La música es una constante en mi vida y ha sido una fuente de inspiración de esta historia, así que aquí os dejo la playlist.
Cien razones para odiarte
Elena
«No puedo vivir sin ti» — Bely Basarte
«I Can’t Help Falling In Love With You» — Bely Basarte
«Marjorie» — Taylor Swift
Marcos
«Just My Type» — The Vamps
«Sympathy For The Devil» — The Rolling Stones
«No puedo vivir sin ti» — El Canto del Loco
«Voy a comerte» — Pereza
Elena y Marcos
«Lover» — Taylor Swift ft. Shawn Mendes
«Entra en mi vida» — La Casa Azul
«Besos» — El Canto del Loco
«No Control» — One Direction
«Marvin Gaye» — Charlie Puth and Megan Trainor
«Daylight Piano» — Sing2Piano
«Let’s Fall in Love for the Night» — Finneas
«Medieval» — Finneas
Amanda
«Superpoderes» — Leiva
Lucas
«I Can’t Take My Eyes Off You» — Muse
Blanca
«Dinamita» — La Bien Querida
Bruno
«Galaxia» — Sidecars
Carlota
«Betty» — Taylor Swift
Otras canciones que aparecen en el libro:
«Shape of You» — Ed Sheeran
«Con calma» — Daddy Yankee
«Baby I’m Yours» — Arctic Monkeys
1
Amanecer
Cuando desperté esa mañana me sentí como Alicia cuando se cayó por la madriguera del conejo y aterrizó en el País de las Maravillas. Igual que ella, yo tampoco entendía lo que estaba pasando.
Nada más emerger del mundo de los sueños noté un fuerte dolor de cabeza y un sabor amargo en la lengua. No tenía mucha experiencia en el tema, aunque no había que ser un lince para darse cuenta de que tenía una resaca monumental.
Intenté hacer memoria de la noche anterior, pero fue imposible. Lo único que visualizaba cuando cerraba los ojos era el típico fundido negro que precede a los créditos finales en el cine.
Me encogí sobre mí misma con la esperanza de que la posición me aplacara un poco el estómago revuelto. Estaba segura de que, si me levantaba, vomitaría hasta la primera papilla. Si era capaz de obviar que iba a estallarme la cabeza, que tenía la lengua como un trapo seco y que mi estómago parecía un volcán en erupción, quizá podría localizar mi último recuerdo y reconstruir la noche a partir de ahí.
En ello estaba cuando noté un cosquilleo en la cadera izquierda. Era la primera vez que me emborrachaba hasta el punto de tener lagunas, pero el hormigueo no era un síntoma de que te habías bebido hasta el agua de los floreros, ¿verdad?
Levanté la sábana desganada y tuve que parpadear un par de veces porque lo que estaba viendo no era posible. Una de dos: o seguía soñando o una mano varonil descansaba sobre mi piel desnuda.
Un momento...
¿Dónde estaba mi ropa?
Apreté los párpados con la esperanza de que la mano y el dueño desaparecieran por arte de magia.
No funcionó.
Lo supe antes de volver a abrir los ojos porque seguía notando el cosquilleo agradable allí donde su piel se juntaba con la mía.
Si le hubieras contado esta historia a cualquier persona que me conociera, no se lo habría creído. De hecho, si me hubieras dicho la tarde anterior que terminaría borracha en la cama con un hombre que ni siquiera sabía quién era, me habría reído. Yo no hacía esas cosas. Yo era la estudiante ejemplar, la que se marcaba un camino de objetivos y nunca se salía de él. Yo no bebía. Y, sin embargo, ahí estaba.
Y ahora os estaréis preguntando cómo una persona que no bebe llega a esta situación.
Buena pregunta.
La resaca se debía a que la noche anterior se había casado mi mejor amiga. Al enlace había asistido la persona que peor me caía sobre la faz de la tierra. Cariñosamente de ahora en adelante lo llamaremos «el Indeseable». Y es que cada vez que él había aparecido en mi ángulo de visión o se había dirigido a mí, yo había bebido de mi cóctel como si me estuviera deshidratando en mitad del desierto.
El porqué lo entenderéis un poco más adelante.
El alcohol que todavía tenía en la sangre y la somnolencia me impedían pensar con fluidez, pero conforme las preguntas se me agolpaban en la cabeza, aumentaba mi nerviosismo.
¿Quién era él? ¿Cómo había llegado allí? ¿Lo había invitado yo? Y la más importante de todas...
¿Dónde estaba?
Dirigí la mirada a la mesita de noche y suspiré aliviada al ver mis libros de veterinaria. Una incógnita menos; estaba en casa. En territorio seguro.
La luz entraba a raudales en mi habitación; por lo general cerraba la persiana, pero anoche esa debió de ser la última de mis preocupaciones. Mi cuarto era colorido, sencillo y ordenado. Solo tenía la cama, el armario, estanterías repletas de libros y un ventanal enorme por el que los rayos del sol alimentaban mis plantas. Fue increíble la rapidez con la que dejé de sentirme segura en un espacio que me encantaba. ¿Queréis saber por qué? Preparaos porque os vais a reír mucho con lo que está a punto de suceder.
Horrorizada, caí en la cuenta de que todas mis preguntas conducían a la misma respuesta: me había acostado con alguien. Debía de haber tenido el típico lío de una noche, una cosa habría llevado a la otra y ahí estábamos los dos, calentitos en mi cama.
Lo mejor de todo es que ni siquiera sabía si lo había disfrutado porque mis recuerdos lúcidos llegaban hasta el banquete. De ahí en adelante no recordaba nada con claridad.
Era la primera vez que me despertaba en esa inquietante tesitura y no sabía qué hacer.
«¿Despierto a mi acompañante? ¿Lo dejo dormir? ¿Me voy? ¿Grito? ¿Llamo a la policía y que se encarguen ellos?». Reconozco que se me pasó por la cabeza la idea de esconderme en el baño y esperar a que se fuera por su propio pie, pero no lo hice.
