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El peligro de enfadar a lord Robert (Los irresistibles Beau 7)

Ruth M. Lerga
Brandy Manhattan

Fragmento

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Prólogo

Arrancaba la Pascua de 1813 vacíos los salones de damas Beau casaderas, y así sería durante las dos siguientes temporadas, tras tres años consecutivos de debuts femeninos de dicha familia y conseguidos seis matrimonios exitosos… No, nadie lo olvidaba, había también un quinteto de caballeros descendientes del mismo apellido, solteros todos ellos: lord Robert Seymour, conde de Hill; lord Jacob Seymour, duque de Avonshire; lord Nathaniel Montague, barón de Oslow; lord Derek Cavendish, vizconde de Sheffield; y lord George Beaufort, conde de Bedford y, tal vez, la pieza más codiciada, pues con los años sería duque de Rule, un título tan antiguo como importante.

En las listas de elegibles que las madres hacían a sus hijas por casar no faltaba ninguno de estos nombres, a pesar de la incertidumbre de si aparecerían o no en los eventos de la temporada. No teniendo que escoltar a ninguna dama en edad de merecer, si pisaban un salón, en especial las sagradas alfombras azules de Almack’s, darían a entender que estaban gritando, aun en silencio, que buscaban una esposa y, entonces sí, habría una dura competición entre las jovencitas.

Era seguro que los Seymour y el hijo de Denver estaban ya en la ciudad desde hacía más de una semana, por lo que las esperanzas y las apuestas iban al alza. De los otros dos poco se sabía por el momento.

Las tías de todos ellos, las Cinco Virtudes, conocidas por la sociedad con tal apodo por sus nombres —Grace, Charity, Faith, Felicity y Hope—, sí habían arribado a Londres a pesar de no tener un objetivo aparente. Nadie osaría preguntarles sobre las intenciones de sus vástagos, pero las matronas tratarían de acercarse a ellas a la menor ocasión, dado que no les sería posible ir a visitarlas, pues a nadie se recibía sin invitación previa en el veintitrés de Regent Street, la morada oficial de los Beaufort, en la que nadie parecía vivir, pero que estaba siempre a rebosar de familiares.

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Capítulo 1

Londres, Bruton Street, residencia del marqués de Denver, 1813, a una semana del inicio de la temporada

Lord Robert Seymour, conde de Hill y el mayor de todos los sobrinos del marqués de Denver, había sido llamado a la residencia de este en Bruton Street aquella tarde. A pesar de tener una magnífica relación con el cabeza de familia y de contar ya con treinta y dos años, se sentía algo nervioso, cual colegial sorprendido en una travesura de la que tuviera que dar explicaciones o pagar las consecuencias.

Las charlas referentes a asuntos familiares se llevaban siempre a cabo por las mañanas y en la biblioteca del veintitrés de Regent Street, la mansión del duque de Rule que este ni siquiera sabía que existía y que todos los miembros Beaufort consideraban de algún modo su cuartel general.

La conversación sería, por tanto, de índole personal. Dudaba Robert de si sería sobre su persona o al respecto de la del tío William, pero ninguna de las dos opciones le agradaba demasiado. No es que no sintiese apego por su tío o faltase confianza, pero a su edad y sin primas casaderas, eran pocos los temas sobre los que discutir y ninguno de ellos le interesaba.

Llegó a la casa a la hora acordada en la nota que recibiera cinco días antes en su finca y subió las escaleras con vigor a pesar del mal augurio que lo acompañaba.

A diferencia de aquellos que no formaban parte de su gran familia, invitados o no a acudir a aquella casa enorme de fachada blanca y techo de pizarra, él no necesitó rozar siquiera la aldaba para que se abriese y subió las escaleras. Crowles, el mayordomo de la familia, siempre atento, lo esperaba ya y lo invitó a entrar, saludándolo con corrección a pesar de los años que llevaba en la familia y la confianza que tenían. Le pidió el criado que lo siguiera hasta la enorme estancia donde, sentado frente a un escritorio imponente, lo aguardaba el marqués. Tras ser presentado, aquel desapareció, dejándolos solos y a puerta cerrada.

