Corazones cautivos (Montrell 2)

María Acosta

Fragmento

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Capítulo 1

Toledo (reino de Castilla), mayo de 1248

Cuando abro los ojos, el sol aún no ha salido. Ya es de día, sin embargo, y tras remolonear un poco, me aventuro a abandonar la calidez de mis sábanas y el suave refugio del colchón de plumas.

Hago la cama, como cada mañana (a Juana no le parece apropiado, dice que ese es su trabajo, pero hace años que Ramiro me enseñó a valerme por mí mismo y me gusta seguir su ejemplo, igual que lo hace mi mentor), y me dispongo a comenzar con mi aseo diario.

Fuera la camisola y bienvenida el agua limpia en la jofaina. Una esponja y un poco de jabón de lejía es todo lo que necesito para asear mi cuerpo por entero. El secado con toalla es inmediato, para evitar el resfriado, y presto me cubro con una camisola blanca, mi tabardo verde oliva y una hopalanda para usar dentro de la casa. Calzarme las babuchas es el último paso, antes de bajar a desayunar.

—Buen día, Juana —saludo con jovialidad, mientras me adentro en la pequeña cocina, cuyo suelo de loza ha conocido tiempos mejores.

—Buen día, joven Tristán. —Se gira hacia mí con una sonrisa que alcanza a sus bonitos ojos castaños. Es una mujer fornida y de carácter afable, que ha acogido bajo su ala maternal a un librero medio anciano y a su joven aprendiz—. ¿Qué tal ha pasado la noche?

—Bien, como siempre. —Miro a mi alrededor, extrañado al no verlo allí—. ¿Dónde está Ramiro?

Juana suspira, al tiempo que se remete un mechón negro y díscolo en su apretado moño y se acerca hasta la mesa para colocar el pan en el centro y empezar a cortarlo en rebanadas.

—Me temo que don Ramiro ha vuelto a quedarse trabajando hasta tarde —dice con desaprobación—. Ese hombre nunca aprende. Ya he puesto a calentar el agua, para cuando venga dolorido de la espalda a pedirme la tisana.

No puedo evitar una sonrisa ante sus palabras. Mi mentor es un auténtico bibliófilo, librero por vocación, siempre dispuesto a enfrascarse en la lectura o restauración de algún ejemplar, a veces hasta el punto de perder por completo la noción del tiempo. Nunca antes había encontrado a nadie con quien compartir esa pasión. Todos los días doy gracias a Dios por ponernos frente a frente en el camino.

—Iré a buscarlo —declaro y abandono la cocina para dirigirme al otro extremo del pasillo, donde queda la biblioteca en la que Ramiro y yo pasamos las horas muertas cuando no tenemos que atender la tienda.

Nada más cruzar el umbral, siento un escalofrío recorrerme la espalda. Hay quien podría hablar de premoniciones; yo lo achaco a la penumbra y frialdad que reinan en la estancia, con todas las velas apagadas, salvo una que pervive a duras penas sobre el escritorio... Y en él hallo a mi mentor derrumbado, con el cuerpo aún sobre la silla y los brazos que cuelgan al otro extremo de la mesa, como pájaros sin vida.

—¿Ramiro? —inquiero, sintiendo un repentino nudo en el estómago. Me acerco despacio hasta él—. Ramiro, ¿estás bien? Es hora de desayunar, Juana nos espera en la cocina...

Por pura inercia, mi mano se alza y lo toca con miedo, como para comprobar que en verdad está dormido. No obtengo respuesta de él y eso, unido al sepulcral silencio de la biblioteca, comienza a asustarme. Trato de despertar a mi maestro varias veces, sin éxito. Sé que habitualmente tiene un sueño muy pesado, y no hay quien lo separe de Morfeo cuando este finalmente lo abraza, pero...

Hago un último intento a la desesperada: lo echo hacia atrás y dejo su cuerpo descansar contra el respaldo de la silla. Tiene los ojos cerrados y el rostro sereno. Todo parece normal, salvo que mi corazón (desbocado) no lo interpreta así. Me invade un miedo irracional.