Intenté concentrarme en mi respiración y traté de no ponerme histérica con la pregunta más obvia: ¿Quién estaba tumbado a mi lado? ¿Alguien a quien había conocido en la boda? ¿Un primo del novio, quizá? O peor, ¿alguien a quien ya conocía?
El corazón me latía con tanta violencia que parecía que me iba a explotar dentro del pecho. Tenía que hacer algo ya si no quería terminar llamando a urgencias para comunicarles yo misma mi propio paro cardiaco.
Me armé de valor y, con toda la delicadeza que una puede tener en este tipo de situaciones, aparté la mano del «sujeto no identificado» de mi cuerpo. Contuve el aliento y me quedé quieta hasta que estuve segura de que no lo había despertado.
Intenté hacer el menor ruido posible en mi huida de la vergüenza. Si iba a enfrentarme a un desconocido, al menos lo haría vestida. Eso me daría un poco más de seguridad en mí misma, y lo cierto era que necesitaba recuperar toda la dignidad que me fuera posible antes de pedirle educadamente que abandonara mi casa. Mi plan se fue al traste en dos segundos, que fueron los que tardé en enrollar el pie en la sábana y caerme haciendo el mayor ruido posible.
«Genial, Elena; sencillamente genial», me reproché a mí misma.
¿Se podía tener peor suerte? Estaba a punto de descubrir que sí.
Rogué mentalmente que el intruso fuera de sueño profundo y siguiera durmiendo a pierna suelta, porque encararlo tirada en el suelo era lo último que necesitaba. Un dolor agudo se me extendió por las rodillas, que habían parado la mayor parte del golpe, pero ni siquiera me dio tiempo de hacer recuento de daños.
—Bonito culo. —Se me congeló la sangre dentro de las venas al reconocer esa voz grave y molesta.
No era posible.
«Por favor, que sea un sueño».
¿Me había acostado con la persona que peor me caía del mundo?
Crisis. Apocalipsis. Muerte. Catástrofe. Desastre. Hecatombe. TRAGEDIA.
«Esto no me puede estar pasando a mí».
Pensar que las cosas no pueden ir a peor es lo último que debes hacer. Siempre pueden empeorar, y os aseguro que lo hacen.
—¿Huyendo de la escena del crimen? —se carcajeó a mi espalda—. No pensaba que fueras de esas. Creía que serías de las que te abrazan después, Ele.
«Ele».
Solo él me llamaba así. Me había puesto ese ridículo apodo hacía tanto tiempo que ni lo recordaba.
Noté el característico nudo que empezaba a formárseme en la garganta. Estaba a cuatro patas enseñándole el trasero a mi peor enemigo y, para colmo, iba a llorar delante de él. ¿Podía haber algo más patético?
«Sí, lo más patético es que te has acostado con él».
Me levanté dando un traspié y, con la poca dignidad que me quedaba, me cubrí con la sábana, que, por desgracia, olía a él.
Continué sin darme la vuelta, el poco orgullo que me quedaba me lo impedía. El rostro me ardía con una intensidad que casi quemaba. Estaba al borde de las lágrimas, pero no iba a darle el gusto de verme así.
Al oír el sonido de sus pisadas aproximarse, me quedé anclada al suelo. Yo deseaba alejarme, pero mis pies no soltaban amarras. No tenía el cuerpo para confrontaciones, y por muy educados que pretendiéramos ser, nosotros siempre terminábamos discutiendo. En ese momento comprendí que el sueño, en realidad, era una pesadilla.
Me estremecí cuando sus dedos bailaron sobre la piel de mi espalda para apartar con cuidado la melena que me caía en cascada. Con el roce fugaz de sus labios sobre el cuello se me olvidaron los motivos por los que disfrutar de aquello era incorrecto. La vergüenza y el instinto de huida viajaron a la deriva, con mi resaca.
—Buenos días, empollona —dijo mientras me abrazaba desde atrás.
Estaba tan conmocionada que no encontré palabras para responder.
—¿Adónde ibas?
«Ni idea».
En ese instante las razones por las que intentaba alejarme de su calor se me antojaban ridículas.
¿Por qué querría yo separarme de una sensación tan placentera?
«¡Porque siempre te ha caído mal! ¿Recuerdas?».
Me tensé y él tuvo que adivinar el rumbo que tomaron mis pensamientos porque aumentó la intensidad de los besos que dejaba en mi piel.
Ignorar el cosquilleo que empezaba a formarse entre mis piernas se hacía difícil, y más si seguía acariciándome las caderas. Me empujó contra su cuerpo y, al sentirlo, se me escapó un gemido vergonzoso. Oí su risita triunfal y eso me proporcionó la lucidez que necesitaba.
Había sucumbido al placer de sus labios como una tonta. Era normal que se riera; por fin había caído en sus redes y el cretino se regodeaba. Qué primarios eran algunos para estas cosas; a mayor dificultad de conquista, más aumentaba su ego cuando lo lograban. Y, sin duda, esa bajada de barreras por mi parte le había hecho ganar la medalla de oro sin necesidad de ir a las olimpiadas.
Sin pensármelo dos veces, me aparté propinándole un codazo.
—Elena, ¿qué te pasa? —preguntó desconcertado.
Debía de ser la primera vez que pronunciaba mi nombre completo y no uno de sus ridículos apodos. ¡Qué triste!
Se colocó delante de mí y yo me limité a agachar la cabeza. Fui tan valiente que hasta dejé que mi pelo se interpusiera entre nosotros como una cortina. No podía mirarlo a los ojos; si lo hacía, estaría perdida en el laberinto azul que había tratado de evitar durante años.
Sus dedos alzaron mi barbilla con suavidad y todo se fue a pique.
Al encararlo comprobé que su pelo estaba más revuelto que de costumbre y que su mirada somnolienta seguía siendo igual de encantadora que siempre. No podía negar que el bastardo tenía los ojos bonitos. Podría pasarme horas intentando domar las olas gigantes que le daban a su mirada un aspecto salvaje.
Ahí estaba Marcos, también conocido como «el Indeseable». El chico que me había humillado en los pasillos del colegio.
