribir una carta —murmuró Charles para sí, sin dejar de mirar la puerta con aire anhelante—. Mary me dijo que esta era la mejor forma de hacerlo, pero creo que habría sido más sencillo con una carta. No puedo pensar con claridad contigo chillándome.

Kitty apartó sus numerosas irritaciones y, con el instinto de una verdadera cazadora, se concentró tan solo en la información destacada.

—Mary —soltó con aspereza—. ¿Mary Spencer? ¿Qué tiene que ver exactamente la señorita Spencer en esto? No sabía que hubiera vuelto a Biddington.

—Ah, sí, sí, bueno, está aquí, quiero decir —tartamudeó el señor Linfield; unas gotas de sudor aparecieron en su frente—. Mi madre la invitó a quedarse con nosotros una temporada. Es bueno que mis hermanas hagan otras amistades femeninas.

—¿Y has hablado con la señorita Spencer de poner fin a nuestro compromiso?

—Ah, sí, bueno... Se ha mostrado muy comprensiva con la situación, con la de los dos, y he de decir que me ha sentado bien poder... hablar con alguien de ello.

El silencio se prolongó unos instantes.

—Señor Linfield —dijo Kitty a continuación, intentando parecer despreocupada—, ¿tiene intención de pedir en matrimonio a la señorita Spencer?

—¡No! Bueno, es decir, ya hemos... A ver, creí que sería mejor... venir aquí...

—Entiendo —le cortó Kitty, y era cierto—. Bueno, supongo que debo alabarle por su seguridad, señor Linfield. Es toda una proeza pedir en matrimonio a una mujer cuando se está comprometido con otra. Bravo, sin duda.

—¡Esto es justo lo que haces siempre! —se quejó Linfield, armándose de valor por fin—. Lo retuerces todo hasta que uno no sabe ni por dónde tirar. ¿Has pensado que quizá no deseaba herir tus sentimientos? ¿Que no quería tener que contarte la verdad: que si pretendo labrarme una carrera en la política, no puedo hacerlo casado con alguien como tú?

El tono burlón la impresionó.

—¿Y qué se supone que significa exactamente? —preguntó.

Charles abrió los brazos, como si la invitara a echar un vistazo alrededor. Kitty no lo satisfizo. Sabía lo que vería, porque había estado en esa habitación todos los días de su vida: los sillones desgastados apiñados delante de la chimenea en busca de calor; la alfombra, otrora elegante, raída y apolillada; estantes donde tiempo atrás hubo libros, ahora vacíos.

—Puede que vivamos en el mismo pueblo, pero somos de mundos distintos. —Volvió a agitar las manos a su alrededor—. ¡Soy el hijo del señor de las tierras! Y mi madre y la señorita Spencer me han ayudado a ver que no puedo permitirme un matrimonio por debajo de mis posibilidades si quiero llegar a ser alguien.

Kitty nunca había sido tan consciente del sonido de los latidos de su propio corazón, que aporreaba un tambor en sus oídos. ¿Eso era ella, un matrimonio por debajo de sus posibilidades?

—Señor Linfield —dijo, en voz baja pero mordaz—, no nos engañemos. No tuvo usted ningún problema con nuestro compromiso hasta que volvió a encontrarse con la bonita señorita Spencer. ¡El hijo de un señor, dice! Esta no es la conducta poco caballerosa que habría esperado que aprobase su familia. Quizá debería estar contenta de que haya demostrado su absoluta falta de decoro antes de que fuera demasiado tarde.

Asestó cada golpe con la precisión y la fuerza de un boxeador de la talla de Gentleman Jackson, y Charles —desde entonces, y para siempre, el señor Linfield— retrocedió tambaleante.

—¿Cómo puedes decir tal cosa? —preguntó él, pasmado—. No es impropio de un caballero. Te estás poniendo histérica. —El señor Linfield ya había empezado a sudar profusamente y se retorcía incómodo—. Deseo que sigamos siendo buenos amigos, tienes que entender, Kit...

—Señorita Talbot —le corrigió ella con fría cortesía. Un grito de rabia se abría paso con fuerza en su interior, pero lo contuvo; en cambio, hizo un gesto seco con la mano señalando la puerta—. Me perdonará si no le acompaño a la salida, señor Linfield.

Tras una breve inclinación de la cabeza, el señor Linfield huyó ansioso de ella sin mirar atrás.

Kitty se quedó inmóvil unos instantes, conteniendo el aliento como si con ello pudiera evitar que aquel desastre siguiera extendiéndose. A continuación se acercó a la ventana, por la que entraba a raudales el sol de la mañana, apoyó la cabeza en el cristal y exhaló despacio. Desde allí tenía

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos