Una última oportunidad (Una última noche en Almack's 2)

Ruth M. Lerga

Fragmento

una_ultima_oportunidad-2

Capítulo 1

Londres, primeros de abril de 1853

En cuanto entró en el cuarto de juegos el pequeño Alexander, este corrió hacia ella para abrazarle las faldas. Feliz con el recibimiento, la dama se agachó a darle un beso en la regordeta mejilla.

—Buenos días, tesoro.

—Hola, tía Emma —la saludó el niño, contento.

—¿Has desayunado ya? ¿Sí? Es cierto, has crecido desde ayer, seguro que te has tomado un elefante entero.

Alexander rompió a reír.

—¡Los elefantes no se comen!

—¿No?, vaya, estoy muy mal informada. ¿Qué sabes tú de elefantes?

Orgulloso, la tomó de la mano y la llevó a la estantería de libros, a la altura de su corta estatura.

—Mira, tía Emma. —Cogió con cuidado el manual que su padre le había regalado sobre animales extraños y se lo tendió—. El libro que me regaló papá dice que viven en otros lugares, pero no en Inglaterra, solo en los zoos. Y que tienen las orejas enormes.

—¿En serio? Déjame ver —preguntó con exageración—. ¡Caramba, es cierto! Tienen las orejas tres veces más grandes que los de Asia. —Dudaba que supiera nada sobre continentes, pero colocó tres dedos frente al pequeño. Los números comenzaban a sonarle.

—Sí. —Y también él levantó la manita—. Tres, mira: uno, dos y tres. Yo haré los mismos muy pronto.

En efecto, en mayo cumpliría los tres años. Hablaba muy claro para su edad aunque, por lo que sabía, el padre del niño a sus años apenas gritaba y balbucía. Supuso que había heredado la capacidad más temprana de la madre para el habla, Anna siempre fue una charlatana.

Apartó aquel pensamiento, no queriendo recordarla: cuando le venía a la mente su trágica historia, por fortuna cada vez con menor frecuencia, el pecho se le llenaba de tristeza. Se apartó unos rizos cobrizos que le caían sobre la mejilla —llevaba un moño flojo y se había puesto un vestido de mañana muy sencillo para visitar a sus vecinos— y le mostró su delicada oreja.

—¿Dirías que yo soy africana o asiática?

—¡Tía, que tú no eres un elefante, que eres una persona!

Rio Alexander con placer.

—Es cierto —se golpeó la frente con la palma de la mano, cual actriz de comedia—, ¿en qué estaría yo pensando?

—¡Pues en elefantes, claro!

Entonces fue ella quien soltó una carcajada. Adoraba a aquel niño al que acudía a ver casi a diario desde que naciera. Sabía que, cuando comenzara sus estudios con un tutor, en un año o dos como máximo, tendrían que cesar sus entradas en aquella casa: no eran familia y sus constantes visitas empezaban a ser pasto de murmuraciones después de lo ocurrido.

Lo ocurrido, qué eufemismo, se quejó para sí.

La madre del niño había perdido la vida hacía más de doce meses, pero las circunstancias de su muerte seguían siendo susurradas por las matronas cada vez que lord Christopher Saint-Jones, el viudo de Anna, aparecía en algún salón. Tanto como cotilleaban sobre ella desde el pasado noviembre, cuando su prometido no llegó al altar, pues la noche anterior a la boda había puesto rumbo a Escocia con la hija de lord Barrow.

Que una dama soltera de veintitrés años, rechazada en su cuarta temporada, habiendo participado también de las pequeñas temporadas, acudiera con tanta frecuencia a la mansión de un viudo que seguía llevando el brazalete del luto era uno de los temas preferidos de la ton.

Al menos él tenía la protección de tres de las mejores familias de Inglaterra. Cuando salía, lo hacía en compañía de sus padres, los duques, cuyo apoyo estaba siendo ejemplar, y de algún hijo de los marqueses de Cramwell o de los condes de Westin.

Ella, sin embargo, era la hija de un baronet de la campiña que se casó con una americana. Eran una familia muy rica, cierto, pero la elitista aristocracia inglesa no los tenía en alta consideración y se lo habían hecho notar en cada temporada, masticando lady Emma casi con disgusto.

¿Y la culpaban de preferir un cuarto de infantes a Almack’s?, un lugar que, por cierto, ni siquiera había pisado. Eran todos unos hipócritas o, como diría su madre, neoyorquina hasta la médula a pesar de llevar casi veinticinco años viviendo en Londres, una pandilla de vagos que no habían movido el trasero en su vida ni se habían manchado sus pulcras manos con nada que no fuera comida o alcohol.

El niño, sentado sobre la alfombra con su libro, llamó su atención con otro dibujo:

—Mira, esto es un cocodrilo.

—¡Hala!, parece muy fiero.

—Lo es —le sonrió, aprobando su comentario—: mira qué boca, ¡y qué dientes!

Se instaló a su lado, también en el suelo, y se dedicó a la complacencia de su compañía favorita.

***

Kit, lord Christopher Saint-Jones, escuchó risas en la habitación de juegos de su hijo y supo que Emma estaba allí. Solo con la vecina de la casa de al lado el niño se mostraba tan abierto. Cuando lady Emma Towsend, la que fuera la mejor amiga de su difunta esposa, llegaba cada mañana después del desayuno, Alexander se volvía charlatán, intrépido. No le sorprendía que la adorara, pues en lugar de tratarle como un adulto, como casi todo el personal hacía, la joven se transformaba en una niña, jugando con él a lo que fuera, compartiendo intereses y hablando en el mismo idioma, el de los niños, ese que casi todos los mayores habían olvidado ya. Era lo más parecido a una madre que tenía, de ahí que la llamara tía aunque no lo fuera.

A veces se preguntaba qué habría sido de su hijo si no hubiera estado ella.

Iba a acercarse cuando los vio salir a la carrera en dirección a las escaleras.

—¡Buenos días a los dos! ¿Dónde vais tan deprisa?

Cuando Alexander lo vio, se detuvo y lo saludó con solemnidad. Emma se paró tras él e hizo una pequeña reverencia.

—Padre.

—Milord.

Saludaron a un tiempo.

—Milady, Alexander —les devolvió el saludo—. ¿Y bien? —preguntó tras un pesado silencio—, ¿puedo saber hacia adónde os dirigíais?

—La tía Emma dice que cuando el Capitán Cook descubrió Australia comió carne de cocodrilo.

Kit los miró con creciente curiosidad. La dama le había aconsejado que comprara un libro de animales al niño y, como siempre, había acertado de lleno: llevaba toda la semana hablando de sus ilustraciones.

—¿Ibais a buscar uno en el Serpentine, acaso?

—Claro que no, papá —lo miró como si fuese lelo; solo se sentía seguro para corregirle cuando ella estaba cerca—, en Inglaterra no hay cocodrilos.

—Solo e

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