El mismo que nunca había desperdiciado una ocasión para sacarme de quicio y el que me había demostrado en incontables ocasiones lo incompatibles que éramos. El único ser del planeta al que no soportaba. El último al que besaría y el mismo con el que acababa de compartir cama.
—¿Por qué lloras? ¿Te has hecho daño? —Su expresión cambió de la incomprensión a la preocupación.
¿Me había hecho daño?
Las rodillas me latieron punzantes para recordarme que me había caído. Se me acumuló la sangre bajo las mejillas al entender a qué se refería. En lugar de responder, dejé que las lágrimas resbalaran por mi rostro en silencio, algo muy maduro por mi parte.
Había tocado fondo. Por lo menos, ya no podía ocurrir nada que hiciera la situación aún más lamentable, ¿no? El universo me demostró que, una vez más, me equivocaba.
Atontada como estaba, no me di cuenta de que cada vez lo tenía más cerca. Vi su mano surcar el aire cerca de mi rostro y me aparté con brusquedad.
—No me toques —gruñí con voz pastosa.
La garganta me dolió al hablar. Seguro que la noche anterior había cantado a voz en grito en la pista de baile.
«O quizá él te hizo gritar de placer».
Un escalofrío me recorrió el cuerpo entero. Solo de imaginarlo se me ponían los pelos de punta.
La cabeza me martilleaba como si dentro tuviera un mono tocando los platillos; un nudo me oprimía la garganta; el estómago no dejaba de burbujear y tenía las rodillas doloridas. Todo eso ya era una combinación desagradable de por sí. Si le sumábamos la presencia del insoportable Marcos, las ganas de chillar, llorar y patalear como una niña pequeña aumentaban hasta índices insospechados.
Di un paso hacia atrás, después de enjugarme las lágrimas, y perdí el equilibrio al pisar la sábana. Habría aterrizado en el suelo de nuevo de no haber sido por las manos que me sujetaron. Mis brazos entraron en combustión por su contacto. Necesitaba poner la mayor distancia posible entre nosotros para pensar con claridad; tenía la mente embotada por el alcohol y la tarea ya era complicada de por sí.
Me alejé cuidando de dónde ponía los pies. Apreté la tela contra mi pecho y conté mentalmente hasta diez para tranquilizarme. Si le hablaba enfadada, terminaríamos discutiendo, y eso no me ayudaría a conseguir las respuestas que quería oír. Durante el tiempo que estuve callada valorando la situación, Marcos no dijo nada.
Observé con fingido interés el bonito color de uñas que llevaba en los pies y respiré hondo. No iba a mirarlo hasta haber tomado una decisión. Tenía que recomponerme y dominar mi autocontrol, y eso no lo lograría sumergiéndome en el azul.
Carraspeé antes de hablar para llamar su atención, cosa innecesaria porque me contemplaba fijamente.
—Creo que lo que ha pasado esta noche ha sido... —Las palabras se me atascaron en la garganta.
Marcos estaba totalmente desnudo.
Le recorrí el cuerpo entero y comprobé que lo único que llevaba puesto era el reloj. Tragué saliva con fuerza. Me faltaba el aire y las mejillas me ardían tanto que creía que me desmayaría por un golpe de calor.
Salí de mi estupor cuando él dio un paso hacia mí.
—Lo de anoche fue...
—Increíble —musitó con la voz cargada de erotismo.
Algo me decía que debería estar alerta, pero cerré de un portazo el camarote mental donde la alarma no paraba de pitar y advertirme que escapara mientras pudiera. Desvié a duras penas la mirada de su torso y traté de concentrarme en su cara y en la sonrisa de medio lado que empezaba a asomarle. En otras circunstancias esa sonrisa me habría parecido pretenciosa, y justo ese adjetivo fue el que me hizo recordar de qué estábamos hablando, o, mejor dicho, con quién.
Sacudí la cabeza y di otro par de pasos hacia atrás. Distancia.
La distancia me ayudaría a razonar.
—Ha sido un error —puntualicé sin mirarlo.
Me felicité por haber conseguido terminar la frase. Ahora quedaba la peor parte: echarlo a la calle.
A la de tres. Una.
Dos. Y...
Sin querer mis ojos se desviaron a cierta parte de su anatomía, que parecía tan despierta como él. Aumentó el ritmo de mis pulsaciones y un calor abrasador se me extendió por todo el cuerpo.
—Me la vas a desgastar de tanto mirarla —bromeó.
—¿Puedes hacer el favor de vestirte? —chillé escandalizada. No podía formar una frase coherente si se paseaba desnudo a su antojo.
—Anoche me pedías justo lo contrario —apuntó con picardía.
«¡Ostras!».
Su frase no dejaba lugar a dudas. Nos habíamos acostado.
La dama de honor y el padrino —que, para más inri, se llevaban fatal—. Ni la película romántica más cutre de Hollywood habría empezado tan mal.
A esas alturas tenía claro en un noventa y nueve por ciento lo que había pasado entre nosotros, pero todavía quedaba ese uno por ciento al que me aferraría con uñas y dientes. Quizá solo se había quedado a dormir, ¿no?
«Claro, por eso estáis los dos desnudos, ¿verdad?».
—Eso lo dudo mucho —repliqué con sorna.
Marcos reprimió una sonrisa al tiempo que negaba con la cabeza.
—Ha sido memorable.
El tono tan decidido con el que lo dijo hizo que me estremeciera y su desnudez tampoco ayudaba a calmar las partes de mi cuerpo que palpitaban.
Me tapé los ojos con una mano decidida a no dejar que se saliera con la suya. No esa vez. Si no lo veía, sería capaz de echarlo. Lo que no iba a hacer era quedarme embobada mirándolo y alimentando su ego descomunal.
Oí sus pisadas aproximándose y me encogí. No ver me hacía sentir desprotegida. Me imaginé la típica escena de los documentales en la que el tiburón da vueltas alrededor de su presa mientras decide cuándo será el momento oportuno de atacar. Estaba cada vez más nerviosa y eso no era bueno; los depredadores huelen el miedo.
—Abre los ojos, por favor. —Su aliento me rozó la cara y la piel se me puso de gallina.
—Lo haré cuando te hayas vestido.
