La señora Montrell (Montrell 1)

María Acosta

Fragmento

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Capítulo 1

Villa de Montrell. Toledo. Reino de Castilla. Abril de 1249

Los primeros rayos de sol comenzaban a colarse por su ventana.

Se acercó a contemplar las vistas, pues le gustaba disfrutarlas a esa hora del día. Contempló la pequeña aldea que ya comenzaba a despertar a sus pies y no pudo evitar una sonrisa. Respiró hondo para llenarse los pulmones con el aire puro de las montañas, mientras sus ojos seguían el curso del río que fluía bajo el puente de acceso a la villa, el cual se perdía unos meandros más adelante, en lo profundo del bosque… Faltaban solo unas horas para que, de entre aquella masa espesa de árboles, surgiera su futura esposa.

Elvira López y Fresneda era uno de sus mayores logros; tras pasar largos meses en la Corte buscando una esposa adecuada, al fin había dado con la mejor: de buena cuna, con un carácter agradable y de reputación intachable. Y lo bastante rica para no necesitar un marido que la elevase de posición…

Era perfecta.

«Y hermosa», pensó, desviando la vista hacia el pequeño retrato que guardaba de ella sobre su arcón.

La pintura representaba a una mujer delgada y morena, de tez pálida y sonrientes ojos negros que reflejaban su picardía e inteligencia… cualidades que él mismo había podido comprobar durante las pocas conversaciones que mantuvieron en la Corte. El tiempo pasado en su compañía le había servido para decidirse a escogerla por encima de las demás candidatas.

Tras negociar los pormenores de la dote y proceder a la firma del contrato de esponsales, se había puesto fin a todos los trámites. Su prometida había abandonado el hogar de su padre hacía una semana para reunirse con él y la boda se celebraría dentro de pocos días, en la iglesia de la villa. Muy pronto, doña Elvira se convertiría en la señora de Montrell, con todo lo que eso conllevaba: la dote aportada por su familia redondearía el contenido de sus arcas y aumentaría su estatus y sus posesiones; como esposa, Elvira le sería de ayuda en la administración de su patrimonio; y los hijos que engendrasen lo sucederían algún día. Serían sus herederos y esperaba de ellos que aportasen honor y riquezas al apellido de su padre.

Volvió de nuevo su mirada azul hacia la ventana y observó el horizonte, dorado a la luz del sol. Su futuro se antojaba tan brillante como el paisaje que en ese mismo momento contemplaba. Y por esa razón aguardaba la llegada de su prometida con impaciencia, casi con ansia.

Su boda con doña Elvira iba a convertirlo en uno de los hombres más afortunados del reino.

La comitiva se abría paso a través del bosque. La noche anterior la habían pasado en la posada que había en los límites de la aldea y esa mañana habían partido con las primeras luces del alba, por lo que solo les quedaba el último trecho para alcanzar su destino.

Mirando a su alrededor, no pudo evitar que la embargase la emoción.

—¿Contenta de volver al hogar, Esperanza? —preguntó doña Elvira, sentada frente a ella junto a su doncella.

Giró la cabeza y miró a la dama, esbozando una sonrisa.

—Mucho, mi señora. Ya tenía ganas de regresar.

Doña Elvira sonrió, comprensiva. Su mirada se desvió para contemplar a través de la ventana del carruaje el bosque que los rodeaba, plagado de robles y encinas y con pequeños matorrales de brezo y jara en flor que jalonaban ambos lados del camino.

—Ya debemos estar cerca de la casa de vuestro padre. —Se volvió a mirarla—. ¿Os apetece permanecer allí hoy? No tengo inconveniente en que os incorporéis mañana a vuestros quehaceres y así podréis pasar más tiempo con él. Sé que lo deseáis.

—Es un generoso gesto por vuestra parte, mi señora. Pero no desearía retrasaros: vuestro esposo…

—No será mi esposo hasta dentro de tres días. Además, en nada nos retrasará una breve parada. Siento curiosidad por conocer a vuestro padre —admitió, sonriente—: me habéis hablado tanto de él… Me gustaría verlo en persona y preocuparme por sí ha mejorado su salud.

—Sois muy amable. Os lo agradezco de veras.

—No lo mencionéis. No nos demoraremos mucho.

Sonrió de nuevo, contenta. Aunque no había pasado mucho tiempo desde su última visita a la aldea, desde que se mudó a la Corte no había dejado de echar de menos a su padre ni la casa donde había nacido. La mitad de su vida había transcurrido en Toledo, pero seguía considerando Montrell como su hogar. La complacía mirar alrededor y comprobar que todo permanecía inmutable: recordaba desde el principio de su vida aquel bosque, verde y frondoso, con aquellos árboles de tronco alto y espigado y los rayos de sol que brillaban entre sus hojas como si lanzasen guiños de luz, lo que le traía a la mente los recuerdos más dulces de su infancia.

Había sido tan feliz en aquel lugar…

Estaba por llegar el mediodía. Se hallaba sentado en la entrada de su casa, disfrutando del agradable clima de la mañana, cuando de pronto vio detenerse ante su puerta una comitiva formada por seis caballeros armados (precedidos por un joven noble) y tres elegantes carruajes.

Los contempló asombrado. Apenas se estaba poniendo en pie cuando vio descender a su hija de uno de los carruajes: el más pequeño. Se dirigió hacia aquel, casi corriendo, con una sonrisa de felicidad en la cara.

—¡Padre!

—¡Esperanza! —No pudo disimular su sorpresa al abrazarla—. ¿Qué haces aquí? Pensaba que estaríais de camino al castillo.

—Doña Elvira me ha dado permiso para pasar el día con vos. Y ha querido parar a conoceros —declaró, tomándolo de la mano para llevarlo hasta la dama y el joven que la acompañaba—: Padre, os presento a mi señora, doña Elvira López y Fresneda. Y a su hermano, don Daniel. Este es mi padre, don Álvaro Abellán.

Ambos expresaron su placer en conocerlo. Mirándolos, pensó que nadie podía negar que eran hermanos, pues cada uno era una versión del sexo contrario del otro: cabello negro y rizado, piel pálida, ojos oscuros y un rostro adornado por finos rasgos. Don Daniel era apenas una cabeza más alto que su hermana y los dos vestían con elegantes túnicas de fino paño (con un leve brocado dorado en el cuello y las mangas de ella) y portaban prendas de dos colores, amarillo y verde, según los dictados de la nueva moda.

—Estaba deseando conoceros —dijo doña Elvira—. Esperanza me ha hablado tan bien de vos que no podía pasar frente a vuestra puerta sin detenerme a saludaros.

—Sois muy gentil. —Sonrió, halagado—. Mi hija también me ha hablado muy bien de vos en sus cartas.

—Me alegra oírlo: ahora sé que ella está tan contenta conmigo como yo lo estoy con ella. Pero decidme —añadió—, ¿cómo os encontráis? ¿Habéis mejorado de vuestra enfermedad?

—Mucho, mi señora. Os agradezco que le permitieseis a Esperanza venir a cuidarme.

—Habría sido una crueldad no hacerlo. Vuestra hija estaba muy preocupada por vos. Y Dios sabe lo mucho que os ha echado de menos.

—Yo también la he echado de menos a ella —admitió, dedicándole a Esperanza una mirada afectuosa. Vio el cariño reflejado en sus ojos castaños, tan iguales a los suyos—. Como ya sabréis, carezco de más hijos. Para un anciano como yo, no e

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