El perfume de los Céfiros

Raquel Gil Espejo

Fragmento

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Prólogo

Granada, verano de 1606

Los ojos de Simón, como venía sucediendo cada mañana de cada día y así durante los últimos cinco años, lucían enrojecidos. Un incesante lagrimeo se había instalado en ellos desde hacía horas, poco después de que comenzaran a despuntar las primeras luces del alba. El picor que se había adherido no solo a su vista, sino también a su garganta, no le daba tregua. En esa ocasión, el causante de su malestar era el polvo de la berberina, que más tarde daría un color amarillento a las telas. Pese a llevar tanto tiempo trabajando en el barrio de los Tintoreros, dedicándose a la ingrata labor de machacar las rocas de alumbre que servirían más tarde para dar color a las sedas, no se acostumbraba a los fuertes olores de los ácidos y de las sales envasados en cubas y tinajas que había dispuestas a su alrededor. La palidez de su rostro había quedado impregnada por pequeñas salpicaduras provenientes de los pigmentos con que se habían teñido las madejas puestas a secar en los colgadores, suspendidos sobre braseros cilíndricos que desprendían vapor de azufre, lo que hacía que el ambiente estuviera aún más cargado y que la vista llegara a nublarse. Elvira de Sandoval, su señora, para quien trabajaba a cambio de disponer de un techo bajo el que dormir y un plato de comida que llevarse a la boca, solía pedirle que ayudara a los hombres a empaquetar los tintes que acababan de llegar del norte de Europa, como era el caso de la orchilla, de la que se obtendrían los tonos rojos más vivos, o la púrpura real venida de las costas de Tiro.

A Simón le gustaba su vida. La creía mejor que antaño, cuando se ganaba unas míseras monedas como ganapán de la Plaza Nueva, llevando los bultos de las gentes acaudaladas o haciendo sus recados. Había días en los que llegaba a recorrer la ciudad de norte a sur y de este a oeste. Podía decirse que conocía Granada, con cada una de sus zonas, desde el barrio de Axares al barrio de la Churra, pasando por las Casas del Gallo, el distinguido barrio de la Duquesa, la Alhambra o la Medina, como la palma de su mano. No en vano, había pasado dos largos años malviviendo en sus calles.

El barrio de los Tintoreros, como tantos otros, se disponía a lo largo del Zacatín, calle medianamente ancha en la que se podían encontrar toda suerte de tiendas. El bullicio, que podía llegar a ser molesto a la par que fascinante, se adueñaba, desde muy temprano, del lugar. A este se añadía el colorido de las telas que adornaban las callejas y que más tarde se venderían en la Alcaicería o serían exportadas al resto de la Corona de Castilla, llegando incluso a cruzar fronteras, para arribar en las costas de Italia.

Pese a que el negocio de la seda había experimentado una ostensible decadencia en las últimas décadas, las rentas de muchos mercaderes y de familias enteras aún dependían en exclusividad de él. Nadie estaba dispuesto a perder los privilegios y la posición social que el trabajo de las telas le había conferido. Ese era el caso de Elvira de Sandoval, una mujer que nunca contrajo nupcias. Renunciando a llevar una vida de esposa y madre, decidió continuar el negocio familiar que heredó de su progenitor y, aunque mal visto por la sociedad que la rodeaba, ni se amedrentó ni claudicó. No solo continuó con el legado de su padre, sino que lo supo llevar adelante con férreo pulso, hasta ganarse el respeto de hombres y de mujeres; así como la gratitud y el cariño de Simón.

***

Acababa de comenzar el nuevo siglo y un pequeño de tan solo ocho años, con ojos vivarachos del color de la tierra, sostenido sobre sus pies descalzos, rebuscaba entre la basura que había quedado apilada en el extremo más alto de la cuesta María la Miel, en el arrabal del Albaicín. Ajeno a la presencia de una señora mayor, de cabello blanqueado por el paso del tiempo y mirada compasiva, se afanaba en encontrar algo que calmara un dolor de estómago que amenazaba con volverse crónico. Pasados unos minutos, aquel muchacho soltó un profundo gemido. Entre los dedos de su mano derecha, huesuda, temblorosa, sostenía tres gusanos. Frunció el ceño antes de armarse de valor y llevarlos hasta sus labios. Vaciló unos instantes. Entonces, el rugido de sus tripas le recordó que no probaba bocado desde hacía dos mañanas, cuando robó una pieza de fruta de uno de los muchos mercados que se distribuían a lo largo de la ciudad. Estaba cansado de robar y de huir, de pernoctar en cualquier sitio, a cual más peligroso e insalubre, de que nadie lo tuviera en cuenta, de que otros huérfanos de más edad hubieran tomado por costumbre quedarse con las pocas monedas que percibía por su trabajo de ganapán. A Simón le daba pavor empezar a ser visto como un simple ladrón. Decidido a alimentarse con esos diminutos y nada apetecibles seres, tragó saliva y abrió la boca.

—Detente, pequeño —escuchó decir a sus espaldas.

El sobresalto lo llevó a perder los tres gusanos que iban a servirle de alimento. Simón se giró sobre sí mismo y observó a la mujer que se había tomado la molestia de verlo y, lo que era aún más reseñable, de dirigirse a él.

—Estás en los huesos —volvió a decir Elvira, clavando su clara mirada en la de él y sobrecogiéndose—. Sígueme, veré qué puedo hacer por ti.

Simón no articuló palabra. Se limitó a deambular por las estrechas e intrincadas callejas del Albaicín, observándola con detenimiento y en el más absoluto silencio. El rostro de aquella señora había sido tomado por pronunciados surcos. En su cabello apenas había cabida para el color negro con el que un día se vio bendecido. Era menuda, apenas unos centímetros más alta que él y caminaba algo encorvada. Pese a ello, su paso era ligero. Vestía un traje de dos cuerpos, de tonalidades oscuras. La falda le acariciaba los tobillos y, aunque austera, saltaba a la vista la calidad de su tejido. No se detuvieron hasta hallarse en la plaza de San Luis, junto a la parroquia, frente a la fachada, blanqueada con cal, de un edificio de dos alturas en el que se disponía una única puerta de madera además de dos ventanucos en la planta baja y un balcón de hierro forjado en la superior. Accedieron al interior a través de un angosto zaguán que conectaba con un patio porticado de medianas dimensiones, adornado con un total de ocho columnas de mármol blanco, en cuyo centro se hallaba una fuente de piedra y, escorado hacia una esquina, un aljibe con el que se dispondría de agua fresca todo el año. Alrededor del patio se ubicaba el salón, la cocina, la bodega, unos cuartos que debían estar destinados a los criados y una letrina. A las piezas principales, como eran las alcobas y dos pequeños salones más, se accedía a través de una escalera de madera que había sido construida justo en frente del zaguán. De todo, lo que captó la atención de Simón fue el jardín que se podía entrever más allá de una puerta de hierro, al margen derecho de la escalinata, y en el que se apreciaban árboles frutales como naranjos, cidros, melocotoneros, ciruelos o higueras. El efluvio de los arrayanes, de los rosales y de las numerosas hierbas aromáticas, que la señora de Sandoval había sembrado y se había esmerado en cuidar, inundaba cada rincón de la vivienda. Sin duda, la compleja red de acequias y cañerías que se distribuía por cada rincón de la ciudad, y que en esa zona provenía de la acequia de Aynadamar, a una legua de Granada, co

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