El estómago se me revolvió inquieto, pero no de la manera en que debe hacerlo cuando un chico con el que acabas de acostarte está desnudo delante de ti suplicándote que abras los ojos. Aquello parecía un aviso.
—Creía que ya habíamos superado la fase de la vergüenza, santurrona. —Pronunció la última palabra a modo de ofensa. Lo sabía porque era el mismo tono que usaba cuando quería fastidiarme.
—Y yo que habías evolucionado, neandertal. —Imité su tono odioso, pero no me quedó bien. Yo no había nacido para desesperar a los demás.
—Elena, cuanto antes asumas que te mueres por besarme, antes podré hacerlo.
«¿Perdona?».
¿Besarlo?
Pero ¿qué se había creído?
Descubrí mis párpados y levanté el rostro para mandarlo al cuerno, pero no pude. Marcos estaba inclinado en mi dirección, tan cerca que la atmósfera de intimidad me atrapó, o quizá fue el olor de lo que habíamos hecho. Me humedecí los labios involuntariamente al observar los suyos, que eran proporcionados y carnosos.
«¡¿Qué narices haces mirándole la boca?!».
Quería apartarme, pero mis pies no respondían. Aguanté estoica el peso de sus ojos escrutadores y, sin querer, nuestros labios se encontraron a medio camino en un roce suave. Con movimientos rápidos y certeros, Marcos me posó una mano al final de la espalda impidiéndome la retirada.
«¿Te has vuelto loca? ¡Apártate!», chillaba mi Pepito Grillo interior.
Ni siquiera lo intenté. Abrí la boca para respirar y él aprovechó para introducir su lengua y buscar la mía con habilidad. Mi voluntad quedó reducida a cenizas y mi lengua cobró vida propia. Aumentó la intensidad del beso haciendo que soltara las anclas que me ataban a la cordura. A la porra la vergüenza, ya me arrepentiría luego.
Las piernas me temblaron y me aferré a su hombro buscando apoyo. Supe que estaba perdida cuando me enterró la mano en el pelo. Sus dedos viajaron de mi espalda al brazo, la piel se me erizó a su paso y en ese instante perdí la razón. Olvidé quién era él, quién era yo y que lo único que separaba nuestros respectivos cuerpos era una fina sábana de flores. Estaba entregada por completo al beso y el resto del mundo no merecía mi atención.
La magia duró un par de segundos.
Un retortijón en el estómago me devolvió a la realidad de golpe. Me separé de un empujón, perdiendo la sábana por el camino, y corrí hasta el baño. A duras penas cerré el pestillo y me incliné sobre el inodoro.
Me lo merecía. Mi cuerpo me había mandado señales desde que me había levantado.
¿Y qué había hecho yo? Ignorarlas.
Agradecí haber tenido la lucidez suficiente como para echar el cerrojo. El último golpe de gracia habría sido que me hubiera encontrado de rodillas vomitando.
—¿Elena? —Sonaba inquieto desde el otro lado, pero no iba a tragarme el numerito de chico preocupado.
Me levanté como pude y me sujeté al lavabo cuando estuve segura de que tenía el estómago vacío. Era cierto lo que decían: después de vomitar te sientes mejor. Me lavé los dientes con tanta fuerza que podría haberme hecho sangre, pero necesitaba borrar los restos de vómito y de los besos de Marcos.
Culpabilidad. Humillación. Cansancio. Bajeza. VERGÜENZA.
Eso era lo que sentía.
Estudié la imagen que me devolvía el espejo.
Lo que normalmente era una trenza perfecta se había convertido en una maraña de pelo alborotado. Parecía que me había revolcado por el barro y, teniendo en cuenta el cerdo que estaba al otro lado de la puerta, lo había hecho. No me había desmaquillado la noche anterior y tenía restos de máscara de pestañas bajo los ojos, y los labios enrojecidos por el morreo más que pasional que había compartido con Marcos. Me notaba el cuerpo desmadejado, como si me hubiera pasado por encima la estampida de rinocerontes de Jumanji. Observé con atención cada centímetro de piel en busca de algún indicio de que sus labios hubieran pasado por allí, pero no encontré nada. Había heredado la constitución de mi madre; no tenía un pecho de infarto ni tampoco muchas curvas, pero nunca me había importado. Rescaté del cesto de la ropa sucia un pijama de verano arrugado y me lo puse sin pensar. Cualquier cosa era mejor que andar como vine al mundo.
Me alisé la camiseta todo lo posible y miré mi reflejo por última vez. Daba pena, pero no tenía que parecer la princesa prometida para echar a Marcos. Es más, cuanto más fea estuviera, mejor; así me ahorraría tener que hacerle la cobra.
Agarré el pomo de la puerta y reuní todo mi valor. Lo echaría de mi casa y volveríamos a ser Marcos y Elena, dos personas que no se soportan y que, por suerte, viven a miles de kilómetros el uno del otro. Después, me acostaría para recuperar las fuerzas que acababa de perder y fingiría que todo ese lío no había sido más que una horrible pesadilla.
Resoplé intranquila y salí del baño con la sensación de que no era tan valiente como quería aparentar, sino más bien todo lo contrario. Muchas veces me he planteado lo distinto que habría sido todo si en ese momento no hubiera estado muerta de miedo.
2
La cruda realidad
Marcos estaba recostado en la cama con las palmas apoyadas sobre el colchón y los pies en el suelo. En cuanto salí del baño, clavó los ojos en mí.
—¿Te encuentras bien? —preguntó levantándose.
Arqueé la ceja derecha y puse cara de pocos amigos, aunque mi interior suspiró aliviado al ver que había tenido la decencia de ponerse la ropa interior.
Cuando llegó a mi altura, apoyé la palma sobre su pecho desnudo obligándolo a guardar una distancia prudencial de un brazo. Estaba claro que el contacto físico debía reducirse al mínimo. Pese a la separación que había entre nosotros, tenía que alzar el rostro para observarlo. No sabía exactamente cuánto me sacaba, pero mi metro sesenta y cuatro no tenía nada que hacer al lado de lo que parecía ser un imponente metro ochenta y cinco.
