El lobo y la paloma

Kathleen Woodiwiss

Fragmento

Capítulo 1

1

28 de octubre de 1066

Había cesado el fragor de la batalla. Uno por uno fueron apagándose los gritos y lamentos de los heridos. La noche estaba silenciosa y el tiempo parecía suspendido. La luna de otoño, tintada en sangre, brillaba cansada sobre el horizonte esfumado. De tanto en tanto, el aullido distante de un lobo rompía la quietud y hacía que el silencio pareciera más pesado, más fantasmal. Jirones de niebla flotaban sobre el páramo, entre los cuerpos destrozados y mutilados de los muertos. La baja muralla de tierra, precariamente reforzada con piedras, se encontraba cubierta con la heroica mortaja de los hombres masacrados de la aldea. Un muchacho, de no más de doce años, yacía al lado de su padre. Al fondo, elevábase la masa oscura del castillo de Darkenwald, con la aguja de su única atalaya apuntando al cielo.

Dentro del castillo, Aislinn estaba sentada en el suelo cubierto de tallos de junco, frente al trono desde el cual su padre, el ahora difunto señor de Darkenwald, gobernara su feudo. Tenía en torno al esbelto cuello una áspera cuerda, cuyo otro extremo estaba enroscado en la muñeca de un normando, alto y moreno, que descansaba su cuerpo encerrado en una cota de mallas en el símbolo, toscamente tallado, de la posición de lord Darkenwald. Ragnor de Marte observaba cómo sus hombres asolaban el castillo en una búsqueda furiosa de hasta el más insignificante objeto de valor. Los saqueadores subían y bajaban las escaleras que conducían a los dormitorios, derribaban pesadas puertas a puntapiés, vaciaban cofres y arrojaban los trofeos más valiosos sobre una gran tela, tendida ante el jefe. Aislinn reconoció, entre los otros tesoros que habían embellecido su hogar, su daga enjoyada y un ceñidor de filigrana de oro que hacía un momento le había sido arrancado de las caderas.

Entre los hombres estallaban discusiones por la posesión de alguna pieza codiciada, pero eran rápidamente silenciadas por una enérgica orden del jefe. El objeto motivo de la disputa era añadido, a regañadientes, al montón que crecía continuamente ante él.

La cerveza corría libremente y era bebida en abundancia por los invasores. Carnes, panes y cualquier cosa comestible que cayera en sus manos eran devorados al instante. El caballero de las hordas de Guillermo que tenía a Aislinn sujeta con la cuerda bebía vino de su cuerno de toro ahuecado, indiferente a la sangre del lord de Darkenwald, que todavía oscurecía la cota de malla de su pecho y sus brazos. Cuando ninguna otra cosa requería su atención, el normando tiraba de la cuerda y hacía que las ásperas fibras lastimaran brutalmente la piel blanca y suave del cuello de la joven. Cada vez que las facciones de ella se crispaban en una mueca de dolor, él reía cruelmente y su pequeña victoria parecía aliviar su malhumor. Sin embargo, le hubiera gustado más verla rebajarse y prosternarse implorando misericordia. En cambio, ella mantenía una actitud alerta y vigilante, y cuando lo miraba a la cara lo hacía con una calma desafiante que lo enfurecía. Otras se habrían arrastrado a sus pies y le hubieran rogado que tuviera piedad. Pero esta muchacha... Había en ella algo que parecía sacar una ligera ventaja cada vez que él tiraba de la cuerda. Él no podía llegar a las profundidades de su voluntad, pero decidió someterla a una dura prueba antes de que terminara la noche.

Cuando él y sus hombres irrumpieron en el castillo después de derribar la sólida puerta, las encontró, a ella y lady Maida, su madre, enhiestas y serenas, como si las dos solas quisieran hacer frente a todo el ejército normando invasor. Con su espada ensangrentada en alto, él se detuvo apenas transpuesta la puerta, mientras a su lado sus hombres pasaban corriendo, en busca de otros deseosos de luchar por lo suyo. Pero al no encontrar a nadie más que aquellas dos mujeres y varios perros que los recibieron con ladridos y gruñidos, bajaron sus armas. Con unos cuantos golpes y puntapiés, sometieron a los perros y los encadenaron en un rincón. Entonces se volvieron hacia las mujeres, quienes no lo pasaron mejor.

Su primo, Vachel de Comte, avanzó hacia la muchacha con la intención de apoderársela. Pero Maida se arrojó en su camino con el propósito de no permitirle que se acercara a su hija. Él la empujó hacia un lado y ella, con dedos como garras, trató de quitarle el puñal que él llevaba en su cinturón, y lo hubiera conseguido, pero él lo advirtió a tiempo y la derribó de un golpe aplicado con su puño cubierto con el guantelete de hierro. Aislinn soltó un grito y corrió junto a su madre. Antes que Vachel pudiera reclamarla para él, Ragnor se interpuso, arrancó la redecilla de la cabeza de la joven y dejó en libertad una reluciente masa de cabellos cobrizos. El caballero normando envolvió su mano en aquella sedosa melena y obligó a la muchacha a ponerse de pie. Después la arrastró hasta una silla, la hizo sentarse con un brutal empellón, y le ató muñecas y tobillos a la gruesa armazón de madera. Maida, todavía atontada, fue arrastrada y atada a los pies de su hija. Después los dos caballeros se unieron a sus hombres en el saqueo de la aldea.

Ahora la muchacha estaba a los pies de él, vencida y cercana a las grises regiones de la muerte. Empero, de sus labios no salían ruegos ni peticiones de clemencia. Ragnor pasó por un momento de incertidumbre cuando tuvo que reconocer que ella poseía una fuerza de voluntad que pocos hombres tenían.

Pero Ragnor no sospechaba la batalla que se libraba en el interior de Aislinn por dominar su temblor y presentar una imagen orgullosa cuando observaba a su madre. Maida era obligada a servir a los invasores con los pies atados con una cuerda corta, de manera que le era imposible dar un paso completo. De las ataduras de sus pies, arrastraba un trozo de cuerda que los hombres pisaban para divertirse. Fuertes risotadas sonaban cada vez que Maida caía al suelo, y con cada caída Aislinn se ponía más pálida. Le hubiera sido más fácil soportar ella misma las humillaciones y burlas que ver sufrir a su madre. Si Maida traía una bandeja de comida y bebidas y caía con su carga, la hilaridad aumentaba, y antes que la infeliz pudiera levantarse, recibía varios puntapiés por su torpeza.

A Aislinn se le cortó la respiración cuando Maida tropezó con un soldado de hosca expresión y le derramó encima un vaso de cerveza. El hombre, la obligó a ponerse de rodillas y le dio un fuerte puntapié. Cuando ella cayó, se desprendió de su cinturón un saquito, pero Maida se levantó rápidamente en medio de las maldiciones del normando y lo recogió. Lo hubiera puesto nuevamente en su cinturón, pero el soldado se lo quitó con un grito de beodo. Maida intentó recuperarlo y su atrevimiento enfureció al hombre, quien le propinó en la cabeza un puñetazo que la hizo girar varias veces antes de caer. Aislinn contempló la escena con una mueca en sus hermosos labios y un fulgor salvaje en sus ojos. El hombre, olvidando de momento el tesoro, siguió a la mujer que se tambaleaba, la cogió de un hombro y empezó a golpearla con ferocidad.

Aislinn dio un grito de ira y se puso de pi

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