Capítulo 1
Kara no encajaba con su familia. Podía intentarlo tanto como quisiera, y seguiría siendo la oveja negra, la pieza que no iba en ese puzle, y la mala hierba que crecía en el jardín. Por eso no la había sorprendido que, al acudir a la fiesta de cumpleaños de su padre, este le pusiera mala cara por las pintas que llevaba, como si su ropa la hiciera menos digna de ser su hija o a él menos digno de pavonearse con los peces gordos que acudían a darle palmaditas en la espalda por ser un año más viejo. No lo soportaba.
La última hora, se había dedicado a apurar todas las copas de vino que encontraba a su paso. Los camareros empezaban a huir de ella, pero Kara se las arreglaba para pasearse por las mesas, y ver qué encontraba que calmase un poco su sed. ¿Su padre se habría dado cuenta de lo desagradable que llegaba a ser con ella? ¿O también hacía oídos sordos a eso? Aunque siempre fingía que todo le daba igual, que estaba por encima de las malas críticas y de las miradas furiosas, Kara sí se sentía afectada por ello. El desprecio le quemaba, le ardía por dentro, igual que una vela que nunca se apaga. ¿Cómo no la iba a afectar que su padre no la quisiera? Él era la persona a la que más admiraba en el mundo, mientras que, para su padre, ella no era más que una bala perdida, la vergüenza de la familia. Y contra eso ya no le quedaban armas con las que defenderse. Ni siquiera le había comprado un regalo. Los tres últimos (un reloj nuevo, un pase para la ópera y un viaje a un spa) ni siquiera habían sido utilizados. Él se los había dado a su madre para que se fuese con alguna amiga, y así no verse obligado a darles uso. Aún le dolía ver cómo su padre apartaba todo lo que ella escogía para él, mientras que sí aceptaba los regalos de su hermano Danny con regocijo.
«Bueno, cambia la cara o, encima, te vas a llevar una bronca», pensó, con la mirada de su padre pegada al cogote. No era una novedad que él la vigilara constantemente cuando se encontraban en la misma estancia. Le gustaba asegurarse de que no se emborracharía y la liaría, como siempre, como si aún fuese esa niña de ocho años que se agobiaba al ver tanta gente y empezaba a chillar y a patalear para que se fueran. Aún no le perdonaba algunas cosas.
—¿Sabe papá que estás dejando sin abastecimiento a los camareros? —preguntó su hermano en un tono de voz afable.
Kara lo miró con el ceño fruncido. Mandaba narices que compartiesen el mismo ADN, pues no se parecían en absoluto, salvo en los ojos. Ambos eran del mismo color castaño, y lucían un montón de negras y espesas pestañas. ¿Lo demás? Él había heredado los rasgos de su madre, y ella, los de su padre. Y, teniendo en cuenta que solo eran medio hermanos, todo cobraba sentido. La genética había sido más amable con ella que con Danny.
—Pues claro. ¿Te ha enviado para decirme que pare?
—No. Esa ha sido idea mía —reconoció él—. Hoy es un día especial para él, y...
—Ah, claro. Vienes a controlarme, como siempre —apostilló ella—. Tengo treinta años. Creo que, a estas alturas, me puedo dar el lujo de beber un poco de vino sin caerme de boca. Total, ni he venido en tacones. —Le enseñó las sandalias que ocultaba bajo el vestido.
La expresión de su hermano mayor era mucho más tranquila. Pocas cosas alteraban a ese hombre, excepto su nueva novia: Brooke. Mientras ella parloteaba con un grupo de personas junto a la mesa de los canapés, su hermano ejercía de niñera. Kara ni siquiera se había ofendido por ello. ¿Para qué? Había perdido la esperanza de que, algún día, dejaran de verla como a una niña incapaz de controlar sus impulsos. Y quería a su hermano… de verdad que sí. Lo consideraba uno de sus pilares fundamentales, pero era un pesado de cojones.
—Venga, Kara —le pidió él, con una sonrisa apacible que le curvaba los labios—. Sabes que no es el caso. Por mí, puedes pasearte desnuda si quieres. Simplemente intento que te lo pases bien.
La expresión ceñuda de Kara mudó a una más tranquila. Cuando Danny le hablaba así, de forma cercana y cálida, sus muros de hielo se derretían por completo. ¿Cómo iba a pagar con él todas las cosas que le salían mal en los últimos tiempos o el desprecio de su padre? Aunque, técnicamente, él no la repudiaba, pero ella lo sentía así.
—Me lo paso genial —refunfuñó Kara.
Danny le lanzó una mirada de «Si tú lo dices», que la irritó de nuevo. Estaba tan irascible… igual que un gato que ha pasado por demasiadas experiencias traumáticas en los últimos tiempos y ya no consigue fiarse de nadie.
—Ah, de acuerdo. Tú ganas. Pasaré a beber agua un rato. —Hizo una floritura con la mano para dar a entender que por fin podía volver con su novia y dejarla en paz—. Dile a papá que respire hondo, que se va a asfixiar.
Su hermano le dio un sonoro beso en la mejilla antes de irse.
Kara y él se habían peleado en contadas ocasiones —la última vez había sido unos meses atrás—, y su padre era uno de los motivos más recurrentes. Gabriel, su padre, sí le había dado la vida a ella, mas no a su hermano. Para Danny, él era su padrastro. Solo compartían apellido. Y, aun así, ella era la apestada de la familia. Sin embargo, decidió que no valía la pena perder los estribos porque su vida era un caos fuera de aquella fiesta.
Olvidó su copa de vino en la mesa, y la cambió por una de agua antes de dirigirse hacia la mesa principal, donde su madre parloteaba con otras amistades suyas. Se quedó un rato allí, escuchándolas hablar sobre decoración y sobre algunos cotilleos recientes. Kara se preguntó si ella encajaría alguna vez en ese tipo de círculo. No solía interesarle la vida de los demás en absoluto. Vivía por y para la música y, si la sacaban de su estudio improvisado en el salón de su casa, nada le generaba interés más de cinco minutos. Por eso no había estudiado una carrera, ni tenía un trabajo decente. Se aburría enseguida de todo, y su tolerancia a las órdenes era mínima. A ojos de su familia y de sus amigos, era un desastre como un piano de grande. No, como una montaña: así sonaba peor.
La fiesta transcurrió sin muchos sobresaltos. Era mediodía; el sol primaveral pegaba fuerte, y la gente continuaba de pie, aguantando al tipo, mientras bebían y disfrutaban de los canapés que el servicio de cáterin les acercaba. Llegó un momento en que su padre le hizo una seña para que la acompañase. Kara agradeció no estar borracha. Casi siempre se le soltaba la lengua en su presencia si el alcohol recorría su sistema. Su falta de filtro era otro de los motivos por los cuales su padre la detestaba.
—¿Te lo estás pasando bien? —consultó él mientras rebuscaba algo en su despacho.
Un año antes, ese mismo lugar había ardido hasta los cimientos. Le había costado bastante recuperar la habitación donde pasaba gran parte de su tiempo. Antes, las paredes eran mucho más claras y ahora se veían de un marrón oscuro. Los muebles eran de color crema, como las cortinas; en las paredes, ya no colgaban sus títulos, sino dibujos que tanto Danny como ella le habían hecho de pequeños en el colegio. Estaba claro que romper ciclos le sentaba bien a la gente.
—Bueno, no es mi estilo —reconoció Kara—, pero sí, me estoy divirtiendo.
Gabriel cabeceó, aún entretenido en abrir y cerrar cajones.
—Tu hermano me comentó que diste un pequeño concierto la otra noche.
—Solo toqué un par de canciones. No busco ser famosa, papá —le recordó.
Kara se dedicaba íntegramente a componer canciones y mostrarlas, con la ilusión de que alguien viese su talento y las comprase para otros artistas. Casi todas las personas del mundillo sabían que la mayoría de los cantantes que colonizaban la lista de los más escuchados no reconocerían una partitura ni en un millón de años, pero ella pensaba que de verdad podía ofrecer parte de su trabajo a cantantes y grupos capaces de sacarle partido, gente que valorase el buen ritmo y las letras. Su familia no opinaba igual. Y, tal como vio en la expresión de su padre —un tanto disgustada y, al mismo tiempo, resignada—, eso no cambiaría jamás.
—Ya, ya. Me preocupa que hayas repetido vestido en las últimas cuatro veladas que hemos celebrado.
Kara se tensó de golpe.
—¿Qué le pasa a mi vestido?
—La gente comenta.
—Pues que hablen. Mucho se aburren si no paran de hablar de mí.
Su padre le advirtió con la mirada que se calmase.
—¿Necesitas dinero?
—¿Cómo? —Kara pestañeó por la sorpresa—. ¡No! ¿Es que crees que he venido a tu fiesta en busca de un cheque?
No sería la primera vez que su padre le ofrecía una pequeña cantidad de dinero a espaldas de su madre, como si fuese una vergüenza que, de vez en cuando, Kara necesitase ese empujón económico que le permitiese pagar el alquiler y sobrevivir un mes más. Nada más lejos de la realidad. Si se encontraba allí, era precisamente porque nadie se perdía los cumpleaños de su padre, ni siquiera ella. Lo adoraba, aunque algunos comentarios no le sentaran bien. Que él creyese que solo se movía por el dinero y por el interés la hirió un poco más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—No he dicho tal cosa.
—Me has arrastrado a tu despacho, papá, y actúas como si fuéramos a cometer un delito solo porque crees que necesito dinero. Y no es el caso.
Mentira. Sí necesitaba un empujón económico, pero se negaba a admitirlo. Desde hacía un año, se rehusaba a hablar en voz alta de las penalidades que pasaba cada mes. Por eso repetía diseños y por eso acudía a cualquier bolo al que la llamaban para cantar sus canciones, con la ilusión de que algún cazatalentos la escuchara por fin.
—Kara, sabes que te quiero. Solo me preocupo por ti.
—No, te preocupa que la gente piense que tu hija no tiene dónde caerse muerta porque siempre lleva el mismo vestido. Parece que, entre tus amigos, está mal visto repetir modelito, y no lo veo justo. Ellos se gastan más de quinientos dólares en un esmoquin, y nadie les dice nada. ¿No es peor desperdiciar el dinero de ese modo?
—A mí no me importa cómo te vistas, cariño —insistió su padre—. Pero, si necesitas dinero...
Kara notó que le hervía la sangre. ¿Qué clase de imagen daba? ¿La de una fracasada total? ¡Qué injusto! Ella no buscaba a su familia para conseguir un puñado de dólares, ¡maldita sea! Quería pasar tiempo con ellos, sin peros.
—Mira, tu madre y tu hermano están preocupados. Y, si te soy sincero, yo también. Hace un tiempo que pareces cansada, y estás irascible continuamente. No he querido ahondar mucho en el tema por si era algo pasajero, aunque cada vez pareces más enfadada con el mundo, y eso tampoco es sano. —Su padre hablaba tan tranquilo, tan cercano que el fuego de Kara se fue apagando gradualmente—. Pedir ayuda es algo primordial cuando las cosas no van como queremos, y no hace falta que te recuerde que esta —señaló las paredes del despacho— sigue siendo tu casa.
Un nudo se le formó en el estómago. Kara tragó saliva, y negó con la cabeza. No pensaba admitir en voz alta la cantidad de ayuda que requería para seguir adelante con ese sueño, en el que solo ella creía. Admitirlo sería asumir su derrota, su fracaso, y eso le dolía más que ninguna otra cosa.
—Papá, no necesito nada. De verdad. Solo intento sobrevivir a los turnos caóticos del restaurante —encogió los hombros—. Gracias por preocuparte, pero no necesito que me salves el culo. Tengo treinta años, por favor. Me las arreglaré.