—¿Estás mejor? —volvió a preguntar sin separarse.
Quise analizar el porqué de su comportamiento, pero seguía lo bastante conmocionada como para ser incapaz de formular una frase coherente.
«No puedes ser tan simple como para sucumbir a unos ojos bonitos. ¡Espabila!».
—Lo estaré cuando te vayas de mi casa y pueda descansar —repuse en tono áspero.
Vaya, ¿esa era yo? Sonaba como una borde total. «Bien hecho, Elena», me felicité internamente mientras por fuera intentaba parecer seria.
—No hace falta que seas tan hostil, preciosa.
—No me llames «preciosa» —expresé rabiosa.
Mientras hablaba me acarició la mano, que todavía descansaba sobre su torso, y al instante el fuego se propagó a toda velocidad por mi piel, como si de un campo de paja seca se tratara. Sorprendida por la reacción de mi propio cuerpo, retiré la mano con brusquedad.
—¡Que corra el aire! —Nos señalé enfadada y lo sobrepasé por la derecha. Arranqué las sábanas de la cama sin mirarlo; cuanto antes las lavase y dejasen de oler a «noche de pasión», mejor.
Me quedé petrificada durante unos segundos tras haber cruzado la puerta de mi habitación. A mis pies estaban sus pantalones y en el camino a la cocina me encontré su camisa y su americana.
«¡Ay, madre! Sí que nos dimos prisa».
Mi uno por ciento de probabilidades de que no nos hubiéramos acostado se tambaleaba y no me hacía ninguna gracia.
Después de arrojar la ropa de cama a la lavadora, me serví un vaso de agua y me senté en el taburete que tenía al lado de la encimera. Necesitaba hidratarme si quería que se me pasase el leve mareo. No tenía experiencia en el tema de la bebida, pero la teoría me la sabía a la perfección. La tranquilidad no duró mucho, pues Marcos, todavía sin camisa, se sentó en el taburete del lado opuesto de la barra.
—¿Me invitas a un café? —Puso cara de buena persona. Eso le funcionaría con otras, pero conmigo lo llevaba claro.
—¿Tengo pinta de querer hacértelo?
—No he dicho que me lo prepares. Eso puedo hacerlo yo mismo —puntualizó sereno—. He preguntado porque soy educado.
Sabía que debía echarlo, pero no tenía fuerzas. Apoyé la frente en el mármol y me agarré el estómago, que volvía a mandarme señales inequívocas de que mis visitas al baño no habían terminado.
Lo oí trastear y poner la cafetera. Había llegado a un punto de surrealismo en el que la situación me resultaba hasta cómica.
Ese era el día de las primeras veces. La primera resaca, la primera vez que me despertaba con alguien después de una noche de desenfreno y la primera vez que un enemigo declarado era amable conmigo.
—Elena, si comieras algo quizá te sentirías mejor.
Alcé la mirada cansada justo cuando él dejaba un plato con dos tostadas delante de mí. Arrugué la nariz asqueada por el olor de la comida y sacudí la cabeza. Marcos volvió a ocupar su asiento, le dio un sorbo a su café y me estudió con expresión intranquila. De pronto, bajó la vista hacia el suelo porque algo le había llamado la atención.
—¿Y tú quién eres? —preguntó.
Se agachó y cuando lo perdí de vista pude volver a respirar.
Al asomarme por debajo de la barra sentí una extraña calidez en el pecho que me asustó. Marcos acariciaba el pelaje oscuro de mi gata y ella se entregaba a sus mimos como si lo conociera de toda la vida y fuera su amigo en lugar de alguien del bando de «los malos». Que ronroneara de gusto fue lo que agotó mi paciencia.
—¿Puedes dejarla en paz? —pregunté de malas maneras. Marcos se irguió y volvió a mirarme.
—¿Es tu primera resaca? —adivinó. Asentí con un suspiro—. Créeme, te sentirás mejor después de comer.
No entendía su cambio de actitud. Hasta el día anterior nos odiábamos. De hecho, una de las pocas cosas que recordaba antes del apagón mental era que habíamos estado soltándonos pullas durante toda la velada. ¿De qué iba aquello? Empezaba a sospechar que me estaba vacilando. Después de años de no soportarme llegaba el colofón: conseguir que me acostara con él para dejarme tirada como una colilla y mofarse de ello.
—¿Por qué me tratas así? —solté a bocajarro.
—¿Así? ¿Cómo? —Parecía desconcertado.
—Lo sabes perfectamente. No somos amigos.
—Lo sé. —Asintió y le dio otro sorbo a su café—. Los amigos no hacen las cosas que hemos hecho nosotros —añadió guiñándome un ojo.
Se me revolvieron las tripas ante la insinuación de que habíamos compartido algo más que un par de besos tontos. Lo que más me sorprendió es que lo dijera con tanta serenidad y sin cortarse un pelo, como el que habla del tiempo.
Quería que la tierra me tragara, así que hice lo que mejor se me daba hacer.
—Vete. —Me levanté y recorrí el camino de vuelta a mi cuarto tambaleándome. Recogí sus pertenencias y las dejé sobre la barra, a su lado.
—Estás pálida.
Quiso pasar un brazo por debajo del mío, pero lo esquivé.
—No tengo cuerpo para pelearme contigo. Haz el favor de vestirte y marcharte —contesté secamente.
Abandoné la estancia sin darle tiempo a responder.
Tuve que ahogar una exclamación al llegar al salón y encontrar mis bragas encima de la torre de la gata. Las recogí a toda prisa y las lancé al sofá. En el recibidor, al lado de la puerta de la entrada, estaba olvidado mi vestido de dama de honor.
¿Yo me había desnudado primero? ¿Al lado de la puerta, como una ansiosa?
«Maravilloso».
Lo recogí mientras reprimía una arcada y lo colgué en el perchero de los abrigos. Y luego me apoyé derrotada contra la pared. Necesitaba dormir tres días seguidos y una lobotomía, porque tenía la sensación de que borrarme al Marcos desnudo de la cabeza iba a costarme bastante.
