La sirena de las aguas turquesas (Velo de norte 1)

Judit Fernández

Fragmento

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Prólogo

Mar de Liguria, Génova, 1009 d. C.

Se acercaba tormenta, todos lo sabían. El aire estaba cargado, olía a salitre y mar abierto, y la sensación de libertad de las olas al romper contra la quilla inflamaba sus corazones. No faltaba mucho para llegar a su destino y las primeras gotas de lluvia tocaron la abarrotada cubierta antes de que avistaran tierra. Si mantenían el rumbo no podrían sortear la tormenta, habrían de cruzarla, pero los gritos y cánticos de emoción recorrían la nave ajenos al tempestuoso clima. Todos sabían qué se avecinaba y se respiraba la adrenalina.

Cuando una gran ola balanceó el barco, unas voces masculinas corearon al unísono, con la excepción de una figura que permanecía taciturna y ceñuda en la proa. La lluvia empapaba su largo y claro cabello y resbalaba por su rostro, goteando por su cuello hasta perderse en su túnica. Ni siquiera se inmutó cuando una mano se posó firme sobre su hombro, pues sabía de sobra a quién pertenecía. El recién llegado se permitió un suspiro y el guerrero tensó la mandíbula y giró al fin la cabeza.

—¿Quieres decirme por qué debo luchar por él? —cuestionó.

—No seas así, Einar, lo sabes muy bien —respondió el otro—. Somos familia, y la familia está por encima de todo.

El comentario pareció irritar a Einar, que puso los ojos en blanco, exasperado.

—No es mi familia, dejó de serlo el día que nos dio la espalda a nosotros y a nuestros dioses —dijo—. No te equivoques, padre, solo hago esto por ti, no por él.

—Que así sea, lucha por mí, entonces —asintió el mayor—. Egil está de acuerdo conmigo, creo, pero cualquier motivación es mejor que nada.

—No cuentes con ello, padre, estoy con Einar en esto.

Ambos giraron al oír la voz, encontrando que el mencionado se acercaba con los brazos cruzados y una sonrisa cínica. Jürgen suspiró en voz alta, sabiendo que había perdido aquella discusión. No había nada que pudiera decir para que sus hijos entendiesen que aquello era más que un saqueo o una travesía para descubrir tierras. Aquello era por ayudar a quien llevaba su sangre y, les gustara o no, la sangre siempre llamaba.

Resignado, Jürgen alzó las manos y admitió la derrota, antes de bajarlas para envolver a sus hijos uno bajo cada brazo. Podía ser que Frigg le hubiese bendecido con dos hijos idénticos en aspecto, pero Einar y Egil no se parecían más allá de su testarudez.

—Sea como queráis, cachorros, pero no lo proclaméis en voz alta —advirtió—. Ulmer puede causar más estragos que la tormenta si lo irritáis, así es mi hermano.

—Creí que se hacía llamar «Germain» ahora —se burló Einar.

Los tres se estremecieron de disgusto ante la mención del nombre, pero un carraspeo a su espalda les indicó que no estaban solos. Jürgen soltó a los jóvenes y se giró hacia la figura, que los miraba con los labios fruncidos y una ceja alzada. Egil suspiró al ver quién era, pero Einar se mantuvo de espalda. Como la situación presagiaba un desastre, de no intervenir, Jürgen rio y trató de apaciguar los ánimos.

—Unas millas más y se cumplirá tu plan, hermano —dijo—. Pronto nos bañaremos en el oro cristiano si Odín provee, ¿no crees?

—Sé lo que estáis pensando, sobrinos, y no puedo culparos... Tenéis razón —dijo Ulmer e ignoró la pregunta de Jürgen—. Puede que adoptase la fe extranjera y la identidad de Germain D’Orbec para casarme con Geraldine, pero sigo siendo el mis...

—¿Por una mujer? —interrumpió Einar—, ¿traicionaste quien eras por una mujer?

Ulmer abrió la boca para responder, pero antes de que llegara a hacerlo un cuerno sonó entre la lluvia e hizo que alzasen la cabeza para encontrar al vigía señalando hacia el horizonte. Los gritos de excitación recorrieron la cubierta del snekke, y Jürgen, Einar y Egil clavaron sus miradas en la dirección que el centinela indicaba. Bajo el fragor de la tormenta y las densas cortinas de lluvia no se habían percatado, pero el primer signo de tierra firme estaba mucho más cerca de lo que ninguno de ellos había supuesto.

El sonido de una espada que golpeaba un escudo comenzó a marcar el ritmo de marcha entre los guerreros que llenaban el barco, y la declaración de Ulmer se perdió bajo la llamada de guerra. Agradecido internamente por la distracción, Einar se alejó, pues discutir con su tío era lo que menos deseaba. Su padre podía decir lo que quisiera, pero el hombre era un traidor y pocos en Híðrborg lo habían perdonado. No importaba cuántas riquezas les proporcionara, dar la espalda a sus dioses era inexcusable, pero traicionar a la familia por conseguir a una mujer era algo que él jamás perdonaría. Ni siquiera ahora que parecía querer redimirse y adoptar sus antiguas costumbres.

Sin embargo, ninguno de los dos añadió nada. La línea de costa estaba tan cerca que, si variaban el rumbo o la tormenta los empujaba contra el litoral, el calado poco profundo de su snekke se partiría por el impacto contra las rocas. Entonces, como si leyera sus pensamientos, su abuelo saltó sobre uno de los barriles y alzó su hacha al cielo.

—¡Sacad los remos, muchachos, el momento que esperabais ha llegado! —gritó.

Con una sonrisa salvaje y la adrenalina comenzando a recorrer sus venas, Einar obedeció y se sentó junto a los hombres para tomar uno de los largos remos de madera y empezar a remar al rítmico acorde de la espada y el escudo. Sentía la emoción recorrer cada poro de su piel y ni la lluvia ni el viento helado podrían apagar el incendio que ardía en su pecho. Era la primera vez que surcaba aquellos mares cálidos y cerúleos tan alejados de los fiordos fríos y oscuros que conocía, y el ímpetu de su abuelo al dar órdenes a los hombres cual rey a sus vasallos lo enardeció. Pronto todos conocerían su furia.

Casi sintió pena por aquellos pobres cristianos, que ignorando lo que estaba a punto de suceder permanecían indefensos al terror que se avecinaba. Solo les quedaría rezar.

***

Los truenos y los rayos resonaban sobre las oscuras nubes, y los soldados cristianos se encogieron ante el sonido, amedrentados al ver cómo en vez de desmoralizarse por la tormenta los invasores crecían bajo ella. Con cada relámpago más feroces se volvían, como si alguna clase de alegría los envolviese cuando la luz blanca rompía las nubes.

Era una batalla perdida: el barro cubría sus armaduras hasta los tobillos y el río Bisagno había crecido tanto que estaba a punto de desbordar de su cauce. Aquel ataque los había tomado desprevenidos y es que ninguno había esperado un asalto en plena noche. Hacía un tiempo infernal y no estaban en guerra, así que cuando escucharon los cuernos y los gritos apenas tuvieron tiempo de prepararse.

Los invasores atacaban con contundencia, directos, como si el destino los guiase, aunque por suerte para muchos inocentes habían evitado la ciudad. No sabían si debido a que no conocían la región o porque en la oscuridad y bajo la lluvia no la habían visto; pero fuera como fuese se alegraban de que Génova estuviese a salvo, ya que ellos morirían allí. No habían visto a muchos extranjeros como esos, pero en el reino de Francia eran bien conocidos. Paganos del norte, de tierras más allá del mar. Alguno

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