Para su sorpresa, Gabriel cruzó la habitación, y le dio un abrazo.
—Apóyate en mí si lo necesitas —murmuró cerca de su oído—, ¿de acuerdo?
Kara asintió con la cabeza, torpe en sus movimientos. Le diría que sí a todo mientras la resguardara del mundo. Cuando él la abrazaba, todo parecía ir mejor. Aunque fuese mentira.
Capítulo 2
James saboreó su tercera copa de vino. Odiaba tantísimo las fiestas de ese tipo. Aparentar que disfrutaba entre un montón de hombres exitosos que se daban palmaditas en la espalda le suponía un mal trago. Un coñazo, vamos, y de los grandes. Pero era uno de los mejores agentes financieros de Boston y ayudaba a las empresas, bufetes y negocios de muchos de los presentes. Sobre todo, del anfitrión: Gabriel Walsh.
Ese hombre era una eminencia en los juzgados. Todo el mundo lo adoraba. James, por el contrario, buscaba la manera de ponerle la zancadilla y hacerlo caer de una buena vez. Era lo que se merecía: un escarmiento. Por eso fingía que era afortunado por contar con el dinero que le pagaba para mantener abierto su bufete, no pequeño, aunque exitoso, al que acudía un montón de personas a lo largo del año. Los honorarios que cobraba ese hombre no eran normales, al igual que su hijo, Danny, quien también trabajaba por cuenta propia. El legado de los Walsh era grande, pero no eterno. Y James pensaba demostrar que hasta los reyes de los juzgados se venían abajo cuando alguien destapaba los turbios secretos que escondían bajo la alfombra de su despacho.
Nadie le había contado que Gabriel tuviera una hija tan llamativa. Resaltaba en medio de la fiesta gracias al vestido negro. Era la única que usaba ese color. El resto de las mujeres disfrutaba de la primavera con estampados coloridos, que hacían juego con las flores de aquel vasto jardín. Ella era la planta exótica, la que desentonaba. Y James no era tan tonto como para afirmar que no era guapa. Probablemente, ella lo supiera, y por eso se paseaba por toda la fiesta con el gesto torcido y con una expresión huraña en el rostro. Solo se había calmado después de haber estado un rato charlando con su hermano y con su cuñada. Tenía a toda la familia Walsh en el punto de mira. Le había sorprendido que, por una vez, fuese la más joven de ellos la que le hubiera robado la atención y lo hubiera distraído en su papel de invitado modelo. James solo necesitaba esbozar una sonrisa amplia, cercana, y reírse de las gracias de los demás para metérselos en el bolsillo. Así había logrado hacerse un hueco entre los agentes financieros de la ciudad. No esperaba, sin embargo, que Kara Walsh fuera tan espléndida. Es que parecía un adolescente atolondrado por la más guapa del instituto.
Para tranquilizarse, se dirigió hacia la mesa del cáterin, y pidió una cerveza bien fría. El vino no solía gustarle en absoluto. Mientras uno de los socios del bufete de Gabriel se le acercaba y le comentaba algunas cosas relacionadas con una inversión, James se fijó en que tanto el anfitrión como su hija se escabullían hacia la casa sin avisar a nadie. Frunció el ceño. ¿Le ocurriría algo al viejo zorro? ¿O simplemente iba a abrir su regalo en privado?
Se mantuvo dentro de la conversación con su cliente por simple cortesía. James poseía la habilidad de estar en dos cosas al mismo tiempo, y no perderse en absoluto. Por eso se percató de que Kara regresaba a la fiesta un rato después. La diferencia era que su expresión parecía la de un condenado a muerte. No dejaba de apretar con fuerza los puños; daba zancadas largas, un tanto furiosa, y sus ojos parecían algo congestionados. ¿Se habrían peleado? James no pareció sorprendido de ello. Según se rumoreaba, Kara era el ojito derecho de su padre, pero también su más profunda decepción. Y James, si iba a ejecutar su venganza, necesitaba aferrarse a la pieza más vulnerable del tablero donde se movía.
