Capullo... ¿de seda? (Hadas de Manhattan 2)

Ruth M. Lerga

Fragmento

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Capítulo 0

Desorganizándome la vida

Todo mi instinto advertía de encerrona y, si se hacía caso al mundo de los negocios de Manhattan, ese instinto mío que aullaba «encerrona» a voz en grito era infalible. Nathaniel Bradley, mi padre y el presidente de un holding con su nombre del que yo era ya la consejera delegada de algunas empresas y algún día dirigiría también el resto, me había convocado a una comida informal en el Daniel.

¿Comida informal, en serio? ¡Y una mierda!

En el vocabulario de mi padre no existía la palabra «informal», el Daniel era el restaurante más elegante y caro de la ciudad y, además, había reservado un salón privado. Sí, os doy la razón, no hace falta ser muy lista para saber que algo fallaba, estoy presumiendo de instinto sin ningún mérito.

Presioné el uno de mi móvil y marqué directamente el número de mi hermana. Según su maldita costumbre, descolgó y calló. Según la mía, fui directa al grano.

—¿Has hecho algo que haya podido cabrear a papá últimamente? —Silencio prolongado—. ¿En serio necesitas pensarlo, Kee?

Escuché su risa y me relajé un poco.

—Absolutamente nada.

—Entonces me doy por jodida. Me ha citado a comer al Daniel. —Por un momento me asaltó la esperanza—. Dime que a ti también te ha avisado.

Más risas y una voz algo compasiva.

—Me temo que no, Dev, pero yo no entendería una comida allí como un castigo. Y deja de decir palabrotas.

Resoplé. Solo mi hermana sabía cuán malhablada podía llegar a ser. Para el resto de los mortales en mi boca podría derretirse la mantequilla, tan correcta era siempre.

—Ha reservado un comedor privado —me expliqué, ella no conocía las costumbres porque nunca había trabajado para él—. Cuando papá quiere hablar conmigo de una empresa en concreto me cita en su despacho; si quiere discutir de negocios en general lo hace en la sala de juntas. Puntualmente, cuando estuvo tan preocupado por ti y tu aventura londinense, nos citábamos en algún restaurante, pero siempre fuera de la agenda de trabajo porque tú eres su hija, no un diario o una revista que dirigir.

—Vaya, ¡gracias! Me alegra saber que tengo un horario propio...

—Tienes prime time y lo sabes. Papá te da categoría de máxima audiencia, solo que te saca de un ambiente profesional del que no formas parte.

A diferencia de mi hermana, a mí sí me hubiera preocupado saber si era cierto o no que tenía la mayor de las prioridades de nuestro padre. Keyra, en cambio, ironizaba sobre la importancia que pudiera recibir de cualquiera de nuestros progenitores, siempre había sido así. A pesar de ser gemelas idénticas, en ese aspecto éramos muy distintas: yo necesitaba sentirme importante y aprobada por mi padre. De Samantha, nuestra madre, había claudicado.

Su voz, a través del teléfono, me devolvió al asunto de la llamada.

—¿Y no crees que puedes haberlo hecho enfadar tú? No, no contestes, tú nunca harías enfadar a nadie fuera de tu despacho, que es tu Reino de Hielo. Te comportas de un modo tan políticamente correcto de cara a la galería que dudo de que nadie sospeche que eres una idealista capaz de movilizar a todo Manhattan por una causa justa, si te lo propones.

¿Yo, capaz de algo así? No escuchéis a mi hermana, me tiene en un concepto demasiado alto.

—La cuestión es que si me citara por trabajo lo haría en la Torre Trump —volví a explicarle—. Y si lo hiciera por un asunto personal, es decir, de familia, porque papá no tiene vida personal, lo haría en un buen restaurante, pero fuera del horario de oficina. En cambio, me llama a filas a la una en Daniel y en un salón privado. Así que dime: ¿lo has cabreado, sí o no?

—No. —La condenada se divertía con mis desgracias.

—Es lo que temía. Me doy por jodida, entonces. Será mejor que te cuelgue, tengo que...

—¡¡Devaney, ni se te ocurra!! Cuéntame...

—Kee, tengo mucho trabajo, y me espera una bronca de órdago sin saber siquiera por qué para poder preparar una defensa. Hablamos esta noche en la gala del Met.

Era la cena anual de la revista Vogue y, desde luego, las dos estábamos invitadas.

—¡Búscame nada más llegues! Yo ya estaré allí.

—Lo que tú digas, pero tengo que colgar, en serio...

—Prométemelo, Dev. Prométeme que, pase lo que pase, acudirás a la cena y que, nada más llegar, me buscarás para contármelo.

Suspiré resignada.

—Prometido. —Y colgué.

Me acababa de dar por jodida y ni siquiera conocía la razón.

#joderjoderjoder#yasisucesivamente

***

Entré en el Museo Metropolitano como una autómata, sin ser consciente de todas las miradas que se posaban en mí con admiración. Debía acercarme a saludar a Anna Wintour, directora de Vogue y madrina de la fiesta... debía detenerme a saludar a las caras conocidas y ser amable... debía sonreír con gracilidad y saberme y hacer saber a los presentes que yo era la élite dentro de la élite... Pero nada más pisar la sala de Egipto del Met, mi mente se esmeró en cumplir la promesa que le hiciera aquella mañana a Keyra para poder contarle la apocalíptica comida que había compartido con nuestro padre. La encontré hablando con Hillary y me detuve un momento a mirarla antes de que ella notara mi presencia —lo que haría enseguida porque estábamos muy compenetradas—, negando imperceptiblemente con la cabeza, sonriendo apenas por la afinidad que teníamos incluso para vestirnos, quién sabía si fruto de la diversión que nos había supuesto siempre jugar a confundir a otros o porque, realmente, teníamos un estilo casi idéntico.

Llevaba la melena rubia blonda trenzada en un recogido griego con una tiara doble en platino —yo llevaba unas hojas en oro viejo— y el cuerpo acariciado por una túnica de seda salvaje en blanco roto con un cinturón idéntico a la tiara. Yo había elegido el malva a juego con mis ojos para la seda, leitmotiv de la gala, y mi cinturón repetía los laureles que sujetaban mi trenza. Ninguna de las dos llevaba bolso, como solo Jackie y unas pocas más sabíamos hacer.

Debió intuirme porque se volvió y me encontró. Kee se disculpó con Hillary, quien me saludó con la cabeza —el bótox no le permitía una sonrisa amplia—, y se retiró de la conversación. Mi hermana me hizo una seña y nos dirigimos, cada una por un lado, a la parte trasera de la sala. Distraída, tomé la copa de champán que me ofrecía un camarero.

—¿Y bien? —Me asaltó nada más llegar—. ¿Ha sido tan grave como esperabas?

—Ha sido peor. Papá va a casarse.

Cayó el silencio, pesado, entre nosotras. Desapareció la multitud, las risas y los falsos halagos, la esfinge dejó de mirarnos, compasiva, y solo quedamos ella y yo, y mis palabras resonando huecas en una sala llena de gente bulliciosa que nos acompañaba en silencio.

—¿Con quién? —se animó a preguntarme, al fin.

Keyra era muy inteligente. Mi padre había tenido escarceos con mujeres hermosas un par de décadas más jóvenes que él, affaires privados que le habían evitado ridículos. A Nathaniel Bradley le gustaba la belleza y había muchas dispuestas a lanzarse a sus pies, pero mi padre no instalaría a ninguna de ellas en su casa, menos todavía lo haría en su vida.

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