No puede ser. No puede ser.

Apoyo mi cabeza contra su poderoso pecho y compruebo horrorizado que no hay latido. Los ojos se me llenan, al instante, de lágrimas y la voz me sale de la garganta aguda y entrecortada, como la de una plañidera.

—Ra-Ramiro...

Al no recibir contestación, la certeza cae como una piedra sobre mí, me aplasta y me rompe el corazón en mil pedazos. Me cuesta respirar y el único sonido que puedo emitir en esos momentos es el del llanto.

Finalmente logro recomponerme un poco, lo suficiente para retroceder unos pasos y conseguir (al fin) articular palabra.

—¡Juana! ¡Juana!

Nuestra criada aparece en segundos, alarmada al oír mis gritos.

—¡Joven Tristán, ¿qué ocurre?!

—Llama al médico —le pido angustiado.

—¿Le pasa algo a don Ramiro?

Se acerca unos pasos, pálida y estupefacta. Lleva más de diez años sirviendo en esta casa, desde antes de que yo llegara, y jamás en su vida ha visto a su patrón enfermo.

—Corre a avisar a Pascale —suplico mientras elimino a manotazos un puñado de lágrimas traicioneras.

Juana se queda petrificada, solo por un instante, y enseguida gira sobre sus talones y abandona corriendo la estancia en dirección a la calle.

***

Cuando regresa, lo hace seguida de Maese Pascale, el médico personal de Ramiro; es un francés alto y fornido, compañero de armas de mi mentor. Ambos dejaron el Ejército al unísono y convivieron juntos por un tiempo, mientras se dedicaba cada uno a su amado oficio.

En el momento en que ellos acceden a la biblioteca, yo estoy sentado en el suelo, llorando desconsolado y sin saber qué hacer. El médico se acerca hasta mí y me ayuda a ponerme en pie. Juana me mira angustiada, pues es incapaz de observar el sufrimiento de otros sin verse afectada.

—Pascale...

Es lo único que puedo decir cuando el enjuto y moreno rostro del doctor aparece ante mis ojos. El pobre hombre me mira con el ceño fruncido y sus ojos negros cargados de preocupación.

—Tristán, ¿qué ha ocurrido?

—No puedo despertarlo. Lo he intentado todo, pero no abre los ojos..., no respira.

El médico suspira para sí, me suelta (justo a tiempo para que Juana me acoja en un abrazo) y va directo a por Ramiro. Lo veo colocar la cabeza sobre su pecho, tomarle el pulso en la muñeca y sacar el diminuto espejo que todo galeno lleva encima para corroborar la muerte.

En el momento en que se da la vuelta para mirarnos a los dos, su rostro lo dice todo.

—Lo siento mucho. Ramiro ha muerto.

Ante semejante noticia, siento que las fuerzas me abandonan y estoy a punto de caer al suelo. Juana lo evita justo a tiempo.

—¡Joven Tristán! —exclama sorprendida y asustada.

—Prepárale una tisana —le ordena Pascale, mientras se acerca para relevarla—. Vamos a la cocina, allí estaremos mejor. Después nos ocuparemos de Ramiro.

Casi en volandas, siento como el doctor me lleva a la cocina y me deja sentado en una silla. No puedo parar de llorar y él permanece de rodillas ante mí, acariciando mi rostro con una mano, en un gesto cargado de compasión y consuelo.

Sin ser consciente de ello, la tisana aparece de repente en mi mano y Pascale me la hace beber. Juana permanece junto a nosotros, tratando de no estorbar, pero al mismo tiempo observándome como una madre a su hijo enfermo. Ella no tiene familia, Ramiro y yo somos lo más parecido en su vida.

Pasados unos minutos, comienzo a recomponerme. Aunque mi mente sigue embotada, todavía no acaba de asimilar lo que mis ojos ha

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