Se despidió de su socio con la promesa de estudiar su caso y enviarle un informe en unos días y, con total disimulo, se acercó a Kara. Ella, refugiándose en uno de los bancos del fondo del jardín, más próximo a la piscina que a la fiesta, disfrutaba de una copa de champán sin compañía alguna. Cuanto más cerca estaba de ella, más claro tenía que era una belleza exótica. El pelo, negro y liso hasta los hombros; los ojos, algo rasgados, de un color castaño chocolate precioso; la piel, bronceada; y la figura, atlética. Por no hablar de su nariz firme, que le confería un aire de superheroína, ni de sus labios pintados de rojo burdeos. En definitiva, era un peligro andante.
James mantuvo a raya su pulso y sus pensamientos, y, con una sonrisa casual, de las que no lo comprometían a nada, se sentó al otro extremo del banco.
—¿Qué hace una mujer tan guapa alejada de la fiesta?
—Pensaba en cómo descuartizar a los entrometidos que se creen en el derecho de interrumpir los momentos a solas de los demás —replicó ella, mordaz.
James contuvo una carcajada. «Es dura de pelar. Lo capto», pensó.
—Si quieres, te puedo dar unas cuantas ideas. Me he visto todos los documentales de asesinos en serie que echan por la tele o pululan por internet. A veces me pregunto si los que llevan a cabo ese tipo de programa son conscientes de la clase magistral sobre envenenamientos, ocultación de cadáver y destrucción de pruebas que dan. ¿Cómo no va a haber asesinos avispados si les dicen cómo salvarse el culo después de estrangular a alguien? Si lo piensas, un poco de miedo sí da. —Kara se giró hacia él con una expresión de fastidio, capaz de espantar a cualquiera, menos al rubito desconocido, al parecer, porque él continuaba allí, con el trasero plantado a solo medio metro de distancia y con una sonrisa tranquila en el rostro. «¿Y este quién es?», se preguntó ella, crispada—. ¿Y bien? —preguntó él—. ¿Te interesa?
—Ahora que lo dices, sí. ¿Cómo te librarías de un cadáver si te encuentras, por ejemplo, en medio de una fiesta?
—Bueno, lo haría pasar por un accidente. Todo el mundo es capaz de emborracharse, caer en la piscina y ahogarse sin querer.
Kara fingió que no le sorprendía el descaro de aquel desconocido, que no solo le seguía el juego, sino que, además, le dedicaba una sonrisa arrebatadora.
—Todavía no hemos llenado la piscina.
—¿Tal vez un accidente casual? Estaba paseándose por la casa, entró a una habitación, y se cayó desde el balcón.
—Esa es más factible. ¿Has visto los cuadros de mi padre? Si quieres, te los enseño. Están en el primer piso.
James se rio por fin. Que sus intenciones no fuesen buenas hacia aquella mujer, a la que pensaba usar en su beneficio, no quitaba que no le hiciera gracia su manera de hablar y de espetar las cosas. El disimulo no entraba entre sus virtudes; lo entendía.
—No soy fanático del arte, si te soy sincero.
—Pero sí de tocarle las narices al personal, por lo que veo.
—Me dedico a las finanzas; eso lo llevo en la sangre. Hay una asignatura entre Derechos Empresariales y Fundamentos del Marketing, que se llama «Cómo ser un pesado y caerle bien a la gente» y, si no la apruebas, no te dan el título. —Ella sacudió la cabeza. ¿Se estaría cachondeando? Porque tenía toda la pinta y, de ser así, igual se llevaría un rodillazo en la nariz, por imbécil. Kara echó un vistazo a su nuevo compañero de banco, y se percató que no le sonaba de nada. Sus facciones eran algo duras y llevaba barba de varios días, que le cubría el mentón, de un ru