Denver lo recibió con una sonrisa, gesto poco habitual en él. Era un caballero circunspecto, con un sentido del humor seco e irónico. Las circunstancias lo habían obligado a madurar temprano —mantenía una pésima relación con su padre desde que tenía uso de razón— y su posición como heredero del duque de Rule había significado acaparar una gran cantidad de atención y responsabilidades, de ahí su usual talante grave, lo que hizo que el conde de Hill se pusiese alerta. ¿Una sonrisa de su tío? Algo estaba ocurriendo, algo que no estaba seguro de querer saber. De haber podido, habría dado media vuelta y salido corriendo de allí, como el crío que, de vez en cuando, todavía había en él. Aunque muchos familiares dijeran que había heredado el carácter del marqués y que era igual de prudente.

—Tío —lo saludó, tendiéndole la mano.

Este se la estrechó, componiendo su rostro su habitual seriedad.

—Rob, gracias por venir, siéntate, por favor. ¿Un brandi?

Alzó las cejas.

—¿Voy a necesitarlo?

La sonrisa del futuro duque se hizo mayor, lo que le escamó.

—Eso depende de lo que esperes oír, sobrino. —Y soltó sin más preámbulos—: tu primo quiere casarse.

—¿Tu hijo? —preguntó, incrédulo, él—. Pero si apenas tiene…

—Veinticuatro años, sí, lo sé. Pero lleva barruntando la idea desde la temporada pasada. Le ha cogido el gusto a los negocios de su cuñado y quiere participar de ellos.

La hija del tío William, la prima Sarah, se había casado el año anterior con un americano amigo de la familia Beaufort, el señor Martin Foster, un hombre con una gran fortuna y muy inteligente que tenía una magnífica relación con todos los Beau, en especial con su hermano Jake y con él mismo. Aunque quisiera dedicarse George al comercio, una idea excepcional, seguía sin entender qué relación tenían este con el matrimonio. Su aprensión aumentó.

—Si quiere dedicarse al comercio y tú no te opones, no seré yo quien diga nada. Después de todo, confieso que, a pesar del trabajo que supone manejar el condado, cuando veo a Martin o a Andréi —se refería ahora al esposo de Rachel, un príncipe ruso, ahijado del zar, que trabajaba como diplomático en Londres— me siento ocioso; vago incluso. Pero ¿qué tienen que ver sus ganas de ampliar miras profesionales con procurarse una esposa?

Suspiró el padre, con un aire de frustración.

—Al parecer, cree que para satisfacer su curiosidad empresarial primero debe cumplir con su obligación principal: esposa y heredero.

—Más el repuesto —dijo él, por inercia.

Un único hijo varón era insuficiente; se requerían dos, como mínimo, por si ocurría una fatalidad.

—Más el repuesto —confirmó William, a pesar de que él solo hubiera tenido un varón.

—¿Está convencido?

Su primo George, el conde de Bedford, era un cabezota. Era mejor darle la razón a intentar que cambiase de idea. Claro que no era el único así con aquel apellido; en aquella familia había muchos convencidos de que solo había dos formas de hacer las cosas: la propia y la equivocada.

—Lo está.

La voz de su tío era el parangón de un hombre resignado.

—Me temo que, entonces, poco voy a poder hacer yo.

A pesar de no haber obtenido respuesta a su ofrecimiento inicial, sirvió Denver dos brandis igualmente, necesitado de un poco de tiempo y también de algo fuerte.

Robert lo aceptó, tenso, a la espera de la solicitud que estaba por llegar y que ya imaginaba.

—No te pido que trates de que desista. Sé cómo es mi hijo y, de todas formas, antes o después tendrá que casarse. Si eligiera bien…

—¿A los veinticuatro?

¿Quién demonios podía elegir bien a los veinticuatro? Uno de cada diez hombres calculó, capcioso.

Una esposa era para siempre y desconocía cuánta era la experiencia que podría tener George con el género femenino, pero sí sabía que con las damas inglesas —entendiendo por estas a las hijas casaderas de los aristócratas— era muy poca, pues el año anterior había participado de la temporada por primera vez y estuvo siempre protegido por el resto de primos, por lo que no tuvo que lidiar con la insistencia de ninguna madre ni las técnicas arteras de las jovencitas, ¡afortunado él!

Robert había sufrido en sus propias carnes algún intento más o menos descarado de seducción malintencionada y visto tantos otros. No pensaba que las mujeres fueran todas maliciosas, pero sí que era mejor prevenir que curar… o casar, que para ese caso era lo mismo.

—Ahí es donde entras tú. Sé que este año no hay ninguna Beau por debutar…

Se atragantó. ¡Maldita fuera su suerte! En efecto, tras tres años consecutivos de hacer de principal acompañante de sus seis primas, al fin aquel año podría librarse de pisar los salones de la temporada y, en especial, el de Almack’s, para hacer de carabina, pudiendo dedicarse únicamente a acudir a las sesiones del Parlamento y a White’s.