Él apareció minutos después con la camisa a medio abotonar por fuera del pantalón, la chaqueta en la mano y comiéndose despreocupadamente una tostada con mermelada de naranja, mi favorita. Por mucho que me pesara, la imagen era de lo más sugerente y puede ser que sintiera una pequeña descarga de caderas hacia abajo. Se plantó a mi lado y me observó de manera salvaje antes de hablar:
—Tenemos una conversación pendiente.
—Discrepo. —Abrí la puerta—. Ahora, vete, me gustaría desear la muerte en la intimidad.
—¿Vas a fingir que no ha pasado nada entre nosotros?
Dio un mordisco al pan y masticó despacio mientras me miraba expectante. Un resto de mermelada le adornaba la comisura de los labios y yo solo pensaba en ponerme de puntillas y lamerla para que dejara de distraerme. Me quedé fantaseando despierta hasta que él agitó la mano delante de mi cara.
—¿Qué? —Tardé un segundo en recomponerme—. Eh... sí. Eso es justo lo que pienso hacer. Me encantaría olvidar este desagradable encuentro cuanto antes. Así que, si haces el favor, te largas. —Hice un gesto con la mano para indicarle amablemente que se fuera.
Marcos asintió y contuvo la risa.
Vale, sí, me parecía guapo. De esos que es difícil dejar de mirar. Y él lo sabía, quizá por eso su sonrisa se ensanchó mientras lo observaba.
¿En qué momento esa sonrisa de cretino había empezado a parecerme sensual?
«Pues desde el momento en que te acostaste con él».
Iba a mandarlo al cuerno cuando me retiró el cabello de la cara con suavidad y me colocó el mechón detrás de la oreja. Desplazó la mano a mi nuca y, cuando quise darme cuenta, ya estaba besándome la frente. Para mi completa y absoluta desgracia, me sonrojé.
—Tenemos una conversación pendiente —corroboró y atravesó el umbral—. Y come algo, preciosa.
Entrecerré los ojos ante el apelativo cariñoso.
—¡No me llames «preciosa»! ¡Idiota! —Cerré de un portazo y esprinté hacia el servicio.
Entrada la tarde me despertó el móvil. Lo habría ignorado de no haber sido porque el tono que sonaba era el que mi mejor amiga había puesto para cuando llamaba. Después de varios minutos de búsqueda y cuatro llamadas perdidas, descolgué y Amanda me destrozó el tímpano.
—Els, ¿dónde estás? —Sonaba nerviosa.
—En casa. ¿Qué pasa? —pregunté tratando de no sonar alarmada yo también. Acababa de despertarme y todavía no me ubicaba.
—No sé... ¿Que me voy de luna de miel y tenemos que despedirnos?
¿Cómo había podido olvidarlo? Lucas y Amanda se iban esa noche. Le había prometido estar en el aeropuerto para despedirme y cenar con ella. No íbamos a vernos en más de un mes y con el estrés de los últimos preparativos de la boda no habíamos pasado mucho tiempo a solas.
—Llego enseguida.
—Con lo puntual que eres, me sorprende haber llegado yo antes —se burló.
Me despedí a toda prisa y entré en la ducha de cabeza.
Veinte minutos después y ya en el ascensor, me aventuré a echar una ojeada al espejo mientras me trenzaba el cabello. Vivía en un cuarto, así que tenía tiempo de sobra. Lucía mejor aspecto que por la mañana, la siesta me había sentado bien, aunque seguía paliducha.
Como siempre, había seleccionado la ropa sin pensar: camiseta blanca de flores, vaqueros cortos y deportivas. En la mano llevaba una sudadera verde menta; pese a estar a principios de junio, me notaba destemplada. Salté del ascensor en cuanto se detuvo y arrasé el vestíbulo como un huracán. Una vez en la calle no me costó encontrar un taxi, esa era una de las muchas ventajas de vivir en uno de los barrios más céntricos de Madrid.
3
Tenías que ser tú
Notaba las miradas de reprobación mientras corría como alma que lleva el diablo por la terminal del aeropuerto Adolfo Suárez. Sentí una punzada en el costado, se notaba rápido la ausencia de deporte en mi vida. Era hora punta y tenía que esquivar congregaciones de personas que se abrazaban efusivas.
—¡Elena! —Oí la voz de Amanda llamándome.
La divisé sentada en la parte exterior de una cafetería. Se levantó y nos fundimos en un abrazo. Cuando nos separamos, me apoyé las palmas de las manos en las rodillas y recuperé el aliento que había perdido corriendo.
—¡Qué guapa estás! —La adulé con la esperanza de que pasara por alto mi aspecto—. Un día casada y ya pareces una princesa Disney.
Amanda estaba ideal con su top blanco y sus mom jeans. Las deportivas de plataforma aumentaban los centímetros que ya de por sí me sacaba. Era adicta a la moda y las tendencias, y eso se reflejaba en su manera de vestir.
—Me encantaría decirte lo mismo, pero ¿qué te ha pasado? —quiso saber asombrada.
Me encogí de hombros y puse cara de cordero degollado.
—Siento haber llegado tarde.
—Els, no pasa nada.
—¿Qué tal la noche de bodas? —Le di un codazo suave en el costado con la esperanza de desviar la atención.
—Solo te diré que, a juzgar por tu aspecto, mi noche ha sido mejor que la tuya.
Amanda me conocía demasiado bien. Sin darme tiempo a responder, tiró de mí hasta que me colocó delante de un asiento. Estaba segura de que eso iba a convertirse en un interrogatorio, porque a ella le encantaban. Si pudiera me enfocaría con una lámpara y jugaríamos a poli bueno, poli malo, y yo acabaría confesando como un vil criminal.
—¿Qué te pasa?
—Nada. —Puse mi mejor sonrisa, pero supe por su mirada escéptica que no me había creído.
—No insultes mi intelecto. Mientes de pena y lo sabes.
—Anoche me pasé bebiendo y no me encuentro bien.
Engañarla era casi imposible, pero mi inexistente historial con el alcohol podría ayudarme a salir airosa de la situación. Me masajeé las sienes en un intento de parecer más convincente, aunque era cierto que todavía me dolía la cabeza.
—¿Quieres un ibuprofeno? —preguntó mientras revolvía en su bolso—. Estoy segura de que los tengo por aquí.
—Amy, sabes que tu bolso parece el de Mary Poppins, ¿verdad?
—Ya sabes que me gusta llevar siempre de todo, por si acaso.
Amanda estiró la mano y yo cogí el blíster del medicamento.
—¿Cuántas maletas grandes has facturado?
—Dos.
—¿Y Lucas?
—Una, y le sobraba espacio que he rellenado yo —añadió con la boca pequeña.
—¿De verdad necesitas llevarte tantas cosas?
—¿De verdad necesitas preguntar eso? —Amanda me miró como si estuviera loca—. En una maleta llevo la ropa que quiero ponerme y la otra está llena de «por si acasos».
Negué con la cabeza y me tragué la pastilla.
Mientras Amanda tecleaba algo en su móvil no pude evitar pensar lo distinta que era nuestra vida para tener casi la misma edad. Ella acababa de casarse y tenía una vida estable mientras que yo seguía en la universidad. Iba a pasarme las semanas siguientes estudiando y con menos vida que un cangrejo ermitaño, y, aun así, la echaría de menos.
Nos conocimos cuando yo tenía trece años y me mudé al edificio donde vivía mi abuela; había sido ella la que nos había presentado.
Pese a que Amanda iba dos cursos por delante de mí en el colegio, siempre habíamos estado muy unidas, y desde que había muerto mi abuela el enero anterior, nuestra relación era aún más estrecha.
Hacía tres años que ella se había ido a vivir con Lucas y, aunque ya no éramos vecinas, las cosas entre nosotras no habían cambiado. Seguíamos hablando a diario, yendo de compras, a pasear, y al cine; ella era la responsable de que yo viera películas románticas y no solo documentales. Nos reíamos juntas cuando estábamos alegres y comíamos croquetas cuando estábamos tristes. Habíamos estado ahí la una para la otra desde que nos conocimos. En lo bueno y en lo malo.
Una parte de mí se sentía abatida por lo que había pasado después de la boda. Estaba hecha un lío con todo el asunto de Marcos y me sentía tan avergonzada que no quería hablarlo con nadie. Ni siquiera con ella, y eso que nosotras nos lo contábamos todo.
—¿En qué piensas?
—En que voy a echarte de menos.
—Enseguida me tendrás de vuelta, boba. Alegra esa cara. Si te pones melodramática, vamos a terminar las dos igual. —Amanda acercó su silla a la mía y, por segunda vez esa noche, me abrazó—. Has sido la mejor dama de honor de la historia.
«La mejor. Me he acostado con el padrino. Fíjate si me he tomado mi papel en serio», pensé consternada.
—Y tú la novia más guapa del mundo —contesté con un nudo en el pecho.
—Anda, no exageres. —Se apartó y sonrió con cariño—. Bueno, un poquito sí, ¿no? Quiero decir, el vestido era precioso.
—Sí, pero no le des todo el mérito al vestido. Como decía mi abuela: tienes buena percha.
Le sonreí y me recosté en la silla. Estaba cansadísima y hambrienta, no había probado bocado en todo el día. Ella sacó de su bolso un espejito y se acomodó la melena. Amanda era morena como yo, pero su pelo era bastante más claro que el mío gracias a las mechas. No sabía cuáles eran las que lucía en ese momento, ¿balayage?, ¿californianas?, ¿había alguna diferencia entre ellas? A mí me parecían todas iguales, pero a ella no.
—¿Dónde está el príncipe encantador? —pregunté refiriéndome a Lucas.
Mencionar su nombre bastaba para que los ojos verdes de mi amiga se dulcificaran.
—Ha ido al coche, me he dejado el neceser en la guantera. Y creo que justo lo ha llamado... —Se calló de repente y abrió los ojos horrorizada—. ¡Mierda, Els! Tengo que pedirte un favor importante. Necesito que sigas siendo mi dama de honor hasta después de la cena, ¿vale?
Arrugué el ceño sin comprender y ella me agarró de los hombros, como para asegurarse de que había entendido su mensaje.
—Vale, pero me estás asustando.
—Joder, es que con los nervios de la boda y hacer la maleta se me ha pasado decírtelo.
—Decirme, ¿qué?
—Tú solo haz lo que te pido, por favor.
Observé atónita que se levantaba y saludaba con la mano al que supuse que sería Lucas.
Era Lucas, pero no estaba solo. A su lado estaba apostado su mejor amigo: Marcos. El mismo al que había echado de mi casa horas antes.
Ya entendía lo rara que se había puesto. No era un secreto que Marcos y yo no nos tolerábamos.
Suspiré fastidiada cuando mi amiga abrazó al Indeseable. Estaba tan concentrada mirándolo mal que ni siquiera oí lo que se decían.
«Míralo, saludando tan tranquilito a Amanda. Como si no hubiera mancillado mis sábanas».
—¿Cómo estás, Elena? —Lucas me saludó con dos besos, como de costumbre.
—Bien. —Intenté esbozar una sonrisa sincera.
El marido de mi amiga destilaba simpatía por los poros. Sus rizos color chocolate y su diente mellado le daban un aspecto aniñado a su rostro. Siempre tenía las palabras adecuadas, era capaz de hacerte reír con sus bromas y nunca perdía las formas. Suponía que tener un cargo importante en ciberseguridad ayudaba a mantener el estrés bajo control. Al contrario que su amigo, que parecía encantado de recibir atención femenina. Lucas estaba enamorado de Amanda desde el minuto uno, aunque lo suyo en el instituto no había cuajado. Era casi igual de alto que Marcos, pero él tenía la constitución más fina. Lucas nunca pisaba un gimnasio y no le daba importancia a su físico; en eso nos parecíamos. En eso y en ponernos lo primero que encontrábamos en el armario, no como Marcos y Amanda, que iban tan impecables que cualquiera diría que el día anterior habíamos estado los cuatro de boda. En el instituto no habíamos tenido mucha relación; él iba dos cursos por delante, con Marcos y Amanda, pero desde que había empezado a salir con mi amiga, él también había sido una constante en mi vida. Además, acababa de casarse con lo más parecido que tenía yo a una hermana, lo que lo convertía en familia.