O eso había creído hasta ese instante. Era obvio que, cuando saliera del veintitrés de Regent Street, se habría comprometido a convertirse en el consejero nupcial de un caballero, no había una forma más delicada de expresarlo.

Asistir a la temporada sin un motivo sólido para ello sería un sacrificio que rayaba el suicidio: todos creerían que buscaba esposa y no solo apostarían sobre él y su elección, lo que le resultaba bochornoso, sino que se colocaría sin necesidad en el punto de mira de las muchachas y sus ambiciosas madres.

—¿Puedo contar contigo? —inquirió Denver, sabiendo con seguridad todo lo que estaba pasando en ese momento por su cabeza aunque no lo hubiera vivido, pues el marqués se casó joven, como pretendía hacer su hijo, y con una dama a la que conocía y amaba desde hacía varios años.

No era una orden, Rob sabía que era únicamente una petición de ayuda, lo que lo empeoraba. Se sentía más obligado porque quería a su tío William y porque este se preocupaba por el bienestar de todos. Era poco lo que le pedía en comparación con lo mucho que hizo por su madre cuando quedó viuda o por él mismo durante sus años como conde y estudiante, en los que fue su tío quien se encargó del condado y sus cuentas.

Suspiró.

Si lo había hecho por las damas Beau, lo haría también por su primo, no iba a ser menos George. No lo quería menos que a las chicas ni se preocupaba en menor medida por él; al contrario, ¡cualquier ambiciosa avezada podía tenderle una trampa, por lo que merecía más protección que los demás! El joven habría demostrado ser muy listo, pero era obvio que de emboscadas matrimoniales no tenía ni idea.

—Estaré cerca y me aseguraré de que ninguna dama inconveniente pretende abusar de su buena voluntad —prometió con voz solemne.

—No te pido más.

—No es poco —dijo sin pensar.

—Lo sé —y aquello sería lo más parecido a una disculpa que recibiría, aunque no la necesitaba.

Se terminaron los dos el brandi en silencio y su tío sirvió un poco más en sendos vasos. Tocó a la puerta justo entonces la marquesa, lady Johanna. No debía de haber sido avisada sobre su visita ni de aquella charla, pues se sorprendió al encontrarlo allí.

—Robert, qué alegría verte, no sabía que hubieras llegado ya a la ciudad. Creí que este año vendrías más tarde.

Si William no había contado que le había enviado una carta al campo y que esta había precipitado su pronta llegada, no lo delataría él.

—Echaba de menos el ruido de Londres —se excusó.

Recibió a cambio de aquella tontería una sonrisa radiante. Su tía seguía siendo una dama hermosa, como lo eran también las cinco hermanas del marqués, de edades similares, y le devolvió el gesto con cariño.

—¿Te quedarás a cenar con nosotros?

Negó con la cabeza. Necesitaba pensar y sentía un deseo enorme de estar en soledad. Esa que iba a añorar los siguientes meses y de la que, sin duda, acabaría muy necesitado.

—No, gracias. Tengo una cita mañana temprano —no mentía, aunque George no lo supiera aún, iría a verle a la casa que había alquilado para aquella temporada.

Y comería con su hermano, Jacob Seymour, duque de Avonshire, después. Si iba a sufrir, lo haría con él de escudero. Después de todo, Jake era duque, lo acecharían más que a él y podría así Robert estar atento a George, quien, sin duda, tendría, también como futuro duque, un séquito a sus pies.

Se sintió mareado ante la idea. Se acabó el licor de un trago, esperando que el calor en el estómago le hiciera sentir mejor; peor no sería posible.

Dejó el vaso sobre la mesa y besó a Johanna a modo de despedida. Ya con el pomo en la mano, escuchó la voz solemne de su tío a sus espaldas.

—Gracias por todo, Robert.

Aquel agradecimiento, en lugar de hacerle sentirse orgulloso, lo convirtió en Atlas. De repente, sentía tener el peso del mundo sobre sus hombros.

***

Londres, residencia de la baronesa viuda de Hentley en Moon Street, esa misma tarde

Lady Helena Scott sabía que, a pesar de todo, podía ser considerada una mujer afortunada. Tuvo una infancia feliz, con una madre amorosa, una hermana menor a la que adoraba y un padre ausente, dedicado a la gestión de las fincas del ant

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