La eterna pregunta era cómo podía juntarse con alguien tan imbécil como Marcos.
—¿A mí no me das un beso, Ele? —inquirió Marcos.
Hice de tripas corazón por mis amigos. Le dediqué una sonrisa más falsa que la de la madrastra de Blancanieves y me acerqué a él. Solo que, en vez de darle una manzana envenenada, le di un beso fugaz en la mejilla. Quise apartarme, pero el condenado tuvo que ponerme la mano sobre la cintura, y ese pequeño contacto bastó para ponerme nerviosa.
«Repugnante, sencillamente repugnante».
Lo fulminé con la mirada y a él le hizo gracia. Una de las peores cosas de Marcos era el sonido melodioso de su risa, que encandilaba como el flautista de Hamelin.
Giré sobre los talones y vi a mi amiga enlazada con pasión a su marido. Estaban tan inmersos en su mundo de amor y fantasía que no habían visto nuestro incómodo saludo. Casi lo agradecí, pues lo último que quería era que Amanda se enterase del desafortunado incidente que había tenido lugar en mi dormitorio por la mañana.
«Y durante la noche».
—¿Qué tal tu estómago? —Marcos me susurró cerca del oído.
—Revuelto desde que has aparecido —mascullé.
Él se rio y yo me estremecí.
—¿Mariposas? ¿Tanto te gusto?
—Creo que no me has entendido. Intento contener las arcadas.
Avancé hacia mis amigos dispuesta a separarlos y acabar con aquello cuanto antes. Carraspeé sonoramente y le dediqué a Amanda una cara de póquer.
En un intento de redimirse, Amanda se sentó a mi derecha durante la cena y me salvó de tener a Marcos al lado. No es que la situación hubiera mejorado mucho, porque lo tenía enfrente, pero por suerte eso ponía algo más de distancia entre nosotros.
Estuve la mayor parte del tiempo concentrada en mi comida. Corté con parsimonia el pollo y los espárragos trigueros, y aplasté el arroz blanco con el tenedor.
Como era de esperar, la conversación giró en torno a la boda: lo guapa que había ido Amanda, lo deliciosa que había estado la comida, lo elegante que era el lugar que habían escogido, y todas esas cosas que recuerdas de una boda al día siguiente. Metí baza en contadas ocasiones. Era una cobarde y no quería enfrentar a dos depredadores al mismo tiempo. Por un lado, teníamos a Marcos, con el que me negaba a mantener contacto visual, y por otro, a Amanda, que ya sospechaba que me pasaba algo. Mastiqué la comida en silencio y me centré en Lucas, que contaba la anécdota de cómo uno de sus primos había roto una silla al caerse al final de la velada.
—Chicos, ¿cómo acabasteis la noche? —preguntó Lucas—. No os vimos iros.
Tragué saliva intentando mantener los nervios a raya.
—Es verdad —apuntó Amanda—. Os buscamos al final y no os encontramos.
—Yo me fui a casa. No me encontraba bien —respondí sin apartar los ojos del plato.
Estaba segura de que para Amanda mi actitud no había pasado inadvertida, pero no me avasallaría a preguntas delante de nadie.
—Nunca te había visto beber tanto, Elena. Hubo un momento en que me amenazaste y todo. —Lucas me miró divertido—. Me dijiste que si no trataba bien a tu Amy me ibas a dar de comer a los tigres del zoo.
Todos se rieron y yo asentí incómoda.
«Genial. Otra cosa más que no recuerdo».
—¿Cómo te fuiste a casa? —quiso saber Amanda.
En lugar de contestar, me metí más arroz en la boca del que era capaz de masticar. Eso me daría el tiempo suficiente para pensar una respuesta coherente. Solo esperaba que Marcos mantuviese la boca cerrada por una vez en su vida. A fin de cuentas, la intuición me decía que yo le caía tan mal como él a mí, y ahora que se le había pasado la embriaguez seguro que me consideraba una mancha negra en su impecable currículo de conquistas.
—Yo he pasado una noche increíble —indicó Marcos con picardía.
Casi me atraganté al oírlo repetir las mismas palabras que había pronunciado por la mañana.
—¿En serio? ¿Con quién? —Amanda se inclinó sobre la mesa.
Marcos se recostó con calma en la silla y me devolvió la mirada desafiante. Le dediqué una mueca de advertencia y le hice un gesto negativo y casi imperceptible con la cabeza. Estaba indicándole a las claras que no contase nada.
—Si te dijera quién era, no te lo creerías —respondió él con una sonrisa maligna.
Me estaba provocando, como siempre que estábamos delante de nuestros amigos. Esa vez, él jugaba con ventaja y lo sabía, mientras que yo ni siquiera recordaba lo que había pasado entre nosotros.
—Vamos, no seas así, ¿la conocemos?, ¿estaba en la boda? —insistió mi amiga. Ya salía su vena cotilla a relucir; como periodista Amanda no tendría precio. Podría dejar su trabajo de recepcionista y unirse a Equipo de investigación, ella misma lo decía.
—¿En la boda? —Marcos puso gesto pensativo—. Sí —respondió rotundo.
—¿Es guapa? —Amanda siguió con el interrogatorio.
—Bueno, no está mal.
—Por favor, dime que no era ninguna de mis primas —rogó Lucas—. Porque Sofía me preguntó si tenías novia.
«¡Ja! ¿La rubia?».
No sé por qué no me sorprendía. Sofía se había acercado a nosotros para felicitar a Marcos por el discurso que había dado durante la ceremonia. Pero yo sabía que en realidad se había sentido atraída por su estatura, la anchura de su espalda y esos bíceps que parecían decir: «Eh, me paso la vida haciendo pesas, ¿quieres que te alce al vuelo y te lo haga contra la pared?».
Además, todos sabíamos que mi discurso había sido más emotivo que el suyo.
—¿En serio? —Amanda dio una palmada emocionada.
—No era Sofía. La familia queda fuera